Cuando apareció el cocodrilo en el jardín de casa, mamá se puso a gritar como loca. Decía que eso era el colmo, que no aguantaba más, que una cosa eran los enjambres de mosquitos, las plagas de ratones, las cucarachas del tamaño de tortugas, los murciélagos, hasta las víboras y alacranes podía aguantar, pero convivir con cocodrilos era demasiado. Ella, que se había criado en la zona más cara de la capital; ella, que había ido a los mejores colegios; ella no entendía cómo se había podido enamorar de un hombre que ponía a toda su familia en peligro al llevarlos a vivir a ese rincón olvidado del norte del país donde ahora aparecían cocodrilos en el patio de la casa.

Las cosas no podían estar peor. Hacía mucho tiempo que papá no conseguía trabajo. Habíamos vendido la quinta en Pilar y el banco había decidido no entregarnos el dinero de la venta. Papá me había preguntado si tenía ganas de terminar el secundario en una escuela pública. Mamá no salía de una depresión cuyo síntoma más visible era una adicción a las telenovelas de la tarde. Fue por eso que papá decidió aceptar un trabajo como representante de una empresa en un pueblo cercano a una pequeña ciudad de Corrientes. Primero viajó él solo. Cuando volvió a buscarnos, dijo que había alquilado una casa con un terreno enorme, con un jardín lleno de plantas y muy cerca de un río. La escuela quedaba a pocos kilómetros y estaba seguro de que nos iba a encantar. Para mí, dejar el colegio, el barrio y los amigos fue muy triste. Me faltaba un año para terminar el secundario y partí hacia el norte prometiéndole a mi primera novia que regresaría al año siguiente. Mi hermana, Inés, era más chica, y para ella daba más o menos lo mismo cualquier lugar, con tal de que estuviéramos todos juntos. Eso incluía a Reina, la caniche que mamá llevaba alzada a todos lados como si fuera un hijo paralítico.

Al cocodrilo lo encontramos Inés y yo mientras caminábamos por el jardín trasero de la casa. Hacía pocos días que nos habíamos mudado y esos primeros paseos todavía eran una exploración del territorio. Habíamos pasado del balcón terraza de la capital a esa maraña de plantas enormes y todo era nuevo y fantástico. Cuando lo vimos, el cocodrilo estaba inmóvil y tardamos en darnos cuenta qué era, pero cuando comenzó a moverse salimos corriendo hacia la casa. Mamá y papá estaban discutiendo sobre el mejor lugar para ubicar los muebles del comedor cuando Inés los interrumpió gritando que había un dinosaurio en el jardín. Mamá se rio por la ocurrencia de Inés y comenzó a explicarle que eso no era posible.

–¡Es un cocodrilo! ¯grité yo y salí corriendo al jardín. Me siguieron todos y cuando por fin llegamos, Inés y yo señalamos al animal desde lejos. Fue ahí cuando mamá se puso a gritar como loca mientras nos asfixiaba en un abrazo que pretendía ser protector pero que casi me corta la respiración.

–Voy a llamar a la policía –gritó mamá–, hay que avisar que hay un cocodrilo en la casa.

–No es un cocodrilo, señora, es un yacaré –. Hasta ese momento yo casi no había reparado en la presencia del hombre que estaba limpiando el jardín–. Y no hace falta llamar a la policía, es un animal, no un delincuente. Si usted quiere yo me encargo de atraparlo.

–Tengo una escopeta en la casa. ¿Se la traigo? –dijo mi padre.

–No hace falta. Señora, ¿me alcanza una toalla, por favor?

Han pasado años desde aquella primera vez que lo vi a Martínez, y temo que la desmemoria, la nostalgia o la admiración que llegué a tenerle sean un obstáculo para describir objetivamente la gracia y la elegancia con la que atrapó al yacaré.

