En 1953, Eisenhower llegó a la presidencia de EE.UU. con la promesa de resolver la guerra de Corea, empantanada en dos años de negociaciones fútiles mientras bombardeaban colinas convertidas en hormiguero humano, casi inmunes gracias a los túneles de Kim Il Sung. El norteamericano envió un mensaje secreto –esos donde los políticos se dicen la verdad– advirtiéndole los norcoreanos que, si no retomaban el diálogo, usarían su arsenal nuclear. 

Kim Il Sung entendió ese mensaje y volvió a la mesa de negociación para firmar el alto al fuego sin tratado de paz que perdura hasta hoy, dejando a los dos países técnicamente en guerra. Pero como buen estratega, se puso manos a la obra consciente de que la amenaza norteamericana seguiría latente. Tres generaciones de la dinastía Kim enfocaron esfuerzos en lograr lo único les garantizaría un escudo eficaz: la bomba atómica, la mejor forma de que no haya guerra entre dos enemigos que, si destruyeran al otro, automáticamente se autodestruirían.

Al primer Kim lo convencieron de que la amenaza venía en serio, mientras que el último Kim parece haber persuadido a Trump de que alcanzó su objetivo nuclear. Y una carambola histórica hizo caer a la derechista presidenta Park en Corea del Sur, ocupando su lugar el centroizquierdista Moon, quien ante la escalada entre Kim y Trump, declaró que sería mejor idea que las dos Coreas organizaran un mundial. El presidente de EE.UU. vio allí una oportunidad: ponerse traje de estadista y soñar con un premio Nobel de la Paz.   

EE.UU arrojó 635.000 toneladas de bombas en la península coreana, arrasando cada ciudad de Corea del Norte con 2 millones de muertos. Por eso, cuando Trump prometía “furia y fuego”, en Corea del Norte le creían. Al caer la Unión Soviética, la población comenzó a pasar hambre –en un contexto de bloqueo comercial– y todo siguió en esa línea intervencionista que solidificó un sentimiento antinorteamericano en la población, algo que a Kim III –educado en Suiza y fanático de la NBA– siempre le permitió apelar al nacionalismo.   

La cumbre transcurrió en el afrancesado Hotel Métropole donde Graham Greene escribió su novela El americano impasible –ambientada en la guerra de Vietnam– de la cual una frase resume el ambiente del comienzo de esta reunión: “Las heridas se habían helado hasta la placidez”. Trump ofició de anfitrión en casa ajena: condujo la situación con seguridad e inusual cuidado de agradar a un presidente de traje Mao, mofletudo y timidón que miraba asombrado, pero que ha sabido hacerse respetar. 

En un receso de la reunión, un periodista le preguntó a Kim si pensaba tocar el tema de los derechos humanos, pero un oportuno Trump interrumpió: “hablaremos todos los temas”. El norteamericano pareció testear al otro corriendo los límites: un periodista preguntó a Kim sobre una posible oficina de EE.UU. en Pyongyang, entonces Kim propuso a Trump retirar a los medios de la sala. Pero el norteamericano dobló la apuesta diciendo que la parecía una buena pregunta. Kim afirmó que sería algo bienvenido pero que mejor era discutir eso en privado. En privado las negociaciones no avanzaron: a media tarde el programa de la cumbre se canceló y cada presidente partió hacia su hotel. Trump dio una conferencia subrayando por décima vez que Corea del Norte tiene un gran potencial –quiere seducir a Kim con riquezas– pero que esta vez no se decidieron por ningún acuerdo: “llevará tiempo”. Concedió que el problema fue el levantamiento de las sanciones: “quisiera hacer esto bien, antes que rápido”. 

Trump intentó disimular el fracaso de la cumbre, que no llegó más lejos que la anterior en Singapur, la cual fue una declaración de buenas intensiones. “Hay un brecha”, dijo sin mucho detalle. Y por lo visto es grande. Sus escalones son cuatro: reestablecer relaciones diplomáticas, firmar un tratado de paz, desnuclearizar –¿el norte y el sur?– y repatriar soldados norteamericanos muertos. Desnuclearizar el sur de la península sería tan fácil como que EE.UU. envíe sus bombas a casa, algo simbólico porque las puede arrojar a la distancia. En cambio el proceso completo en el norte llevaría años, incluyendo las armas biológicas, sometiendo a Corea del Norte a una humillante inspección permanente. 

Si los dos presidentes se reunieron en Singapur y Vietnam, fue porque así como Kim I se tomó en serio la amenaza de Eisenhower, Trump creyó el mensaje de Kim III cuando comenzó sus pruebas nucleares. El norteamericano dijo que con su par norcoreano “nos hemos enamorado”. Pero cuando hablan a solas parece primar la desconfianza. La bomba atómica es un seguro de vida para Kim y no la va a entregar hasta no estar seguro de que no lo engañan. Están en juego su régimen, su vida y la continuación de un linaje con simbología comunista que ha sido la piedra angular de un conveniente equilibrio geopolítico en una zona donde China no quisiera tener tropas norteamericanas en su patio trasero –resultado de la reunificación–; EE.UU, Rusia y los chinos temían un rearme de Japón –que reclamó su derecho–, Corea del Norte necesitaba un enemigo externo creíble para justificar la falta de libertad, y a la Corea del Sur hipercapitalista pobre en derechos sociales, le era útil un fantasma rojo que justificara toda clase de abusos laborales en favor de las corporaciones industriales. 

Todo eso comenzó a cambiar cuando el hábil estratega Kim –objeto de mega bullying global–, comenzó a tirar misiles al mar. Pero en los papeles, hasta ahora todo sigue más o menos como lo dejaron Eisenhower y Kim I en 1953. Corea, esa moneda con caras tan opuestas congelada en la Guerra Fría, sigue girando en el aire sin terminar de caer. 

* Coautor, con Daniel Wizenberg, de Corea, dos caras extremas de una misma nación.