Desde la infancia aprendí que, para sobrevivir, debía cerrar las ventanas de mi subjetividad. Pero venían otros, en nombre del padre, a patear puertas y a subir persianas. Venían a allanarme la guarida, ahí justo donde jugaba otros juegos, ensayaba otras intimidades, me probaba de querusa algún que otro corpiño, imitaba el habla de las profesoras, me volvía otra profesora y dialogaba en género femenino con otra mariquita compañera. Eran juegos de suma seriedad. Fue una época edénica aquella, la de nos-otras. Alcanzaba con estar atento a no ser escuchado mientras hablaba por teléfono con la voz de la Gugliotta, y quedar callado si, al pasar, me reprendían con un “qué decís, que no se te entiende”. 

LA LENGUA SECRETA

La primera juventud borró ese desborde de la lengua rosa satírica, se fue enmarcando como el pie dolido de una geisha en el molde de la autoridad. Cerró temporariamente el agujero por donde se filtraba mi habla. Perdí mi lengua secreta, indiferente a las diferencias de los sexos y de los textos, habitada de hembrerías; un lenguaje que era feliz en su barroca marginalidad, precisamente porque no era descifrable por la lógica armada de los adultos. Perdí esa capacidad de sustraerme al discurso al tiempo que, con las primeras eyaculaciones, ingresé al mundo imaginario donde el pene hablaba con voz engrosada, exigiendo la potestad de imitar el habla de los otros penes. En las noches ya no le rogaba al Dios de la catequesis que, al despertar, estuviera ya convertido en mujer. No fue la figura empírica del padre impenetrable la que me llevó fuera del paraíso (mi padre era un sujeto que no se dejaba penetrar), sino que en el afán de acomodarme a una lógica masculina universal, sin tener todavía conciencia de sus fisuras, quedé cautivo en la prisión del sentido. 

“Qué decís; no se te entiende”. 

Los conquistadores españoles, cuando entendieron a los aztecas,  pudieron destruir Tenochtitlán. Cuando los sabios pudieron entender mi desviada adolescencia, me mandaron a una psicóloga que consiguió convencerme de que la homosexualidad era una enfermedad, aunque incurable. Cada vez que terminaba sus alocuciones, las coronaba con un “¿se entiende?”. Yo decía que entendía, pero ojalá ella no me hubiese entendido, ojalá mi discurso hubiera sido indescifrable en la horrible cifra del supuesto saber de la licenciada. Ojalá aquel consultorio hubiera sido una Babel donde yo me hubiese reencontrado con la libertad perdida de la infancia. 

LA PERSECUCIÓN LETRADA

Las travestis inventaron un lenguaje carcelario que se llama el carrinche -creo que se ha ido perdiendo- para que no entendieran qué cosa se comunicaban. Un argot que es lengua minoritaria, ausente de todo diccionario. Al menos, hasta hoy. De haber sido entendidas por los carcelarios, en aquellos momentos donde se imponía la transa tránsfuga contra el poder, hubieran sido apresadas o castigadas como criaturas de la huida. Los dispositivos institucionales que ahora abogan por las buenas prácticas, el “lenguaje claro”, por ejemplo, en los fallos judiciales, no por eso dejan de ser, sin embargo, una persecución letrada contra grupos sociales que levantan su vida disidente en la periferia del Castillo de Kafka; una versión accesible a la burocracia que, aunque entendida en su logorrea, sigue siendo violencia.  

Otro significante travesti para definir mil significados que se escabullen de la vigilancia es “teje”, el nombre de la célebre publicación. Teje: trans, trans, tránsito, estallido de significados que te llevan desde la velación de un objetivo que se oculta, o un órgano que se escapa de su escondite, hasta la supervivencia económica. “Tengo un teje para pagar el alquiler”. “Se te ve el teje”. La palabra nómada suple aquello que no quiere caer en las garras del sujeto universal: teje no se entiende, sino que se sobreentiende. Si la claridad pretendida en la lengua del Estado es una obligación, el no ser transparentes es un derecho que ocupamos quienes no queremos abrir las ventanas de la casa, porque se nos mete la cana o el discurso sexogenérico familiarista. 

