"Nos podría pasar, me crea".
Julio Cortázar, Un tal Lucas.
Algunas noches extraño el aroma de la finca de Cornwall, pero sólo volveré a mi tierra cuando me llegue la hora de morir. No omita incluir esto en su publicación: amo este generoso país que tanto, tanto me ha dado. He sido inmensamente feliz desde el día en que decidí establecerme aquí para administrar personalmente mis tierras del sur. Incluso esta casa en la ciudad sería perfecta si no fuera por aquel pequeño defecto. No es gran cosa, aunque por suerte se trata del crematorio municipal y no del nacional o del provincial, de lo contrario trabajar aquí hubiera sido una tortura difícil de concebir, sin mencionar el desvalor que hubiera significado para mi propiedad. Pero siendo el municipal, ya se sabe que su actividad es casi exclusivamente administrativa.
No me quejo, el sexto piso es una buena ubicación: los ruidos llegan amortiguados y necesarios, apenas para recordarme que afuera existe un mundo. En cuanto a mí, ya ve, soy un hombre tranquilo y predecible. Quien quiera verme, sólo debe mirar hacia esta ventana a las cinco en punto; todos los días, a esa hora, me asomo a la calle mientras bebo mi té. Usted lo sabe: es la hora de la recolección.
Aunque ya no juego, espero con la ansiedad de tahúr el paso del recolector. Supe tener un 90% de efectividad. Antes era fácil registrar el score, ahora ya no lo puedo comprobar. Siento alguna nostalgia, pero reconozco necesaria la prohibición de publicar las nóminas, sobre todo después de los hechos de los que me reconozco plenamente responsable.
Mi cuñado, que como sabe es argentino y también comparte -o compartía mejor decir- esta afición deportiva, vive actualmente frente al crematorio nacional. ¡Mi pobre hermana, siempre peleando con la muchacha, como si la negligencia del personal doméstico fuera la única culpable del persistente polvo sobre los muebles!
En fin, mi cuñado y yo, le contaba, una tarde desgraciada decidimos medir nuestras habilidades bajo la presión de las apuestas. Eran apenas centavos, quizás algún billete, pero debido a que no se trataba tanto de las cifras como del honor, la cuestión nos obsesionó. Y ese fue el origen de los disturbios que hoy cumplen ya 10 años. ¿Todavía hay lectores interesados en esta clase de efemérides? En fin, eso lo saben ustedes.
No recuerdo quién desafió a quién, pero sí que Adolfito ganó la primera partida. Mala suerte; aquel día fue uno de los pocos en que funcionó el crematorio municipal y las cenizas, flotando a la altura del quinto piso, me entorpecieron la visión.
Su triunfo fue injusto: apenas acertó en dos cadáveres cuando mi media de entonces era de cuatro. Doblemente injusto en tanto que el azar también jugó en su favor: uno de los cuerpos -que él conocía perfectamente y no seré tan indiscreto como para señalar por qué- había sido el de una de las muchachas que trabajó en su casa.
Acepté mi derrota con dignidad, pero exigí revancha.
Desde entonces apostamos periódicamente y debo reconocer que la capacidad (o la suerte) nos benefició por igual; sin embargo, sigo sosteniendo mi superioridad. Se lo probaré. ¿Ve aquellos pies desnudos que parecen germinar de aquel cuerpo adiposo y anciano? Esos pies son de un niño de nombre Benjamín, un mocoso que durante las últimas semanas pernoctó en la entrada de este edificio. Fíjese en los pies, ¿alcanza a ver la cicatriz de los tobillos? Le apostaría algunos centavos si, como en los viejos tiempos, los diarios de mañana publicaran la nómina y usted pudiera verificar que no lo he estafado.
Pero no sólo de la observación directa se basan los aciertos; han de tenerse en cuenta, además, las leyes de probabilidad. Con el tiempo y la experiencia se logra determinar por el color de la piel, por los días que una persona lleva sin alimentarse, por la edad y por la contextura física, la fecha casi exacta de su muerte.
Claro que la práctica continua facilita demasiado el juego, lo torna casi aburrido; de modo que con Adolfito decidimos probarnos en situaciones más complejas. Nuestro flamante propósito sería, lisa y llanamente, embarrar el campo del adversario.
Seré sincero: si bien me reconozco instigador de la idea, ambos le dimos su forma definitiva. Para llevarla a cabo sería necesario transgredir las disposiciones municipales vigentes, y era éste, quizás, el ingrediente que la tornaba más atractiva.
Hasta entonces (y teniendo en cuenta que la recolección era semanal y no diaria, como ahora) habíamos totalizado dieciséis desafíos con una marca favorable en ocho para cada uno; yo fui el último vencedor de la modalidad original. Haciendo un cálculo veloz, tenemos que habían transcurrido no menos de tres meses y medio: el otoño y parte del invierno.