Cuando mamá trajo la toalla, Martínez la mojó con la manguera que estaba usando para regar el jardín y caminó lentamente hasta detenerse a menos de dos metros del animal. Cuando el animal vio que Martínez se le acercaba, abrió la boca y mostró sus enormes dientes. Mamá, Inés y yo veíamos todo desde la ventana de la cocina. Papá se había quedado un poco más cerca y con la escopeta apuntaba al yacaré. Martínez dio un par de pasos en zigzag hacia el yacaré, como un jugador de futbol cuando amaga al arquero, parecía que lo iba a encarar por izquierda, pero de pronto cambió de lado, montó al yacaré por derecha, le puso la toalla en la cabeza, y en segundos lo ató de punta a punta con la manguera del jardín.

Cuando vimos que el animal estaba inmovilizado nos animamos a salir de la casa. La manguera era roja y el yacaré parecía envuelto para regalo. Martínez fumaba en cuclillas al lado del animal.

Papá había dejado de fumar hacia dos años, pero le pidió un cigarrillo a Martínez. Mamá tenía a Reina en una mano y con la otra se abanicaba con un diario viejo.

–¿Y ahora qué hacemos con esto? Vamos a tener que sacrificarlo, ¿no? Pobrecito –dijo mamá sin dejar de abanicarse.

–No, señora. Es una hembra. Si la matamos se van a morir las crías –dijo Martínez.

–¡Lo único que faltaba! Ahora hay que salvar a las crías de este monstruo. ¿Y mis crías? ¿Y mis hijos? ¿Ahora importa más una mamá cocodrilo que una mamá humana? –Mamá estaba cada vez más ofuscada y yo comenzaba a sentirme incómodo porque no le habían dado las gracias, ni siquiera le habían dado un vaso de agua fresca al señor que había atrapado lo que acababa de aprender que se llamaba yacaré.

–¿Usted qué propone? –le preguntó papá.

–Hay que llevarla hasta el río. Eso sí, no puedo asegurarle que no vuelva. Yo que usted tengo al pichicho dentro de la casa –dijo señalando a Reina, que seguía en brazos de mamá.

Mamá estaba tomando aire para empezar a gritar otra vez, pero Martínez se adelantó y sugirió que con un cerco la yacaré no podría llegar a la casa.

–Si usted puede hacer el cerco, entonces el trabajo es suyo –dijo papá para zanjar rápidamente la situación. 

Sellaron el pacto con un apretón de manos. Papá hizo un gesto de dolor cuando consiguió desprender su mano de la tenaza con la que Martínez había cerrado el trato. Esa fue la primera vez que vi a mi padre como un hombre débil. Martínez era más bajo y más flaco, morocho, casi aindiado. Mi padre era más alto y parecía más robusto. Pero al verlos uno al lado del otro, vi a mi padre como a un hombre fofo, encorvado e inseguro.

Al día siguiente pude ver cómo descargaron el alambrado y los postes de madera, y cómo Martínez llevaba todo hacia la parte de atrás del jardín y se perdía entre la maleza espesa que da al río. Mamá nos había prohibido ir hacia los fondos de la casa y cada vez que hablaba por teléfono con una amiga de la capital no podía dejar de decir que la vida de su familia estaba en riesgo por la presencia de cocodrilos descomunales.

Un sábado a la mañana en el que el calor y la humedad hacían que el aire fuera irrespirable, Martínez vino a la casa para avisar que ya había terminado el trabajo. Papá miró a mamá con gesto de “ya ves, todo se soluciona” y acompañó a Martínez hasta el jardín del fondo de la casa. Minutos después estaban los dos otra vez en la galería de la casa.

–No es eso lo que habíamos acordado –dijo mi padre mientras subía los escalones que dan a la galería.

–Pero así no va a tener problemas. Le puedo asegurar que la cerca es muy segura y la yacaré no va a molestarlos más.

–Pero eso es una locura. ¿Para qué quiero yo eso?

–Mire, no tiene que preocuparse, yo me encargo de todo. No va a tener que pagarme extra.

