El peligro se conservaba encapsulado en una frase. Un puñado de palabras arrancadas de los diarios íntimos del escritor inglés Lewis Carroll, que podían transformar por completo las conjeturas en torno a su figura. Sobre él recaía, desde mediados del siglo XX, un feroz revisionismo que lo señalaba como pedófilo, a partir de la serie de fotografías que había hecho con niñas semidesnudas. Entre ellas había estado Alice Liddell, quien lo inspiró para escribir Alicia en el País de las Maravillas, y alrededor de ella y de sus hermanas –a quienes tenía un acceso irrestricto para compartir tiempo y llevarlas a pasear– giraba esa frase. Estaba escondida en alguno de los cuatro tomos desaparecidos de sus trece diarios íntimos, y develaba el trasfondo de la discusión que cercenó el vínculo entre Carroll y la familia Liddell. En 1994, una página de esos diarios encontrada en el Museo de Guildford, parecía alumbrar el camino: contenía esas pocas y controvertidas palabras, pero carecía del relato que las rodeaba. En poco tiempo, terminaron sumergida en un nuevo océano de especulaciones.  

“Me topé con la frase investigando sobre la vida de Carroll para el prólogo de un libro que me habían encargado. Encontrarse con esa frase, que había quedado escondida, era una especie de regalo para quien quisiera escribir la novela. Era la piedra de Rosetta que ordenaba la historia. Por eso no lo hablé con nadie. La escribí en secreto. Temía que cualquiera pudiera escribir la misma historia”, revela el escritor y matemático argentino Guillermo Martínez en un café de Colegiales, recién publicada Los crímenes de Alicia, la novela que le permitió obtener el prestigioso Premio Nadal en su edición número 75, y que funciona además como secuela de Crímenes imperceptibles, su libro más exitoso. “La intriga real me pareció maravillosa. En parte era una historia que estaba planteada, pero cuyos bordes se mantenían difusos. El desafío era escribir una novela a partir de una sola frase”. 

El relato comienza entonces con ese hallazgo inesperado. Kristen Hill, una becaria que trabaja para la Hermandad Lewis Carroll, encuentra una página arrancada de los diarios privados del escritor. Apenas la tiene en sus manos, comprende que ese descubrimiento podría trastocar todas las miradas que intentaron desentrañar su naturaleza, y decide guardarla hasta estar segura de que nadie le quitará el mérito de reordenar las piezas de la historia. Pero esa decisión marcará el comienzo de una serie de crímenes que parecen destinados a evitar que el secreto se haga público. Crímenes planeados de tal manera que, al hurgar en ellos, se hace visible su macabro vínculo con las distintas escenas de Alicia en el País de las Maravillas. El desafío que se le había presentado a Martínez al encontrar esa misteriosa frase, que finalmente se revela en Los Crímenes de Alicia –junto con una insospechada hipótesis sobre el propio Carroll–, se abre al interior de la novela en dos direcciones: la de la pregunta sobre cómo puede medirse la vida de un artista y su obra, y la de un agudo policial en el que el abanico de posibles asesinos deja encriptado, hasta el final de la historia, el origen de los crímenes.   

“El hallazgo de esa página en Guildford ocurrió un año después del momento en el que yo había situado la historia de Crímenes imperceptibles. Por otro lado, ambas giraban alrededor de ese universo atemporal que es Oxford”, explica Martínez. “Hubo una serie de conexiones no planeadas que me decidieron para que esta novela, que podía funcionar de forma autónoma, se convierta en una segunda parte de la historia”. Ese vínculo lo llevó a poner otra vez en escena a los personajes que protagonizan Crímenes Imperceptibles, de la que ya se vendieron más de quinientos mil ejemplares y fue traducida a cuarenta idiomas, además de ser llevada al cine en 2008 por Álex de la Iglesia bajo el título Los crímenes de Oxford. Vuelven a aparecer entonces el reconocido profesor de Lógica Arthur Seldom y el estudiante argentino “G”, convertidos ya en una suerte de par de detectives de oficio y envueltos en una serie de asesinatos ordenada por teoremas matemáticos, acertijos, simbolismos, teología y existencialismo. La combinación deviene en un relato adictivo que retoma la tradición clásica del policial –conjurado por las intrigas y los enigmas– para adentrarse en los territorios más sombríos de la condición humana. 

