Las paredes blancas se inclinaban hacia occidente y en los bordes asomaban las manos mugrientas de pintura y cal. Un dedo de color indefinido rozó el vidrio partido de la medianera y la sangre manchó el reguero desde la cima hasta la base, una víbora roja, un camino de hormigas insustancial que de haberlo decidido se habría adueñado de la mañana y el mundo. Las razones nunca fueron razonables dentro de los límites que nos impusimos. Había palabras e incluso había frases, pero de ninguna de ellas podía establecerse con claridad el sentido de nuestros intereses variables. Para qué atar con un dictamen definitivo las ideas que hoy nos eran unas y mañana nos serían otras. Para qué obligarlas a ser lo que no eran en días impropios, en horas lejanas. Decidimos que la esencia sería una y sería todo, pero que las palabras circularían libres sin ataduras, sin objetos mencionados ni actitudes significantes. Decidimos que escribir vaca bien podría remitirnos a un árbol seco y moribundo. Y que lagarto cambiaría según la temperatura ambiente. Lo que no habíamos decidido, cosa que, al fin y al cabo, dada las circunstancias, no era tan grave, era hasta cuándo podríamos sostener este discurso más o menos cohesionado pero incoherente, inexacto. Hasta cuándo podríamos seguir hilando frases donde las palabras amor o compromiso significasen nada más y nada menos que un sustantivo abandonado a la buena de dios. Dios con minúscula en la frase anterior. Dios con mayúsculas en las dos últimas pero solamente por una cuestión de leyes gramaticales. Nada más.

El juego parecía simple y hasta divertido. Pero apenas comenzamos a insultarnos, los pareceres se hicieron hordas de enfurecidos salvajes y terminamos escondiéndonos bajo las mesas y los placares. Nunca antes habíamos pasado por algo así. Te lo juro, me lo jurás. Nunca antes. Y brindamos una vez más por la buena música y los mejores quesos. Ah, cómo nos gustaban los quesos. A los tres. A mí, a vos, a él. A los tres.

El revés de la trama nos asustaba un poco, sobre todo cuando dos de nosotros quedaban expuestos a la arbitrariedad del primero. Decía nada, decía hueco, decía libros y en cada palabra había un resto de sentido que se nos escapaba, porque estaba más allá de la página prisión, de la noche blanca de estrellas negras. Tres y uno. Uno y tres, como un dios muchos dioses sin iglesia ni feligreses. El deseo del primero era una intención en el segundo y un acto en el tercero. Las capas era visibles, las identidades también. Y era precisamente esa inútil huída hacia la ficción trinchera la que terminaba por extenuarnos y entonces nos daban ganas de llamar árbol al árbol, vaca a la vaca y al culo, culo.

El amor también tenía otros nombres y otras formas. Nuestras mujeres, nuestras tres mujeres, eran una y eran muchas más que tres. Las veíamos iguales al día que la quisimos. Las veíamos siempre jóvenes, inmarcesibles. Hasta que nos dábamos cuentas de que el paso del tiempo era inevitable aún cuando en el blanco y en las palabras el instante quedara grabado como en una fotografía.

Puntos suspensivos. Tres. Tres son los puntos. Nosotros también somos tres. Suspensivos. Suspendidos.

Desatamos unas cuantas observaciones y las dejamos pastar tranquilas; la intención era olvidarlas sabiéndolas ahí. Dejarles el campo libre para que se alimentaran y se reprodujeran hasta que de pronto ellas mismas se hicieran notar a nuestros sentidos por entonces desbordados. Pero como todo lo nuestro, no pasó más de una buena intención. Y las observaciones perecieron. Las creíamos ahí, las sospechábamos otras y por eso ya no las notábamos. Pero en realidad era que habían muerto. No nos hicimos demasiado problema, esa es la verdad. Una más, una menos. De observaciones está construida nuestra falta de fe.

Hasta aquí veníamos bien, incluso nos felicitábamos. Pero al sonar las doce campanadas, junto con las observaciones, desapareció nuestro momento. Lo buscamos sobre los árboles, también en la montaña bordada del edredón. Unos patos cruzaron el cielo. Nos distrajeron un momento. Y también lo perdimos a ése. Estábamos quedando escasos de momentos. Pero por esto tampoco nos hicimos demasiado problema. Supusimos que alguien los estaba coleccionando para inventarse una felicidad. Quisimos creerlo así y sinceramente nos alegró.

Quedaba, sin embargo, la cuestión de las alabanzas y de los altos mandos de nuestras respectivas posiciones. Deliberamos. No sé cuánto. Habíamos perdido la capacidad de calcularnos. Seguramente sería por las paredes. O por las manos mugrientas que asomaban. La cosa es que perdimos la noción de nosotros y del tiempo.

El humo ya nos estaba embriagando cuando las trompetas anunciaron la llegada del carruaje. Venía de china y traía regalos. Uno para cada uno y cada uno éramos tres. Por eso nos costó desprendernos de lo propio, de lo ajeno y de lo que creíamos que nos sería legado por aquellos que nombrábamos. Fue casi como un sueño. Salvo que de los sueños uno puede despertar y aquí no nos queda más que dormir.

Nos cansamos y nos fuimos. Dejamos atrás las especulaciones, pero ellas nos siguieron y nos alcanzaron pronto. Nunca fuimos muy astutos para perderlas de vista. Cada vez que adivinaban una huída, se reían por lo bajo y nos dejaban hacer. Fuéramos donde fuéramos, ellas siempre nos daban caza y nos dejaban atontados.

Por eso el juego se hacía cada vez más difícil. Por eso las palabras que necesitábamos otras se iban acomodando cada vez más a ellas mismas y entonces vaca era vaca y al culo le daba por llamarse culo. Y el discurso que intentábamos disperso se amoldaba a las convenciones, se llenaba de intenciones. Y no nos quedaba más remedio que rendirnos y acatarlo. Las teteras se llenaban de té. Las marquesas salían a las cinco. Y nuestro intento por desbordarnos del sentido terminaba siendo nada más que un elegante ejercicio para poder decir que dijimos nada en exactamente mil palabras. Mil indóciles, malditas y vacías palabras. Nada más.

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