Por Gastón Solnicki

Viajé por primera vez a Europa en 1984. Llegué a París con mis hermanos; nos habían colgado un cartel para indicar que estábamos solos en el avión, sin padres. Ellos nos esperaban en el aeropuerto. Me impresionó el olor del subte y las baguettes de jamón y manteca, que tardé décadas en descifrar. Las escaleras eléctricas de las Galerías Laffayete me parecieron un dispositivo de ciencia ficción. Un poco más adelante, en el mismo viaje, descubrimos las pirámides y la humedad más antigua. Después de miles de años de diáspora, volvimos a cruzar la región de los antepasados, visitamos a unos primos de mi papá, de Colegiales, que en algún momento se fueron a los kibutz. Comimos maravillas que se confunden con las de otros viajes.

Pero antes de eso, en una combi, recorrimos la cortina de hierro junto a la frontera húngara, donde –según nos dijeron– si nos deteníamos, nos disparaban. Muy cerca, del otro lado, se había filmado hacía poco Amadeus. Yo me estaba haciendo pis y la amenaza de la URSS no podía impedirlo: terminé usando la bolsita de los sándwiches. De esa urgencia me acuerdo perfectamente y también de la película recién estrenada que vimos esos días en Viena, la ciudad que había sido el núcleo de un vasto imperio.

Creo que es azufre lo que tiraron en la fosa común donde enterraron a Mozart. Pero durante aquel viaje en el que vi Amadeus por primera vez, me dijeron que era azúcar. “Para endulzar a los muertos”, pensé. Esa música inagotable que sigue conectada con la primera escucha y ese veneno al que tanto esquivo ahora, a pesar de los helados y las masitas, y que hace tiempo logré desvincular del café. Debe ser por la electricidad de mi propia sinapsis, que nunca necesito demasiados estímulos químicos, y que todavía se recupera del Halopidol. Ese otro veneno que me dieron en la adolescencia y que reemplazó al chaleco de fuerza en los hospitales psiquiátricos. La sustancia con la que domestican a Jack Nicholson en Atrapado sin salida, otra maravilla de Milos Forman, el director de Amadeus. Estas dos y Amores de una rubia son indudablemente mis favoritas, y la del baile de los bomberos, también.

Volví a Viena en 1997; tuve el gusto de empezar a frecuentar la ciudad mucho más seguido desde que empecé a hacer películas y conocí a mi querido amigo Hans, a quien le dediqué Introduzione all’Oscuro, que es precisamente, y entre otras muchas cosas, un retrato de la necrofílica cultura vienesa, de su fascinación por los muertos y su representación.

El último tiempo murieron Hans y también Milos Forman que estos días hubiese cumplido 87 años. Es la edad a la que murió mi abuelo Miguel (Najdorf), mientras jugaba al póker en Málaga. Los ajedrecistas profesionales gustan mucho de las cartas y del backgammon, sostienen que de alguna manera el azar puede ser reducido por las matemáticas. Las muertes de Hans y de Miguel fueron muy parecidas. En Hans reconocí algo de ese mundo de Bohemia que tanto extraño de mi abuelo. La voracidad y los gestos de esa Europa del Este que siempre me resultó familiar. Algo difuso de estos recuerdos reapareció también cuando murieron mis abuelas Rita y Pola, hace 23 años, y 2 semanas, respectivamente.

La sustancia blanca y el ataque de los dos primeros acordes de Don Giovanni me siguen visitando cada vez que vuelvo a La Tablada. Ahora que finalmente estoy escribiendo mi primer guión, pienso en la capacidad de algunas narraciones en mantenerse fértiles a través del tiempo –decía Benjamin– como las semillas egipcias que conservan toda su fuerza después de miles de años. A veces tengo la impresión mientras estoy rodando una película, que esta vez quizás estoy haciendo mi Amadeus. La irreverencia, el supuesto Tourette de Mozart –y el mío moderado–, lo que va por afuera de los protocolos. Hay una escena en la que Salieri le toca en el clave al cura algunas de sus grandes melodías olvidadas; cuando el cura finalmente reconoce el tema de la Pequeña música nocturna, le dice, contento, que no sabía que él había escrito esa obra tan encantadora. Salieri le contesta con una cara muy larga: “No, esa no la escribí yo, ese fue Mozart…”


Gastón Solnicki nació en 1978 y es director y productor. Estudió en el Centro Internacional de Fotografía y obtuvo su licenciatura en Cine en la Universidad de Nueva York (Tisch School of the Arts). Dirigió las películas Suden (2008) y Papirosen (2011), estrenadas en Bafici y Locarno. Kékszakállú (2016), su primera ficción tuvo su premiere internacional en Venecia 2016 (Orizzonti), donde fue galardonada con el premio Fipresci de la crítica internacional y el Bisato d’Oro; continuando su recorrido en festivales como Toronto, NYFF (New York Film Festival) y Viennale. El film fue seleccionado como una de las diez mejores películas de 2016 por la revista Artforum. Su última película, Introduzione all’oscuro (2018), tuvo su premiere mundial en la 75 Biennale di Venezia, selección official (Fuori Concorso) y en EE.UU. en el NYFF.

Recientemente el MoMa (Museum of Modern Art de Nueva York) adquirió para su colección las cuatro películas que conforman la filmografía de Gastón Solnicki. El director trabaja actualmente en su nueva película con Rei Cine: Electrocute. Introduzione all’Oscuro continúa en Malba los sábados de marzo a las 20. Entrada general $90, estudiantes y jubilados $45.