El espejo maldito

Detrás de Los Crímenes de Alicia, lo que se esconde es un minucioso y extenso trabajo de investigación, del que nacen casi una decena de personajes excéntricos y fascinados por cada aspecto de la vida de Lewis Carroll. Cada integrante de la Hermandad Lewis Carroll –que a su tiempo se convierte en un potencial asesino– está inspirado en alguna de las biografías del escritor inglés. Martínez pasó seis meses pensando en ellos, sin tomar apuntes. Solo dejó que crecieran al calor de cada lectura. “Leí seis biografías de Carroll, además de todos sus diarios íntimos. Cada biografía me sirvió para pensar en los detalles de los personajes, cómo confrontarían entre sí, cuáles serían sus motivaciones secretas. De cada una traté de imaginar qué clase de persona podía haber escrito esa biografía, sin conocer a los autores. No tiene nada que ver con ellos”. 

Esa capacidad de imaginar un mundo dentro de otro, de torcer un elemento clave para abrir un universo de posibilidades, funciona en Los Crímenes de Alicia como un espejo maldito. Los elementos que Martínez toma de la realidad no aparecen como testimonio de una época. Se ponen desde el primer momento al servicio de la ficción, que termina por develar esa realidad en su costado más íntimo y corroído. 

“En la biografía escrita por el sobrino de Carroll, se muestran los trucos que tenía para acercarse a los niños: llevaba juguetes, alfileres de gancho para subirles el vestido a las nenas. En esa época se lo mostraba como un ejemplo y hasta se le daba una dimensión religiosa: En lo imperfecto, se revela lo perfecto más que en lo perfeccionado, es una frase preciosa que escribe el sobrino”, explica Martínez sobre uno de los momentos clave de su novela, en el que la culpabilidad acerca de los asesinatos parece definirse en torno a la mirada que tiene cada personaje sobre las acusaciones de pedofilia que pesan sobre Carroll. “El sobrino, al igual que uno de los personajes del libro, intenta decir que Carroll amaba a los niños porque veía que en su imperfección había más reflejos de lo perfecto que en la civilización, que sería lo ‘perfeccionado’. Muestra ese interés por la inmadurez, por el ser que todavía no ha sido aplastado por la norma”.  

Esa mirada hoy puede ser analizada casi como la justificación de un delito. ¿Cuáles son los límites para plantear estas cuestiones dentro de la literatura?

  –Hay una frase de Liliana Heker que me sirve de divisa: “un escritor no puede tenerle miedo a la imaginación”. Sería muy triste que solamente pudiésemos escribir sobre los temas que la corrección política de cada época nos deje. No se puede extirpar la maldad de la literatura, porque nos quedamos con ñoñerías. La maldad es lo esencial de la literatura. Todas las variantes de la naturaleza humana, la potencialidad del peligro, es de lo que vive la literatura. No hay literatura sin maldad.

¿Y la maldad en términos reales no puede ensombrecer una obra? 

–En ese caso tendríamos que tirar la mitad de nuestras bibliotecas. Lawrence Durrell tuvo relaciones incestuosas con la hija y ella se suicidó por eso. ¿Vamos a tirar el Cuarteto de Alejandría entonces? Borges dijo barbaridades sobre el arte indígena, sobre los negros, se abrazó con Pinochet, ¿vamos a tirar la obra de Borges? Hay una distancia entre la moral en la ficción y en la sociedad. ¿Estamos seguros que tienen que corresponderse una con otra? Sepamos separar, porque sino vamos a terminar metiendo preso a Dostoievski por los crímenes de Raskólnikov. 

¿La literatura sería el espacio para purgar esas pulsiones? 

  –Thomas Mann plantea esa idea en La trágica historia del doctor Fausto, la del artista como el que sufre una enfermedad para que el resto de la sociedad no la sufra. Casi como el que expía para los demás un cierto mal. Creo que el artista también puede ser visto como un sismógrafo de la sociedad, que puede captar algo que está en el aire, algo que muchas veces está por venir. Una novela puede iluminar un nuevo fenómeno o una nueva sensibilidad social, antes del momento en que se hace norma y termina por pasar inadvertida. Los primeros síntomas de algo que luego se va a anular por la costumbre.

Los crímenes de Alicia es un relato marcado por la tradición más clásica del policial, ese que podría enmarcarse como “literatura de intriga”, con Borges o Poe como referentes. ¿Qué lugar o qué “función” ocupa en la sociedad actual este género?

  –No creo demasiado en la “función social” de la literatura, sino más bien en la literatura como exploración de todas las variedades de la experiencia humana. Sí me parece que la novela de intriga permite a los lectores imaginar los posibles dobleces y contradicciones de cada personaje, porque, casi por definición, el lector debe sospechar de todos. Ese ejercicio de suspicacias es parte esencial de la naturaleza humana.

