“Yo encontré a mi papá porque doné una gota de mi sangre. Te animo a que lo hagas, a que creas que es posible reencontrar a ese ser desaparecido que está esperando ese solo gesto: una gotita de tu sangre”. Silvia Potenza dejó estas palabras en la campaña para la identificación de personas desaparecidas en Paraguay, pero puede repetirlas exactamente para la Argentina. Su padre fue víctima del Plan Cóndor: “fichado” en la Argentina, secuestrado en Uruguay, desaparecido en Paraguay, donde finalmente fueron encontrados sus restos gracias al trabajo conjunto de profesionales de ese país y del Equipo Argentino de Antropología Forense. Ahora Silvia se suma con su testimonio a la campaña del EAAF, que está buscando nuevas muestras de sangre de familiares para identificar los 600 cuerpos que aún esperan la restitución de su identidad. Como Angela Barrera, que encontró a su papá Manuel Francisco Cárdenas en 2009, cuentan a PáginaI12 lo que significó en sus vidas dar ese paso. Y cómo esas historias finalmente encuentran su cauce, personal y colectivamente, de un modo reparador.  

Silvia Potenza es hija de José Agustín Potenza, que fue secuestrado en 1977 en un hotel de Montevideo junto a su pareja, Rafaela Filipazzi. Los restos de ambos fueron hallados en Paraguay, en un descampado cercano a la Brigada de Investigaciones donde estuvieron secuestrados. Silvia dice que no tiene registro de que su padre -un músico que ejerció diferentes trabajos para “parar la olla”, con cuatro hijos– o su pareja hubieran tenido una militancia activa y concreta. Sí pudo reconstruir que la Policía Federal tenía una ficha donde lo catalogaban como “buscado” desde 1955 por su adhesión al peronismo.    

“Los primeros años buscás de una forma, golpeás puertas, vas, venís. Pasa el tiempo y seguís buscando, pero no de la misma manera. En el fondo ya sabés que no está vivo, y hay un mecanismo de defensa que te aleja del dolor de volver a pasar por lo mismo, porque siempre estás removiendo una misma herida. No hace falta escarbar mucho, la historia está siempre ahí”, describe lo vivido en los años de incertidumbre. En su caso, cuenta, su tía, la hermana de su papá, ya había dejado su sangre en el EAAF, de modo que el equipo se contactó con ella y le envió por correo a San Luis, donde vive desde hace once años, el kit para hacerse la extracción.  

Una vez que envió la muestra, sigue contando, “todo fue muy rápido”, o al menos así cree recordarlo, porque hay detalles que se le mezclan. Hubo un llamado, y a partir de ahí la presencia en su vida del equipo de trabajo paraguayo, con el médico Rogelio Goiburu a la cabeza, y del Equipo de Antropología Forense, con nombres propios -Nuri, Patricia, Virginia-. A todos se refiere con cercanía, como si fueran familiares. “En ese momento fueron mi familia. Las personas más hermosas que conocí en mi vida”, reafirma. “Cuando viajé a buscar a mi papá tuve que hacerlo sola. No  puedo explicar el cariño, el cuidado,  el modo en que me recibió la gente de Paraguay”, dice. Lo mismo con el EEAF: “Imaginate que te llamen y te digan: ¿podés sentarte? Tomate tu tiempo, llorá, cortá si querés, hacé lo que quieras... La verdad, no recuerdo qué palabras usaron para decirme que habían encontrado muerto a mi papá. Pero todo fue tan hermoso dentro del dolor”.  

“El momento en que te dan la noticia es el momento en que para vos se muere tu papá. La confirmación de que pasó. Todo el resto del tiempo, no importa que hayan pasado 40 o 50 años, es de incertidumbres. Ahí empezás a hacer ese duelo que postergaste durante tantos años”, dice Silvia. “Cada uno lo vive a su manera, pero en el fondo todos sentimos lo mismo: la noticia te libera, te saca un peso, es un alivio indescriptible”, define, recordando también los momentos duros como el de traer al país la caja con los restos de su padre. “Esa caja estuvo por años en una oficina, solo rotulada con un número. ¿Cuántas cajas más esperan por los suyos?”, reflexiona. 

Hay en su historia también una dimensión simbólica y material de reconocimiento, los gobiernos de Paraguay y Uruguay pidiendo disculpas formales a las familias. El deseo de ayudar a nuevas búsquedas y hallazgos, un ponerse en marcha también en la búsqueda de justicia. Y una certeza: “No importa desde dónde lo hagamos, mantengamos viva la memoria hasta que cada resto tenga nombre y apellido, hasta que el dolor de los que buscamos desaparezca con nosotros. Y entonces, hecha la justicia y cerradas las heridas, sea la historia la que juzgue”.

