Uno

Mientras apunto postales de mi mapa imposible descubro las huellas de la ciudad que supo ser y, en ella, algunas marcas que me fueron conformando. Ciertos vértigos. Ciertas revelaciones. Ciertas esperanzas. Esquinas, puertas o pasillos donde la memoria planta bandera. La ciudad también es eso: el cofre interminable donde están desperdigadas las piezas del rompecabezas que, si miramos bien, nos permiten armar algunas partes de aquellos que la habitamos.

 

Dos

A los trece años publiqué mi primer texto, a través de un concurso de relatos, en una revista para adolescentes que se llamaba 13/20. Era una revista quincenal que salía los sábados, con formato tabloide en riguroso blanco y negro. Plegados en el centro, en general, traía posters a color de músicos de la época que después colgábamos, los de mi generación, en nuestras habitaciones. Guns n' Roses, Erasure, Roxette, Poison, la voluptuosa Samantha Fox. La revista traía notas de música, sobre todo, y también cine, entrevistas, un consultorio sexológico y otro tipo de contenidos similares que apuntaban a la franja etaria a la que hacía referencia el título. Pero un día, además, hicieron un concurso de cuentos de ciencia ficción.

Yo había mandado un cuento que los editores, cuando lo publicaron, dijeron que estaba más cerca del relato fantástico que de la ciencia ficción. En ese momento no entendía la diferencia y me obligué a buscarla. No sé hoy, que todo está al alcance de google, cómo lo hice en esos días. Recuerdo además que el texto fue el último de los cuentos premiados que salió publicado en la revista y que yo, que no sabía en qué orden aparecería mi cuento, iba un sábado cada quince días con la ilusión renovada a buscar ese ejemplar histórico que había de inaugurar mi propia mitología literaria.

Era la época en que vivía en el departamento de calle Jujuy. Lo primero que hacía era ir al kiosco del barrio: un kiosco de golosinas que estaba en la esquina de Dorrego y Brown, que además había incorporado la venta de diarios y revistas. Pero como la 13/20 le solía llegar más tarde, yo subía por Italia hacia el centro en busca de otros kioscos que encontraba en el camino -había uno en calle Tucumán, o quizás en Urquiza-, o viraba hasta Presidente Roca y volvía para el lado de Dorrego trazando un zigzag anhelante. Cuando encontraba uno, me acercaba al kiosquero con una especie de palpitación ansiosa cabalgándome en el pecho. ¿Tiene la 13/20?, preguntaba. Y si tampoco tenía suerte tenía que seguir hacia la peatonal.

En mi mapa imposible hay una marca tenue, borroneada por los años, en la esquina de Córdoba y Sarmiento. Una marca en la baldosa precisa en la que abrí aquella revista ante la mirada indiferente del kiosquero, y finalmente encontré mi nombre acompañando un texto por primera vez.

A veces cuento una versión de mi propia mitología en la que ese momento se transforma en una suerte de hito fundacional. Una versión que dice que por aquel entonces me había enamorado del cuento. Que algunos nombres inolvidables me abrieron la puerta a un mundo plagado de asombros y desvelos y entonces supe que quería hacer eso. Y que esa mañana, en esa esquina, fue la primera vez que pensé que podía sin saber que estaba a años luz de poder hacerlo de verdad.

 

Tres

Cuando murió su padre, me contó E. una tarde, la madre sintió que la casa le quedaba grande y la vendió casi enseguida. Fueron a parar a una casa de San Juan y Castellanos. Era una casa amplia, con doble ingreso, un living luminoso y una ventana que daba al pasado. 

Estábamos en ese departamento que tenía por calle Rioja, donde a veces nos juntábamos a la salida de la escuela para leer al azar algunos números de la interminable colección de historietas Patoruzú que E. había heredado del padre. Ese día estábamos leyendo y E. lo había dicho de golpe, después de cerrar la revista y permanecer pensativo o en silencio por un largo rato.

Cómo que al pasado, le pregunté.

Uno veía pasar su propia memoria, me dijo E. A veces se asomaba a la ventana y se adentraba en la cocina de su abuela con sus aromas de guiso, o veía a sus compañeros de la escuelita de fútbol envueltos en el olor a tierra que se levantaba cuando corrían todos juntos, o era la luneta de un viejo Renault 18 con la ruta y Las Toninas quedando atrás. A veces la veía a la madre en la cocina lavando la vajilla y, por la ventana, la veía a ella también pero algunos años más joven, en otra cocina, abriendo el horno del que escapaba, irremediable, el aroma a bizcochuelo.

Era una buena casa, dijo después, de la que tuvieron que mudarse sin demora porque la presencia cotidiana del padre en el patio de atrás suponía una tortura para los dos.

A veces, cuando paso por ahí, me pregunto quién o quiénes vivirán ahora. Me pregunto, sobre todo, si ellos sí se habrán acostumbrado a esa grieta en la piel del tiempo que mantiene el pasado todo el tiempo en la superficie. Si ellos sí se habrán acostumbrado a ese punto del mapa imposible donde confluyen en simultáneo los tiempos que fueron y los que son o si, con pragmatismo o acaso indiferencia, la habrán tapiado para dejarlo todo atrás.

 

Cuatro

La primera persona a la que le mostré mis cuentos fue a B. Era una especie de versión real de Funes, el memorioso y como el personaje de Borges estaba dotado de una memoria implacable. Me acerqué a él por intermedio de mi padre, que lo conocía del diario -este diario-. Por entonces mi viejo vendía publicidad para el Rosario/12 y mi yo adolescente a veces pasaba por la redacción de calle San Lorenzo sin imaginar ni remotamente que alguna vez terminaría poniéndole mi nombre a alguna página. Escribir era, entonces, un anhelo dispar y lejano. Entonces mi viejo me dijo que juntara algunos cuentos y se los llevara a B., que a veces escribía contratapas.

B. vivía en una casa de pasillo al lado del Hotel Mitre, en Pichincha. Era una puerta negra coronada por un alero de tejas rojas. Fui una tarde cerca del mediodía y me atendió en pantuflas y piyama, con el pelo escaso alborotado y los ojos enrojecidos. Pensé que los escritores debían ser medio vagos y a veces, en otras versiones de mi mitología personal, digo que ese día supe que quería hacer eso sin saber que al final iba a terminar trabajando más de cincuenta horas por semana y levantándome a las 5 o 6 de la mañana para escribir aunque sea un rato antes de salir a ganarme el mango en un laburo de oficina.

Yo no conocía a B. ni lo había leído nunca pero mi viejo decía que era bueno. Sé que había sacado un par de libros prometedores pero de eso hacía ya más de diez años. Me hizo pasar al living y leyó mis textos en silencio, parando de vez en cuando para cebar y chupar un mate tibio. Me señaló algunas cosas de los cuentos, del orden de las frases, del estilo. Después me dijo lo de su memoria y el personaje de Borges. No lo dijo entonces pero ahora, a la distancia, siento que en aquella identificación con la mitología literaria se cifraba su vocación de escritor. O acaso solamente pensó que con tan vasta memoria nunca le iban a faltar historias que valiera la pena contar.

Pero ese mismo don se había vuelto una carga insalvable: cada frase que escribía, me dijo, la recordaba leída de otro lado.

Esa falta de originalidad lo empujó a una experimentación que ya llevaba más de diez años. Me leyó un par de sus cuentos y no entendí nada. Había logrado una serie de cuentos confusos e ilógicos que hoy nadie recuerda salvo él mismo, palabra por palabra.

Esa, asumo, fue su peor maldición.