La geometría divina

Desde que publicó su primer libro de cuentos, Infierno Grande, Martínez ha cultivado una obra que reúne elementos disímiles: las pasiones que se despiertan en torno a la sordidez humana y una prosa estructurada por la impecabilidad matemática. “No confío en la idea del arrebato artístico. Yo no creo en los escritores que se supone son viscerales, o que escriben mojándose en su propia sangre la pluma. Creo que toda escritura es artificio”, sentencia. “Lo que pasa es que podés hacer uno muy bueno para expresar sentimientos trágicos o desgarradores. Para escribir en la onda gore, tenés que apelar a una cantidad de recursos técnicos que son diferentes de una novela policial más imperceptible, como sería Los crímenes de Alicia. Son estéticas opuestas, pero el escritor está totalmente a cargo. Yo siento que cada novela que escribo contiene sus propias leyes, funciona como un sistema de pensamiento”. 

Esa conexión distópica que aparece en la escritura de Martínez, puede rastrearse entre las lecturas que marcaron en su niñez y adolescencia y el intento de atrapar una verdad atemporal, absoluta, inalterable, que persiguió entre los asépticos laberintos de la matemática. Nacido en Bahía Blanca en 1962, fue recibiendo los elementos clave de la escritura en su primera infancia: su padre era quien proponía concursos para la publicación de cuentos al interior de la familia. Esos ejercicios y sus primeras lecturas de Jorge Luis Borges, de Henry James, de Witold Gombrowicz, de ese libro iniciático que fue para él la Antología del cuento fantástico de Roger Caillois, empezaron a mimetizarse con una carrera que podría inferirse como totalmente alejada de las letras. Infierno Grande, como punto de partida, lo escribió a la par que obtenía su Licenciatura en Matemática por la Universidad Nacional del Sur. “En casa empecé a escribir a los siete años. Pensaba que mi vida iba a ser similar a la de mi papá, con su título universitario, que escribía por las tardes y mandaba cuentos a concursos desde Bahía Blanca. No me planteaba publicar un libro”, recuerda. “Cuando llegué a Buenos Aires fui al taller de Liliana Heker, y ahí todos pensaban en publicar. Bueno, eso me despertó. Ahí tuve conciencia”. 

A los 28 años, mientras avanzaba en su doctorado en Ciencias Matemáticas en la Universidad de Buenos Aires, publicó su primera novela: Acerca de Roderer. Luego viajó a Oxford, donde terminó sus estudios posdoctorales. Desde ese momento se dispararon más de diez libros –entre novelas, cuentos, ensayos– que funcionan también como un laboratorio humano, donde las pulsiones más oscuras aparecen como el resultado de una ley precisa y exacta que las ordena. “Hay un encuentro entre algo que es importante desde lo vital, lo dramático, del conflicto humano, con un elemento teórico. Cuando veo esa línea me decido a escribir una novela. En Acerca de Roderer era la recreación del pacto fáustico. En La Muerte Lenta de Luciana B se trataba de ver hasta dónde el azar puede confundirse con destino”, explica Martínez en relación a los elementos que disparan su escritura. Esa conjunción, dentro de Los crímenes de Alicia, aparece enlazada por el trazo invisible que va uniendo los asesinatos con la búsqueda de un sentido último, de un lenguaje universal del que pueda extraerse cada porción de la experiencia humana.    

“En la novela aparece la cuestión de la traducción radical, es decir: ¿cómo llegar al significado de una palabra en otro idioma? Es una discusión que atraviesa la matemática, la filosofía, el lenguaje. En el fondo es una idea que exploró Wittgenstein”, explica Martínez, cuya voz parece perder el tono didáctico que mantenía, y se vuelve grave, cargada de una seriedad que no había aparecido durante la entrevista. “El problema es que un mismo sentido, o una misma serie lógica, por ejemplo, se puede deducir de fórmulas diferentes. Entonces lo que está en el fondo permanece oculto. Sin embargo, hay contextos en donde si das suficiente información sobre cómo leer los ejemplos, con suficientes herramientas matemáticas, es posible llegar a un significado único”.

¿En ese sentido es que se habla de Dios adentro de las matemáticas? 