Cuando acompañé a papá a ver el trabajo de Martínez descubrí que no había construido una cerca para aislar la casa, había hecho un corral enorme, en el que había una pequeña laguna de la que se veía asomar la cabeza del yacaré. Martínez nos explicó que ya había traído del río a todas las crías y que estaban junto con la madre en los juncos del costado de la laguna.

Cuando papá contó las novedades, mamá estaba viendo la telenovela de la tarde. Bajó el volumen y sin sacar la vista de la pantalla dijo:

–Sólo eso faltaba. Ahora somos criadores de cocodrilos.

–Yacarés, mamá, son yacarés –la corregí yo.

–Se llamen como se llamen. Son bichos horribles. Peligrosos. Feos.

La yacaré se quedó en el fondo de la casa. Martínez se encargaba de cazar pájaros, carpinchos y algún venadito para darle de comer. Alguna tarde lo descubrí caminando hacia el estanque con un perro callejero al que no volvimos a ver.

Inés y yo pasábamos las tardes junto al corral, viendo cómo Martínez arreglaba los alambrados y los canales para renovar el agua de la laguna.

–¿Cómo se llama la yacaré? –preguntó un día Inés.

–Sabe que no sé –respondió Martínez–. Creo que le va a tocar a usted bautizarla.

A Inés se le iluminaron los ojos.

–¡Cleopatra! –dijo con una sonrisa enorme.

Una mañana mientras desayunábamos, Martínez batió palmas desde la galería de la casa. Papá salió para hablar con él, pero pudimos escuchar perfectamente la conversación.

–Señor, atrapé otro. Me pareció que era peligroso para los chicos y lo llevé al estanque.

En pocos meses tuvimos cinco yacarés más. Cleopatra era la más grande y era nuestra favorita.

El día que festejamos el cumpleaños de Inés vinieron los compañeritos de la escuela. Martínez había cazado varios pájaros y dejó que los chicos arrojen la comida por sobre el alambrado. Cada vez que un yacaré engullía un bocado los chicos gritaban de emoción y aplaudían como si fuera un espectáculo. Entonces pasó algo que nos sorprendió a todos. Martínez saltó el alambrado y se acercó lentamente hasta Cleopatra.

Mamá empezó a lanzar unos grititos histéricos, pero Martínez le clavó la mirada reclamando silencio.

–Esta es la yacaré reina –dijo–, es de Inés –y como si se tratara de un animal doméstico comenzó a palmearle el lomo.

Los chicos miraban con fascinación mientras Inés sonreía al saberse la dueña de Cleopatra.

Al poco tiempo se corrió la voz en el pueblo y las personas empezaron a venir a casa a ver los yacarés. Los fines de semana, cuando se juntaba más gente, Martínez entraba al estanque y alimentaba a los animales prácticamente en la boca. Luego se metía en el agua hasta la cintura y comenzaba a jugar con Cleopatra. La acariciaba, le hablaba, la ponía boca arriba y le besaba la panza. Si la yacaré estaba fuera del agua, él le abría la boca y metía primero una mano, después la cabeza entera. Afuera, la gente aplaudía y tomaba fotos.

Martínez continuó cazando yacarés y fue necesario construir un segundo cerco. También limpió el camino lateral que va desde la ruta hasta el estanque, y las personas que iban a ver los yacarés no tuvieron que seguir pasando por el costado de la casa.

De a poco el estanque se convirtió en el centro de nuestras vidas. Papá puso un cartel en la ruta: “Villa Yacaré”. Mamá, por primera vez en meses, había dejado de ver telenovelas a la tarde y era la encargada de cobrar la entrada al predio; junto con la entrada entregaba un tríptico que explicaba que el precio módico que pagaban los visitantes era destinado a mejorar las condiciones de los yacarés. En el tríptico figuraba una composición con la que Inés había aprobado el curso de biología con un diez, el texto explicaba la diferencia entre los yacarés, los cocodrilos y los caimanes, el peligro de extinción por el valor del cuero, el valor sagrado de los cocodrilos del Nilo, la sangre fría y la relación con los dinosaurios.

