Mi padre amaba el tango. El fondo acústico de mi infancia estuvo asociado a esa música. En algún momento, más que los compases, comencé a escuchar las letras de los tangos, y comprendí que allí podía haber una vasta usina poética. Homero Manzi escribía textos magníficos que, por entonces, yo relacionaba con la exquisitez y que presentía destinados a mi secreta escucha. La descripción de Pompeya y Boedo, el registro en sus textos del cielo nocturno, el fango y el misterio de un tren me impresionaron fuertemente. Quizás en ese momento descubrí que la poesía podía no sólo ser leída en silencio, sino también escuchada. La poesía como una música autónoma. Me provocaba curiosidad algo que luego pude comprobar con mayor precisión: la destreza del letrista. El autor debía adaptarse a los límites de la melodía. A partir de esos límites, no obstante, podía contar una historia, o dejar estampado un cuadro urbano lleno de sensaciones y colores. 

Recuerdo que casi terminada la secundaria, con un amigo hicimos una revista. Algo nuevo comenzaba. Concluía una etapa, se iba la adolescencia congelada por el hielo de la dictadura, y se podía inventar algo que me alejara de la escuela para siempre. La excusa fue ir a sacar fotos que acompañarían una nota de la reciente publicación: comenzamos en Boedo y terminamos en Barracas. Los barrios del sur, que yo había descubierto gracias a Manzi, empezaron a tener el relieve de una fisonomía. Mi intención era saber si aún quedaban restos de aquello que había registrado el tango. Persistían algunos cafés derruidos, adoquines, ladrillos de antiguos paredones y fragmentos de las vías del tranvía en desuso. La ciudad se había despedido, casi para siempre, de ese paisaje parecido a una ruina arqueológica. 

Otro Homero empezó a conmoverme por su modo de reconocer la ciudad, asociado al vértigo y el nervio óptico de los transeúntes. Un día escuché Tristezas de la calle Corrientes en la versión de Roberto Goyeneche, cuya letra pertenecía a Homero Expósito. Ese tango, que en mi infancia había pasado desapercibido, empezó a tener una dimensión vital: “Calle / como valle / de monedas para el pan... Río / sin desvío / donde sufre la ciudad”. El Polaco cantaba los versos del texto con moroso deleite. En mis oídos revivió un tango que tenía como tema una avenida que yo comenzaba a frecuentar. Si bien había sido escrita en los años 40, quise ver en la letra de Expósito una cierta contemporaneidad. El autor comparaba la avenida con un “río / sin desvío”. Esa rima próxima era un hallazgo pues le daba una resonancia al texto que, en algún punto, lo independizaba de los acordes. Impregnada de tristeza y herida por el puñal del obelisco, la calle Corrientes coincidía con la descripción. Extrañas metáforas, exageradas comparaciones confirmaron mi intuición infantil: el oficio del letrista era, sin duda, una actividad ardua que requería de cierta técnica y de cierta artesanía verbal para ajustarse a las pautas de la música pero también para sortear sus límites en busca de la plenitud poética: “Los hombres te vendieron / como a Cristo.../ y el puñal del Obelisco / te desangra sin cesar...”. Una singular vibración captó Expósito: en este caso no se ocupaba de los barrios laterales, ni de las orillas en lenta transición hacia el campo. Se ocupaba del centro vertiginoso de la ciudad. 

Por entonces yo era un estudiante universitario. En los tiempos libres, un poco famélico, prefería no comer y gastarme el dinero del almuerzo en libros de saldo que para mí eran gemas y tesoros. La librería Libertador fue objeto de culto, ya que por precios accesibles podía obtener libros de poesía, narrativa y crítica. Al promediar los años 80, la calle Corrientes era el sitio de muchos eventos culturales que la incipiente democracia empezaba a iluminar. Los lugares de lecturas y recitales fueron territorios que frecuenté con tenacidad, además del centro cultural Rojas, el teatro San Martín, las librerías Gandhi, Liberarte, Hernández, el café La Giralda... Supongo que era el rito de una iniciación no muy original. Las cosas de algún modo amanecían otra vez, y en esa magia, todo era nuevo para mí. La avenida Corrientes empezó a tener el significado de la libertad y, paradójicamente, de la protección. La letra de Expósito me parecía clave para descifrar el más íntimo secreto de una calle que yo deseaba que me albergara de modo natural. Sé que es extraño: procuré conectarme con una parte de la ciudad a través de un viejo tango. Todo era como una alucinación: hacer convivir el pasado con el presente. Actuaba como Don Quijote que había adecuado la realidad exterior a las tramas de las novelas de caballería, sólo que en mi caso yo lo hacía a través de una canción. Poco a poco fui desembarazándome de esa locura y adquirí mi propia experiencia diurna y nocturna. Pero yo ya había presentido el paisaje de esa avenida casi como una visión. El tango de Expósito incorporaba un rasgo de modernidad a través de sus afiches y carteles, como si el autor hubiera revivido algo de las calles parisinas de Baudelaire: “Tus letreros sueñan cruces. / Tus afiches carcajadas de cartón...”. Esos elementos dotaban al sitio de un aura todavía mayor. Los cafés y los cortados que menciona el texto ablandaban el camino de las demoras y las esperas. Bares y pizzerías fueron por entonces los lugares en los que comencé a encontrarme con amigos, conocidos, compañeros de ruta, escritores, conversando seguramente de proyectos y también de delirios de toda índole. ¿Qué se busca en la letra de una canción? ¿Qué escuchamos? No podría responder. Solo sé que en determinadas circunstancias de la vida, cuando era muy joven, encontré unas palabras, y me aferré a unos versos que, en el vértigo y el caos del crecimiento, sin comprender del todo por qué, fueron como una balsa en medio del mar.