Cinco discos como baterista de Divididos alcanzaron para mostrarle al gran público qué clase de baterista es Jorge Araujo que, con una cuota extra de profesionalidad, técnica e ideas nuevas, volcó sus influencias hacia el grupo. Aun desde la cúspide de la escena local, se entendió siempre parte de la clase trabajadora de la música, fuera como sesionista –lo hizo en sus inicios y en 2017, cuando tocó jun­to a Harry Waters y Larry McNally–, o como cabeza de equipo. La salida del trío implicó el armado de otro –Gran Martell– hace ya quince años, pero la diligencia del músico va también por su cuenta, lo que valió la edición del disco Aiqú (2015) junto a Quintino Cinalli, con quien formó un dúo de bateristas sin batería. 

Algo de aquel material reverdeció el año pasado con A un minuto de envejecer, su primer trabajo como solista, que lo encuentra a veces detrás de los parches, y a veces, no. Nueve canciones de background rockero que desnudan su verdadera personalidad creativa, nutrida de otros géneros, como el jazz o el folclore: “Me vi tomando decisiones que antes eran compartidas; cuando grandes músicos te preguntan para dónde ir, a veces no estás tan seguro –dice–. Lo que suena es un reflejo de lo que me pasa a nivel artístico, ya que soy bastante ciclotímico, y puedo pasar de una canción tranquila a una cosa súper power, a dos baterías”. 

Se trata de piezas sueltas que el baterista recolectó a lo largo de siete años, y que pudo compilar gracias a la producción de su amigo y guitarrista César Silva. “Rescato la cantidad de estéticas diferentes que hay; César logró que no resultara un cambalache, y que esa diferencia se hiciera parte de la artística”, explica en su sala de ensayo, donde ultima detalles para la presentación oficial de hoy a las 21, en La Tangente (Honduras 5317). En la previa, Araujo muestra que puede pasar de la guitarra y el micrófono a la batería, con la compañía de Silva, el baterista Maxi Larreta, Federico Palmolella en contrabajo con arco, bajo eléctrico, y sintetizadores, más los coros de Laura Migliorisi y Pilar Ezcurra, que además trabajó en los arreglos vocales. 

–Si bien se percibe una base, el disco no se apoya en ningún género en particular, ni en tu exhibición como baterista. ¿Eso fue buscado?

–No hay un hilo conductor a nivel estético o de producción. Un tema se grabó con cuatro personas juntas, en vivo. “Noche animal” empezó con loops de batería que ya había grabado, por lo que ni siquiera toqué toda la toma; en otros toqué de corrido, como en la canción que da nombre al disco. En cuanto a la exhibición, cuando muchos se enteran de que salió el material solista de un baterista, lo primero que van a ver es cómo toca su instrumento. Por eso entré en un cierto conflicto con las plataformas y redes sociales, que me dieron la posibilidad de llegar a mucha gente, pero sin acceder a una ficha técnica que indicara quién toca cada cosa, y los músicos -casi veinte, en total- han sido fundamentales. Muchos pueden pensar que toqué baterías que tocó otro, y también toqué guitarras rítmicas, pero a los solos los grabó César. Alguien podrá decir “Lo vi a Araujo con una guitarra, ¿viste los solos que toca?”. ¡Si yo no sé solear!

–Dentro de esa complejidad, se avistan influencias de artistas fundacionales del rock argentino, como Manal o Almendra. ¿Vos las percibís como compositor?

–Ojalá se vea así. Veo que pibes más jóvenes se refieren al rock argentino recién a partir de los ‘80. Soy músico desde chico, y vi a grandes bandas en la década del ‘70: la despedida de Crucis en el Luna Park, MIA, Alas… Mis influencias más evidentes vienen de esa época. En los ‘80 ya participé como adolescente, cuando aparecieron las máquinas, que para mí implicaron un conflicto tremendo, porque aportaron mucho pero también despersonalizaron. A los artistas no les habrá afectado, porque tenían su propio sonido. Yo no fui artista de muy joven, lamentablemente, y para los que tuvimos que buscar nuestro lugar fue un tema conflictivo, porque tenías que parecer una máquina.