–Hay una discusión casi teológica en los fundamentos de la matemática. ¿Existe algo así como un orden y patrones en el cosmos previo a la existencia humana? El platonismo sostendría que sí, y que los matemáticos solo descubren estos patrones. La experiencia diaria de los matemáticos se parece mucho a eso: a descubrimientos de algo que ya estaba ahí. Pero en un punto, uno empieza a preguntarse cuánto hay de construcción puramente humana en los conceptos matemáticos. Y si todas las leyes y regularidades que le atribuimos al universo no son más que nuestra manera “humana” de mirar estos fenómenos. También ocurre que en la matemática hay momentos que requieren de la voluntad humana y de la elección, por ejemplo la decisión sobre tal o cuál geometría usamos para modelar el cosmos. Esta época se caracteriza por el conocimiento de los alcances de las teorías, y sus posibles limitaciones. Eso está en la teoría del caos, el teorema de incompletitud de Gödel, la física subatómica, el principio de incertidumbre. Para las matemáticas, estamos es una época en la que tenemos que explorar nuestros límites e imposibilidades. 

Una realidad aparte

En la última edición del festival Buenos Aires Negra (BAN)  en diciembre del año pasado, Martínez dio una charla bajo el título “La familia como escenario del crimen”. Allí desmenuzó cada uno de los vínculos familiares que pueden motivar  un asesinato, y recaló en los distintos puntos de la literatura universal donde esos crímenes se expresaban. Al ir en busca de esos patrones en su propia obra, Una felicidad repulsiva el libro de cuentos con el que ganó la I edición del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez, es el punto en el que se condensa con mayor fuerza esa mirada perturbadora que posó sobre los entramados familiares. “Una madre protectora”, el extenso cuento que cierra ese libro, en el que un hombre alcohólico y desesperado intenta demostrar el acto espantoso con el que han marcado a su hijo, está a punto de convertirse en la segunda película inspirada por las historias de Martínez. Titulada El hijo –y con estreno el próximo 11 de abril– será dirigida por Sebastián Schindel (El Patrón: radiografía de un crimen) y protagonizada por Joaquín Furriel y Martina Guzmán. Y moverá una vez más esos hilos sutiles y siniestros de los que cuelgan sus personajes. 

“Hay un cierto desapego de la realidad en mis historias. Yo lo llamo literatura de imaginación, en el sentido de construir algo que se separe de lo real. Como ciudadano yo he sido militante político. Milité en el Partido Comunista después. Me peleé en la calle con la policía de Alfonsín. Ahora, como escritor, no me siento tentado a atender demasiado a la realidad política”, explica Martínez sobre ese desprendimiento de la realidad, que le abre las puertas al horror delicado que recorre su escritura. “Trato de trabajar en textos donde me guste mucho la idea que subyace. Todos los días hay que reanimar el cadáver. Es un trabajo de sentarse y lograr encontrar la conexión, volver a situarte y volver a escribir una página más. La escritura es una cuestión de ardiente paciencia”.

 Luego de la charla que Martínez dio en el BAN, Marcelo Figueras leyó un ensayo titulado “El perfecto asesino”. Allí reinterpretaba los alcances de la literatura policial en épocas donde los crímenes -perpetrados en primer lugar por las instituciones- se han convertido en la norma y no la excepción. Decía Figueras: “El género que amamos nació en culturas que se glorificaban como cifra de la excelencia humana, donde el crimen era un error del sistema, una célula aislada que había degenerado, y el detective se desempeñaba como un médico. Detectaba el tejido maligno y derivaba al sistema de Justicia para que medicase o extirpase en el quirófano. Con el género negro, el detective advirtió que ya no podía curar nada; su única opción era cagarse en el juramento hipocrático y alterar una receta para medicar de más, en la esperanza de que la sobredosis operase como veneno y tornase necrótico el tejido letal”.  

Aquella lectura de Marcelo Figueras permitía pensar que quizás ya no tiene tanto peso la literatura de intriga que seguís cultivando. ¿Por qué sentís que aún hay algo para decir desde este género?

  –Fue muy interesante como línea de argumentación, pero creo que deja de lado la posibilidad de que la literatura se proponga como algo que está por fuera de la corriente de la realidad. En el policial de enigma hay un pacto diferente al de otros géneros como la novela negra, donde el escritor seduce al lector o lo provoca a través de conmociones fuertes. En la novela de intriga, está la idea de la confrontación de inteligencias entre el escritor y el lector. Se trata de lectores muy adiestrados, que están pensando que todo tiene un doble sentido. Hay un nivel de la narración que tiene que permanecer oculto, camuflado, y un lector que siempre está intentando levantarle la manga al narrador. Esa es la parte más difícil e interesante para mí: confrontarme una vez más con un lector que va a desconfiar de cada línea.