Volver a vivir

Angela Barrera es hija de Juan Carlos Barrera, un salteño clase 42 que se nació en la zona más pobre de la ciudad de Salta, y que emigró con su numerosa familia a otra villa de Buenos Aires. Allí hizo la secundaria de adultos, se casó, entró a la Facultad de Ingeniería, trabajó en el Correo Argentino. Militó en Montoneros, en la facultad, en el correo como delegado. Su madre, Paula Efigenia Cárdenas, fue una de las primeras integrantes de Madres de Plaza de Mayo. De su departamento en Lugano 1 y 2 se llevaron a su hijo el 7 de abril de 1976. Murió habiendo cumplido su último anhelo: encontrar a su hijo. 

“En 2007 vi una publicidad: Si pensás que sos hijo de desaparecidos o tenés un familiar desaparecido, una simple muestra de sangre puede ayudar a identificarlo. En ese momento mi abuela tenía 88 años. Desde que vi la publicidad hasta que me decidí a llamar, pasaron unos meses, con la propaganda taladrándome la cabeza. La primera vez llamé y corté. La segunda, también. Así varias veces. Hasta que me animé a hablar, pero no quería dar muchos datos, más bien quería escuchar lo que tenían para decirme del otro lado. Hubo tanta contención desde el principio, que rápidamente me pudieron capturar”, sonríe al recordar. En ese momento Angela ya era profesora de educación física. “Había empeza do a estudiar Ciencias Políticas pensando que la política iba a ser lo mejor para encontrar a mi papá. Hoy amo lo que hago y pienso que la docencia es la mejor manera de aportar y de honrar su memoria”, dice esta entusiasta militante de Ute Ctera. 

Hay otro recuerdo que la hace reírse y llorar a la vez: cuando la llamaron para darle la noticia del hallazgo de su padre. “Yo estaba por salir al trabajo y medio que les corté. Les dije que estaba apurada, que me dejaran un el teléfono. Cerré la puerta, y enseguida volví. Llamé por teléfono y les dije: Necesito saber si lo encontraron a mi papá o no. ¿Me lo pueden decir ahora? Porque si no, no voy nada. Una cosa alocada, con total atrevimiento. ¿Cómo me iban a decir así nomás que lo habían encontrado pero no lo habían encontrado, y cómo lo encontraron? Y les dije algo más: ¿Lo encontraron muerto? Como que tenés la ilusión de que tu viejo está en algún lado, vivo, y que todo fue como una película”, se emociona. 

“Encontraron unas palabras tan dulces, tan contenedoras, tan armoniosas, que lograron que yo fuera para allá. Llegué y apenas me senté había cinco personas en círculo. En ese momento eran desconocidos, hoy son un pilar en mi vida. Porque es el pilar de mi historia”, recuerda. Luego fueron a contárselo a su abuela, ya muy mayor y casi sorda. “Ella fue más fuerte que yo. Sacó un pañuelo de tela y derramó una sola lágrima. Me tomó la mano y me dijo que ahora se podía ir en paz. Y así fue. Conoció a mi hija, la tuvo en brazos, encontró a su hijo, y partió en paz”. 

Angela pudo ir a despedirse de su padre, cuenta, primero en el mismo EAAF. “Lo armaron en el lugar donde tienen los huesos, fui con mi mamá, mi abuela prefirió no ir. Fue algo re loco, yo nunca en mi vida fui a ningún entierro ni velatorio, jamás. Una sola vez fui al velorio del padre de una amiga y me agarró un ataque de risa, de los nervios”, recuerda. Y de allí, al cementerio de Flores: “Yo tenía tanta paranoia con el tema de mi papá, que después de todo ese proceso en que te lo entregan en una cajita, les pedí a las chicas del equipo que me acompañaran al cementerio, porque tenía miedo de que me lo robaran. ¡Justo yo, que soy una mina re pensante, fría, si alguien me lo cuenta lo mando a terapia!”, se ríe. 

Angela Barrera es muy clara sobre lo que significó el hallazgo de su papá, en 2009: “Fue como saber que no había vuelta atrás. Fue un cierre y un inicio en mi vida. Yo digo que volví a nacer. Todo pasó como en un abrir y cerrar de ojos, en un instante, como quien ve una mariposa y en un aleteo ya no está más. Pero en mi vida hoy es un pilar, tan importante como el de la familia, los amigos y el trabajo”, analiza. El EAAF le dio el informe pericial antropológico y genético, ahora sabe que su padre sufrió múltiples fracturas y murió quemado vivo, tres días después de su secuestro. Y aun así, dice, conocer esa verdad es reparador. Sigue buscando justicia, junto a tantos, y con un equipo de abogados integrado por Pablo Llonto, Elizabeth Gómez Alcorta y Eduardo Tavani –”mi segundo padre”, lo nombra–. Habla de paciencia, amor, cuenta lo que pasa en la escuela cuando habla del tema. “Siempre hay alguien que se acerca a contar que tiene un tío, un pariente lejano, un amigo; muchos más de los que me hubiera imaginado. Yo les digo que no duden, que se animen. La verdad los está esperando”.