Un día Martínez me dijo:

–Cuando entre al estanque, poné este disco. 

Fue un sábado de Semana Santa, la procesión que iba a ver al Gauchito Gil hacía que Corrientes fuera un hervidero de gente y las gradas que Martínez había construido alrededor del estanque estaban llenas. Martínez entró al estanque y me hizo una señal. Un chamamé comenzó a salir distorsionado por los parlantes. Fue mágico. Martínez empezó a bailar y los yacarés levantaron primero las cabezas y después los cuerpos. Martínez bailaba un instante con un yacaré hasta que este caía porque no podía mantener el cuerpo erguido, entonces otro yacaré tomaba su lugar y se levantaba dando pequeños saltitos para continuar el baile. Cuando terminó la canción, Martínez estaba empapado en sudor y los espectadores aplaudían de pie.

Yo también aplaudía emocionado por el espectáculo. Fue entonces cuando pasó. No sé de dónde surgió el impulso, pero tomé el micrófono con el que dábamos la bienvenida al público y dije 

–¡Un fuerte aplauso para Tarzán Martínez!

Esa tarde Martínez me contó el secreto del chamamé con los yacarés. Antes de entrar al estanque había hundido sus brazos en un balde lleno de vísceras de animales. El público veía un baile cuando en realidad los yacarés pegaban saltos para morder los brazos de Martínez. 

A partir de ese momento Tarzán Martínez comenzó a cautivar cada vez más al público. Bailaba con los yacarés, metía la cabeza entera en la boca de los yacarés más grandes o nadaba en el estanque con Cleopatra. Al final del espectáculo, sostenía a un yacaré en brazos y esperaba pacientemente mientras los niños hacían fila para tomarse una foto con Tarzán. Cuando terminaba el espectáculo, mamá, que hasta hacía poco tiempo sólo tomaba té con escones, le cebaba tereré con cáscaras de limón.

La entrada al predio se convirtió en la principal fuente de ingresos de la familia. Mamá era la encargada de la administración de “Villa Yacaré”. Estaba tan entusiasmada con su nueva vida, que cuando se perdió su perrita ni se preocupó en buscarla. En la entrada, mamá había montando un pequeño stand en el que vendía billeteras y cinturones hechos con cuerina símil yacaré.

–Hay que cuidar a esos animalitos del señor –decía cada vez que concretaba una venta. 

También vendía mermeladas caseras, cuchillos de Tarzán y unas remeras con una foto de Cleopatra estampada y la frase “Yo vi el baile del yacaré”.

Pero la joya de las ventas eran unos calzoncillos con estampa de piel de tigre. Mamá los había comprado en un viaje a Corrientes y cuando llegó a casa le dio uno a Martínez y con voz de patrona autoritaria le dijo: 

–A partir de ahora usa esto para el espectáculo–. Martínez vio el pequeño calzoncillo y amagó una objeción, pero mamá zanjó la discusión–. ¿Dónde se ha visto a un domador de cocodrilos con un shortcito de fútbol? A partir de mañana lo quiero ver con esto.

La primera vez que apareció Martínez con la tanga atigrada yo lo vi ridículo, pero la sonrisa se me borró cuando escuché el rugir del público. Martínez superó la vergüenza e inició el espectáculo. El vestuario se completó dos días más tarde, cuando sobre un costado de la cintura apareció un cuchillo enorme. A partir de ese día se dispararon las ventas de los cuchillos y de los calzoncillos atigrados.

La nueva vida en el norte había transformado a la familia. Papá seguía trabajando para la empresa que lo había contratado, pero durante los fines de semana se dedicaba a “Villa Yacaré”. Inés decía que quería estudiar biología para salvar especies en peligro de extinción y se había convertido en la mejor alumna de su clase. Mamá hacía mucho que no veía telenovelas, había dejado de quejarse porque extrañaba los cines y teatros de la ciudad y se había convertido en una excelente administradora de “Villa Yacaré”. Martínez –que ya era parte de la familia– había pasado de ser un jardinero de perfil bajo a ser el centro del espectáculo y cada vez que iba al pueblo era admirado por los niños y deseado por las mujeres. Yo ya me había olvidado de la promesa de volver pronto que le había hecho a mi novia de Buenos Aires y me había propuesto aprender a capturar yacarés. En el pueblo éramos conocidos como “la familia de los yacarés”. 

