(ADVERTENCIA: esta columna está llena de SPOILERS sobre “Winterfell”, primer episodio de la octava temporada de Game of Thrones)

Y acá es donde la cosa se complica: dos Targaryen son multitud cuando hay un solo Trono de Hierro. Pasaron un año, siete meses y dieciocho días desde el cierre de la séptima temporada de Game of Thrones, hubo tiempo más que suficiente para masticar el asunto, y sin embargo tuvo que empezar a transcurrir “Winterfell”, el primero de los seis episodios finales, para que empiece a caer la ficha de lo difícil que será destrabar algunos entuertos.

El esperadísimo debut de la Temporada Ocho –con una renovada y preciosa apertura por los “interiores” de cada escenario- fue, como quien dice, el Festival Westerosiano del Encuentro. A la cabeza, por supuesto, ese abrazo entre Jon Snow y Arya, los outsiders de la casa Stark, que se habían visto por última vez en el segundo capítulo y desde entonces les pasaron algunas cosas: el candor con el que la killer norteña responde “una o dos veces” a la pregunta de si usó la espada Needle fue solo uno de los detalles de una escena con mucho jugo, sobre todo por las veladas advertencias de Arya sobre defender a la familia. Pero también volvieron a cruzarse Jorah Mormont y su salvador Sam Tarly, quien de paso vino a enterarse del destino de su padre y su hermano por la misma reina que los ajustició: al menos Daenerys le ahorró el detallecito de que en el asunto tuvo que ver uno de sus dragones.

Arya cruzando miradas con Gendry y los hermanos Greyjoy reconciliándose tras un hermoso cabezazo tucumano de Yara a Theon; Cersei dándole su premio a Euron y reconociendo que “nunca conocí a nadie más arrogante” para inmediatamente marcarle la cancha y rajarlo de sus aposentos; Tyrion presentándole sus respetos –y algún reproche por borrarse de King’s Landing tras la muerte de Joffrey- a Sansa; Arya y el Perro lanzándose pullas jodidas pero con mutuo respeto; Edd el Doloroso cruzándose con Tormund en uno de los pasos más francos de comedia de todo el episodio, cuando el Guardia de la Noche se alarma porque el pelirrojo tiene los ojos azules y éste le recuerda que siempre los tuvo de ese color; y por supuesto, la escena finalísima, el remate de esa frase del Cuervo de Tres Ojos a Sam (“Estoy esperando a un viejo amigo”) con Jaime Lannister arribando a Winterfell solo para encontrarse con la seca mirada del pibe que tiró por una ventana allá lejos y hace tiempo. Entre tanto cruce de personajes, no queda sino agradecer que David Benioff y D. B. Weiss se hayan guardando en la manga el reencuentro de Tormund y Brienne de Tarth, una de las grandes ausentes de este episodio.

El otro que solo dio muestras a través de un sanguinario mensaje fue el Night King, con su instalación artística con el cuerpo del niño Umber (pregunta accesoria: ¿cómo cornos podrían saber Edd y Beric Dondarrion que ese era el niño Umber?), pero está claro que ya habrá tiempo de pantalla para él. El núcleo de “Winterfell” pasa por el conflictivo asunto de Jon, Daenerys, Arya y Sansa, cuya imagen crece más y más (“La boda de Joffrey tuvo sus momentos”) y no se resigna a que su hermano haya resignado la corona por esa chirusa platinada que le responde que los dragones van a comer “lo que quieran” durante su estancia en el norte. Tienen razón las Stark en su desconfianza: la última vez que la realeza pisó su barrio papá Ned terminó decapitado, y a Catelyn y Robb no les fue mucho mejor.

Pero además el larvado conflicto entre los Stark y la Targaryen está a punto de quebrar su balance: al fin Sam le reveló a Jon quiénes son sus verdaderos padres, su pertenencia a la dinastía de los dragones y por lo tanto su legítimo carácter de monarca de los Siete Reinos. “Renunciaste a la corona para salvar a tu pueblo, ¿hará ella lo mismo?”, tiró Tarly, y más allá de que esté algo resentido con la Madre de Dragones tiene algo de razón y lógica.

La cuestión es que, bueno, Daenerys es la madre de los dragones. Y basta reparar en los ojitos de Drogon fijos en el ex bastardo cuando se puso a besuquearle la vieja. Y en el ejército de Inmaculados y la tropa Dothraki: si de pronto sobra un Targaryen, más allá de la acaramelada imagen de la parejita volando con sus dragones en el paisaje nevado, Jon no parece tener una buena mano si la cosa se pudre. Además, oh detalle: Daenerys es su tía, y ya se sabe lo puntilloso que suele ser el muchacho en cuestiones morales.

Al cabo, algo de razón tenía Cersei en quedarse en la Fortaleza Roja y apostar a que en el Norte se desataran las catástrofes habituales entre clanes, y ahora con el Ejército de los muertos. De cualquier manera, su cara de decepción cuando Harry Strickland le dice que no, que la Compañía Dorada no trajo elefantes, fue otro de los grandes momentos de este nuevo arranque de Game of Thrones. La cuenta regresiva está en marcha. Y lo único que se ve son nubes de tormenta.