Desde París 

Cuando un accidente sin víctimas mortales daña uno de los monumentos de la arquitectura barroca más conocido del mundo, provoca enseguida una emoción planetaria sin precedentes, desencadena en París escenas de honda tristeza y, luego, abre un debate estético y una controversia fiscal y política, entonces el incendio que destruyó parte de la catedral de Notre Dame se convierte en un relato de cinco dimensiones del cual no están ausentes las tramas policiales. El plazo de cinco años para la reconstrucción de Notre Dame evocado por el presidente francés Emmanuel Macron suena ahora como una apuesta por la providencia. El lapso es demasiado estrecho, tanto más cuanto que aún se está evaluando la magnitud de los destrozos que provocó el incendio cuyo origen persiste en ser un misterio. Es una incógnita agravada por otro dato decisivo: la “escena del crimen” se esfumó entre las llamas y lo que subsistió de ella es, por el momento, inaccesible. Cuarenta investigadores de la Brigada Criminal de la Policía Judicial tratan de componer una figura que explique lo ocurrido. Ninguno de los cuerpos implicados en la investigación logró explorar toda la zona del siniestro, por cuanto la estructura corre todavía el riesgo de derrumbarse. Los ingenieros de la policía científica cuentan con utilizar drones para observar más de cerca lo que pudo ocurrir. La alarma de incendio sonó dos veces: a las 18 y 20 y, cuando era demasiado tarde, a las 18 y 50. Accidente, acto involuntario, negligencia o gesto criminal, todas las hipótesis están abiertas. 

Ayer se recuperó entre los escombros el gallo de cobre repujado que se encontraba en la parte más alta de la aguja que se derrumbó. Esa aguja, conocida como “la flèche”, fue diseñada y colocada entre 1859 y 1860 a 93 metros de altura por el arquitecto Eugène Viollet-le-Duc. Junto a la crónica de los hallazgos y las pérdidas se deslizó la controversia sobre la forma de restaurar esta perla de la arquitectura y de la memoria de Francia. Emmanuel Macron dijo que la catedral sería “más bella de aquí a cinco años”. Se trata de saber si se la refaccionará igual o, de una u otra manera, se la modernizará. La discusión gira en el eje fidelidad a su estilo o reactualización. ¿Cómo, con qué materiales? El presidente de la orden de arquitectos, Denis Dessus, admitió que no saben si “deben imaginar una catedral del siglo XXI”. Reconstruir el techado con los mismos materiales expondría a la catedral a un riesgo de incendio similar. Demasiada ansiedad, y demasiado pronto para decidir. El antagonismo sobre cómo se procederá vino acompañado de otro: las promesas de donaciones destinadas a la restauración alcanzaron los 850 millones de dólares. Particulares, grandes fortunas, bancos y multinacionales pusieron la mano en el bolsillo. Sin embargo, desde los chalecos amarillos hasta la izquierda radical de Jean-Luc Mélenchon denunciaron tanto la “operación comunicación” detrás de esas donaciones como los posibles beneficios fiscales de las mismas. Resulta por demás chocante que algunas fortunas de peso hayan anunciado que donarían 100 millones de euros (François-Henri Pinault) cuando, paralelamente, las prácticas fiscales de su grupo (Kering) son tan oscuras como las cenizas que cubren la catedral incendiada. La familia Arnault, al frente del grupo LVMH, prometió 200 millones de euros, lo mismo que los Bettencourt (L’Oréal). Ambos son asiduos clientes de los paraísos fiscales. La ley (ley Aillagon, de 2003) prevé que las inversiones en cultura pueden beneficiarse con una rebaja del 60 por ciento de impuestos. François-Henri Pinault adelantó que renunciaba a esas “ventajas” fiscales. Por ahora ha sido el único. En cuanto a los particulares, la desgravación llega al 75 por ciento hasta los 1000 euros. El primer ministro francés, Edouard Philippe, prometió que el gobierno elaborará una nueva ley que garantice “la transparencia” de las donaciones. El problema reside en que si las desgravaciones fiscales llegan a esos niveles, quien pagará la reconstrucción será todo el mundo a través de los impuestos. Por otra parte, las sumas adelantadas por los muy afortunados (100 millones, 200 millones) hicieron saltar a sindicatos como la CGT, cuyo secretario general, Philippe Martinez, apuntó “a las desi- gualdades que existen en el país”.

El debate lo cierra la habilidosa posición del presidente, quien, una vez más, se subió al barco de la conmoción para “rebotar”. Algunos le critican su sobreexposición en los medios. Es lícito admitir que ese mismo día el presidente tenía previsto una intervención nacional por la revuelta de los chalecos amarillos. La catedral trastornó el escenario, pero no el juego del actor. País de debates agudos, de constante crítica, apasionado por las ideas y la impugnación de casi todo lo que es más o menos oficial, excelso en el arte de protestar (por suerte), Francia se recupera de a poco de la conmoción que desencadenó el incendio de la catedral. Vista desde la parte de atrás, a partir del punto de uno de los puentes que cruzan el Sena, la catedral se asemejaba a un navío anclado en la eternidad. Hoy se parece a un barco herido por la tormenta. Las aguas rabiosas de las polémicas y los litigios alteran su incierta convalecencia. 

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