Quizá deba recordarle que aquél fue un invierno descarnado; desde entonces el recolector intensificó su trabajo: comenzó a cumplir el recorrido cada 72 horas.
Apenas tres días, ése era el tiempo del que disponíamos para plasmar nuestra estrategia. Comencé la mía con una investigación de campo: el promedio era de veinticinco mendigos por vereda, cien por cuadra; más de la mitad eran niños; de los restantes, seis de cada diez eran mujeres. Ya ve que los hombres, mal llamados del sexo fuerte, somos los primeros en caer. Los más fuertes podrían resistir, a lo sumo diez días; confeccioné un censo en el cual los identifiqué con letras y números según la posible sobrevida. Por ejemplo, en quienes sospeché la muerte inmediata los nombré A (A1, A2, etc, para individualizarlos); a los que podrían soportar un día, B; y así sucesivamente hasta la F. El resultado de mi rápida observación fue de un ochenta por ciento de efectividad.
Nada mal.
De no haber mediado una apuesta, esto hubiera bastado para mi vanidad.
Mi plan era sencillo: alimentar mínimamente a los A, B y C como para que pudieran resistir hasta el próximo paso del recolector.
El resultado fue óptimo: Adolfito no acertó un sólo nombre. Admito que yo tampoco, pero qué importaba desde que la meta no era ya acertar sino malograr los aciertos del contendiente.
Para la siguiente ronda, reconocida la lógica estratégica del adversario, empatamos en dos aciertos por bando: había que modificar el plan de juego.
Como en las dos últimas vísperas de recolección, alimenté apenas a los más débiles; pero esta vez ofrecí suculentas porciones a los que parecían más resistentes. Resultado: quienes debían morir esa noche, soportaron unas horas más; quienes morirían en los próximos días, perecieron en el acto entre dolorosos espasmos estomacales.
¡Éxito rotundo! Aunque pronto hubo que renovar estrategias, pues Adolfito ya sospechaba la mía, y yo estaba seguro de la suya: un perezoso envenenamiento a los indigentes más robustos, lo primero que se le ocurriría a cualquiera; sin embargo, debo reconocer que aquella falta de estilo resultó mucho más prudente que mi originalidad.
Como le decía, la búsqueda de una solución innovadora y gloriosa me condujo hacia la que, sospeché entonces, me daría la victoria definitiva. Era, en esencia, el mismo método descrito anteriormente, pero con el aditamento del factor azar: una moneda determinaría quién de los indigentes comía cada noche y quién no. Previendo dificultades, contraté los servicios de tres agentes armados para que me acompañasen en las recorridas y cuidasen que los desgraciados más fuertes no intentaran arrebatarme las raciones.
Llegué en la madrugada, hacía frío, tanto que preferí arrojar la moneda ante cada desgraciado desde el auto; si cara, comía.
La primera noche fue de suerte regular: algunos comieron; los más, no. En la segunda oportunidad sólo dos comieron; en la tercera ninguno, al igual que en la cuarta.
Logré desconcertar a mi cuñado. Incluso yo mismo me desconcerté, pues advertí que ninguno de los zaparrastrosos intentaba birlar las raciones a los afortunados y permanecían en sus sitios, hasta aparentando alguna felicidad por la suerte del otro.
La quinta jornada fue extraña; a todos le tocó en suerte comer.
La racha irregular se mantuvo; durante dos semanas, cada 72 horas, alimenté suculentamente a esos vagos advirtiendo como fortalecían su cuerpo y, lo que resultó peor, su espíritu.
Y así fue cómo generé aquella horda de seres convencidos de que la comida les correspondía por derecho "de existencia". El diario para el cual usted escribe no me trató muy bien, pero bien merecido lo tuve. El resto lo conoce, la policía actuó rápida y debidamente y eliminó a los infames antes de que fueran más allá del reclamo verbal.
Toda una tarde con la ciudad en vilo, eso fue lo que logré.
Las leyes son sabias y por algo prohíben a los ciudadanos alimentar a los indigentes.
Créame que no sólo aprendí una lección, sino que además perdí el vicio de apostar (algo que celebran mi esposa y el párroco). Hoy sigo jugando pero sólo por placer, apenas un pasatiempo. Además, sin las nóminas...
Mire, mire las calles. No está mal la vista desde aquí, pero los decesos han aumentado tanto que temo una reactivación del crematorio municipal. La calle se cubrirá de polvo y humo pestilente.
¿No es increíble que habiendo tantas muertes ocupen, sin embargo, cada vez más espacio ahí afuera? Debería investigar esa curiosidad para su diario.
¿Le sirvo otro té?