La felicidad se acabó de pronto, cuando Martínez se dejó seducir por las promesas del dueño de un circo que pasó por el pueblo. Más dinero, fama internacional, recorrer el mundo, hasta la posibilidad de aparecer en televisión. Era mucho en comparación con lo que podíamos darle nosotros. Papá le ofreció más plata y Martínez dijo que lo pensaría, pero una mañana descubrimos que Cleopatra ya no estaba en el estanque.

Inés lloró desconsoladamente la pérdida de Cleopatra. Cuando Mamá se enteró, se sentó en la mesa de la cocina y se puso a llorar despacito, como si le diera vergüenza ponerse triste por Martínez. De pronto se paró y empezó a gritar como loca, decía que el vestuario se lo debía a ella y que el nombre artístico me lo debía a mí.

–Así es esta gente, se aprovechan, se abusan de una –dijo mamá sentándose por primera vez en mucho tiempo frente al televisor, justo en el momento en que estaba por comenzar un capítulo de Seducidas, la telenovela de la que hablaba todo el pueblo.

Sin Tarzán Martínez y sin Cleopatra, “Villa Yacaré” estaba destinada a desaparecer. Se aproximaba la fiesta de la Virgen de Itatí y Corrientes iba a ser un hervidero de gente. Papá y yo decidimos que teníamos que hacer un último esfuerzo para vender toda la mercadería acumulada. Con Mamá no podíamos contar porque no se desprendía del televisor.

Inés y yo salimos a volantear por el pueblo. Papá arregló el cartel de la ruta y hasta pagamos anuncios en la radio local.

El sábado a la tarde entré a su cuarto para avisarle a papá que los alrededores del estanque estaban llenos de gente. Lo encontré frente al espejo. Se había puesto los calzoncillos atigrados y llevaba en la cintura el cuchillo de caza que usaba Martínez.

Volví a comparar a papá con Martínez y lo vi más pálido y panzón que nunca. Debía tener una mezcla de miedo escénico y terror a los yacarés porque traspiraba y le temblaba el pulso. 

–¿Cómo me veo? –Preguntó con un hilo de voz temblorosa. Yo no sabía si reír o llorar.

–Papá, esto es una locura. Te van a comer los yacarés. Suspendemos la función y le devolvemos la plata a la gente. 

En ese momento entró mamá. Cuando vio a papá con el calzoncillo atigrado rompió en llanto. Papá la quiso abrazar pero ella se zafó y se tiró a llorar en la cama. Cuando por fin se tranquilizó un poco nos dijo:

–Extraño a Tarzán.

Yo comprendí que la depresión de mamá se había curado gracias a las artes de Martínez para domar fieras.

Mamá anunció entre llantos que esa misma noche se iba a buscar el circo que se había llevado a Martínez. 

Los dejé a los dos en su habitación y fui hacia el estanque para anunciar la suspensión del espectáculo.

Esa noche mamá armó un bolso y se fue en busca del circo. Al día siguiente liberamos a los yacarés. Poco tiempo después, Papá, Inés y yo volvimos a Buenos Aires. Cada tanto recibimos una postal de mamá y así nos enteramos por dónde anda el circo. Una vez mandó una carta con un recorte de un diario. La nota anunciaba una gira del circo por las ciudades del norte de España. En la foto se la ve a mamá vestida de exploradora africana, Tarzán Martínez la abraza por la cintura y tiene un pie sobre el lomo de Cleopatra. Papá no quiso ver la foto, prefirió seguir mirando su novela de la tarde.