Una de las curiosidades estadísticas de la Competencia Oficial Internacional del 21° Bafici –que en la tarde de ayer terminó de presentar a sus quince integrantes– es el hecho de que un tercio exacto de los largometrajes fueron realizados por duplas de realizadores. Ese es también el caso de la única película española de la sección, dirigida a cuatro manos por las jovencísimas directoras debutantes Marta Lallana e Ivet Castello, ambas nacidas a medidos de los años 90. Ojos negros es, además, el segundo “relato de crecimiento” luego de la uruguaya Los tiburones –cuya protagonista también rondaba los catorce años–, aunque aquí las reglas del juego son mucho más cercanas a la tradición clásica de este tipo de historias. La primera escena es un ejemplo de frugalidad cinematográfica bien entendida: el montaje sostiene un primer plano de Paula durante un par de minutos, mientras en off las voces de sus padres –aparentemente, separados– discuten acerca de la pertinencia de que la chica pase todo el verano en la casa de la abuela materna, ya anciana y bastante enferma, en un pequeño pueblo de la región de Aragón llamado Ojos negros. Las lágrimas brotan y el dolor se transmite sin palabras.

Luego de los títulos, la imagen de un rebaño de ovejas indica que el espacio de la acción ya no es el mismo: la joven, cuyos ojos duplican la tonalidad del título, va en auto camino a su nuevo hogar junto a su tía, una mujer que parece guardar varias capas de rencores bajo la piel. De hecho, la atmósfera del lugar no será precisamente amable, aunque las escapadas a los campos vecinos y la amistad con una adolescente del lugar abrirán las puertas de Paula –usualmente tímida y algo parca– para salir a jugar. Entre el descubrimiento de la primera menstruación, la aparición de diversos conflictos familiares de los cuales era absolutamente ajena y las travesuras junto a su nueva amiga, Ojos negros avanza hacia su resolución lógica: el fin del verano y de la estadía y, con esa clausura, el cierre de una era y el comienzo de otra. Pequeña y algo epidérmica, la película de Lallana y Castello se ve, sin embargo, con gran placer.

Placentera también es L’homme fidèle, segundo largo como director del actor (e inevitable “hijo de”) Louis Garrel. Otra gran primera escena: Abel se prepara para salir a la calle y a una nueva jornada de trabajo cuando su novia, con la cual convive desde hace años, le confirma que está embarazada de otro hombre, un amigo en común, con el cual viene manteniendo una relación paralela desde hace un tiempo. No sólo eso: en un par de semanas se casará con él. Corte y elipsis. Nueve años más tarde, ese “otro” fallece súbitamente y el reencuentro de Paul con Marianne (Laetitia Casta) se produce precisamente en el entierro. A partir de allí ocurren una gran cantidad de cosas que conviene no revelar aquí, pero es indudable que Garrel y la leyenda viviente del guion Jean-Claude Carrière se divirtieron bastante escribiendo las idas y vueltas de la historia, compacta (apenas 75 minutos) pero repleta de acontecimientos. Si bien el punto de vista es esencialmente el del personaje masculino, otras dos voces ofrecen sus miradas de manera alternativa: la de la propia Marianne, cuyo hijo ya tiene unos ocho o nueve años, y la más joven Eve, hermana del muerto y “groupie” de Abel desde su más tierna infancia (Lily-Rose Depp, hija de Vanessa Paradis y Johnny Depp).

L’homme fidèle parte de la sensibilidad de un Truffaut y se corre ligeramente hacia las formas del cine de Garrel padre, para recorrer luego los terrenos de Chabrol (y Hitchcock), regresando al punto de partida con breves paradas en el universo Rohmer. En otras palabras, la película es una suerte de batidora nuevaolera que utiliza todos esos elementos para construir una fábula moral (en el sentido rohmeriano del término) con pasajes de suspenso y otros de educación sentimental, un divertimento con aires irrestrictamente afrancesados. Podrán achacársele varias cosas al segundo esfuerzo del galán Garrel detrás de las cámaras -entre otras, cierta tendencia a la autoindulgencia, a la boutade narrativa-, pero para este cronista el disfrute de los avatares de Abel y sus mujeres no fue nada culpable.

El cierre de la Competencia Internacional le correspondió a la delirante We Are Little Zombies, ópera prima del director Makoto Nagahisa producida por la centenaria compañía Nikkatsu. Estructurada en capítulos, señalizados por separadores con estética de videojuego de bolsillo de los años 80, la película reúne a sus cuatro protagonistas luego de la ceremonia de cremación de sus respectivos padres y madres, todos muertos el mismo día aunque en circunstancias diferentes. No hay nada de tristeza en los chicos, sin embargo, y es por esa aparente falta de emociones que deciden autodenominarse “zombis”. Con un nivel de disparate narrativo sólo equiparado por el constante despliegue de juegos visuales y de montaje –que recuerdan al Takashi Miike de los inicios, en particular al de films como Andromedia o The Happiness of the Katakuris–, Nagahisa hace participar a sus protagonistas de diversas aventuras, hasta que un golpe de suerte los transforma en la banda de rock infantil más exitosa del momento, con hits como “¿Quién los mató?” y “Somos zombis pero vivos”. Sólo en Japón es posible financiar un film destinado al público más joven con semejante nivel de libertad creativa, absolutamente alejada de cualquier atadura a fórmulas comerciales al uso.

* Ojos negros se exhibe mañana a las 16 en Gaumont 1. L’homme fidèle repite mañana a las 18.30 en Gaumont 1. Y We Are Little Zombies se verá hoy a las 12.30 en Multiplex Belgrano 4 y el domingo 14 a las 18 en Gaumont 1.