Derecho, entonces, a no ser entendido. A no ser transparentes. Un habla de microcombate contra los usos y abusos de la monarquía académica lingüística que cree estar aun unificando la península ibérica y desterrando moros y judíos. Porque por más que cada año decida salirse del trono para incorporar lo que ellos llaman localismos, americanismos, un habla de sobrevivientes de la colonización, no es renegar de la emergencia de culturas híbridas, sino poner en su justo lugar la interpretación de la conquista y la supervivencia de aquello que se resistió al exterminio. Lenguas originarias que deben soportar el término “oficializadas”, como si se tratase de un perdón mayestático. La construcción de una lengua marrana, indígena, trava, disidente, para comunicarnos entre nos-otras, un discurso de la intimidad de quienes no hemos sido huéspedes de los tomos reales, es hacerse cargo del “escabullirse incesante del lenguaje” en Merleau Ponty. Utilizar el lenguaje inclusivo es un derecho complicado de ejercerse porque posee mucho de batalla identitaria generacional, y habrá que preguntarse qué es en definitiva lo que quedará incorporado como uso en el tiempo. ¿La férrea defensa de esa mentira de un masculino neutro se irá disipando? Porque en este tiempo se está dando un combate en el territorio de la lengua, en el contexto de un salto histórico: la toma de la palabra por parte de las feminidades y los colectivos lgtbi. Pero lo cierto es que la lengua tiende a no complejizarse, pero encuentra puntos de fuga y en esa errancia se transforma, aunque todavía no sepamos cómo. Seamos sujetos políticos de esa transformación, en la medida que se produzca. 

PATORA Y PATORUZÚ

Federico Jeanmaire escribió una novela en la que la emergencia de un cuerpo trans que  reasignó el sexo feminiza a la vez el género gramatical -La creación de Eva (Tusquets)- y provoca en el lector una dificultad de comprensión que termina por sortearse y gozarse. Al cabo, hasta su madre anciana, al leerla, se asomó a ese caos gozoso, cayó en él y salió indemne. 

No sé si alguien recuerda a Patora, la hermana de Patoruzú, que hablaba descolocando al interlocutor. Educada en un convento, fea y apartada de los hombres, para ella no existía el género gramatical masculino, y sustituía el artículo “el” por “la”.  Ardiente por llevarse hombres a la alcoba, los llamaba “mi tipo” y así los incorporaba a su lengua húmeda. El personaje de El nacimiento de Eva y Patora no pedían un derecho, sino que lo practicaban, en un uso lingüístico inconsciente que no obstruía las relaciones intersubjetivas -no era solipsista- sino que develaba la no coincidencia de los géneros dentro los dispositivos de poder. La carne del lenguaje, las lenguas, siempre se refieren a algo más allá de uno mismo,  en un mundo de intercambios que jamás puede estar cerrado en sí.  

La carne del lenguaje minoritario está profundamente imbricada en el mundo. La disidencia de nuestra habla desbordante, que debió ser clandestina, como la del niño mariquita, para no ser entendida y desarticulada por el decreto académico de un Rey ni los efectivos policiales o el reto familiar, iluminó esas zonas desérticas donde buscaron confinarnos. 

La batalla continúa, también, en los zócalos de los medios hegemónicos, donde se sospecha la contribución del lenguaje inclusivo y disidente al debilitamiento de la lengua del gobierno. Una alumna del Colegio Pellegrini, con su pañuelo verde, es acusada de usar lenguaje inclusivo en la clase. Ese era el eje de la nota. Pero en el zócalo aparecía la leyenda “alumnos toman el Pellegrini en apoyo a la despenalización del aborto”. ¿Se entiende? 

Para escuchar este texto y mucho más: 1er Encuentro Internacional Derechos Lingüísticos como Derechos Humanos, organizado por la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba y el colectivo Malas Lenguas. Mesa: Lenguas, género y disidencia, hoy, 29 de marzo, a las 16.