Las tres emes marcan el camino de la muerte, el horror, la locura y algunas cosas más en el segundo largometraje de Alejandro Fadel, una de las escasísimas incursiones autorales del cine local en un género usualmente atravesado por la aplicación al pie de la letra de prescripciones derivativas. En Muere, monstruo, muere todo comienza, al pie de la Cordillera de los Andes, con los balidos de unas ovejas ensangrentadas y la imagen de una mujer que se tambalea mientras intenta sostener su cabeza, a punto de desprenderse del resto del cuerpo.Ese “érase una vez...” sanguinolento ,anticipa otras mutilaciones que aún no han llegado a destino, pero de ninguna manera alcanza para describir una película que bebe de los líquidos vitales de la literatura de H. P. Lovecraft y del cine entendido como espacio para la descripción de terrores difíciles de conjurar con la letra escrita. Horas más tarde, cuando el sol ha caído en ese paraje montañoso y aislado, un plano general registra la llegada de dos vehículos de la policía local, testigos originales del primer eslabón en una cadena de horrendos crímenes cuyas víctimas resultan ser, de manera aparentement eindefectible, un conjunto de mujeres, todas ellas habitantes del lugar. El interrogatorio al esposo de la campesina, bastante mayor que ella, tiene todas las marcas del prejuicio. ¿Quién más, si no, pudo haber acabado de manera tan espantosa con su vida? A pesar de ello, la extrañeza de sus respuestas y las circunstancias y detalles del óbito (“¡Llamen a Científica!”, gritará el capitán, por primera pero no última vez) anticipan que no todo es ni será como siempre aparentó serlo y que la aplicación de la ciencia nunca será suficiente para resolver el misterio. El hallazgo de la cabeza perdida, impregnada de una pegajosa sustancia verdosa de origen desconocido, siembra la primera pista (o el primer señuelo) para que el espectador imagine los posibles senderos a recorrer a partir de ese kilómetro cero. Pero en Muere, monstruo, muere –presentada hace casi un año en la sección Un certain regard del Festival de Cannes y de inminente estreno local, anunciado para el segundo jueves de mayo– los senderos se bifurcan una y otravez, dibujando finalmente un mapa laberíntico cuyo camino de salida puede ser tanto la insania más absoluta como el primer paso hacia una nueva condición (in)humana.

Alejandro Fadel, mendocino de nacimiento pero afincado en el corazón de Villa Urquiza desde el final de su adolescencia, llega a la entrevista vestido con un atuendo particular: en su remera, la silueta negra sobre fondo blanco de un ser extraño y monstruoso fue delineada con trazos inconfundiblemente infantiles. “Lo hizo la hija de una de las productoras. Es lo más cercano al merchandising que hemos hecho”, bromea el realizador, antes de afirmar que no resultó nada sencillo conseguir un distribuidor dispuesto a acompañar el lanzamiento de la película. Comentario un poco triste y, al mismo tiempo, un poco lógico en tiempos de creciente compartimentación y seguros de riesgo imaginarios ante la posibilidad de que el espectador no encuentre exactamente lo que supone le fue prometido. ¿Es M. M. M. una película de terror a secas, un thriller policial con elementos fantásticos, una investigación cinematográfica sobre los límites de la cordura, una alegoría de las relaciones humanas y sus “fantasmas”, en el sentido más francés posible de la espectral palabra? El ambicioso juego que propone Fadel es, en varios sentidos, similar al que imaginaba en su ópera prima, Los salvajes, donde la posibilidad de recrear el western en otros ámbitos señalaba el primer mojón de una deriva hacia territorios y horizontes inesperados. “Muere, monstruo, muere es una película muy honesta con mi primera cinefilia, cuando descubro que las películas tenían un director. Alguien exponiendo una visión del mundo, que no eran simplemente algo que uno veía y disfrutaba”, comenta Fadel a propósito del germen de la idea. “El fantástico en general me conmovía y me llamaba. Nosferatu, de F. W. Murnau, pero también Freaks, de Tod Browning, una de mis películas favoritas. Películas que me llegaban en VHS gracias a ese amigo mayor que todos necesitamos para salir del sopor del pueblo. Tenía quince años y me iba a dedo ochenta kilómetros para comprarme figuritas de los monstruos de la Universal. Me fascinaban Lugosi, Karloff, Lon Chaney, Peter Lorre; ahí también alquilaba casettes por una semana entera para, a la siguiente, repetir el ritual. Era eso, la excursión cinéfila y las atrocidades más clase B que se conseguían en el pueblo, siempre al lado del porno. Con los años la cinefilia se expandió y le perdí un poco el gusto al fetiche, aunque mi hija a veces encuentra por ahí tirado un muñequito de Michael Myers. Pero siempre seguí viendo películas de terror o películas que pusieran la idea del naturalismo en estado de pregunta. Me gustaría que Muere, monstruo, muere intente reunir ese nacimiento lúdico de amor al género con una reflexión sobre el mismo, quizás atravesada por lecturas posteriores”.

Tu película previa, Los salvajes, también partía de un género popular, el western, para construir otra cosa.

–Cuando pensaba Los salvajes la veía como una interpretación personal de El increíble hombre menguante, de Jack Arnold, un relato de ciencia ficción llevado al concepto de la película misma. Es decir, una película que va menguando y perdiendo su discurso. ¿Qué ocurre como espectador cuando el género, la certeza, en este caso el western, se va deconstruyendo hasta casi desaparecer? Siempre creí, además, que Los salvajes era una película política para ese momento, aunque casi nadie la leyó así. Tal vez fue mi inexperiencia como director, pero la intención era que, en una época en la cual los discursos políticos y los grandes relatos, la épica, parecían resurgir para sostener un sistema de poder, la película jugara un poco con ese concepto. Si el western narra el nacimiento de una nación, yo quería recorrer el camino inverso. Muere, monstruo, muere se emparenta con eso, pero está hecha por alguien que vivió un poquito más y es más neurótica, mas enroscada quizás. No intenta que el discurso vaya desapareciendo en busca de un posible renacer espiritual sino de enrarecerlo todo para ver si, a partir de ese nuevo orden de palabras, puede surgir otro tipo de verdad. Pensaba en el psicoanálisis más duro pero, sobretodo, en la poesía”.

Pueblo chico, infierno grande

En pueblo chico siempre se cuecen habas: el agente Cruz sale cada tanto con Francisca (Tania Casciani), la mujer de David. El último encuentro entre ambos, antes de que el terror ataque de nuevo, se produce en un hotel alojamiento, zona de roces y de cuerpos desnudos todavía vitales, funcionales, completos. A Cruz, interpretado por el debutante Victor López, le cuesta pronunciar ciertas palabras y frases, problema que irá en aumento a medida que las señales de que algo raro está ocurriendo comiencen a aumentar de manera exponencial. Su cuerpo también transmite cierta incomodidad, excepto cuando se libera de toda traba y cerrazón, en circunstancias muy puntuales, cuando la música incita al baile. Su jefe, el Capitán (un Jorge Prado que juega con los arquetipos del detective cinematográfico en cada una de sus frases y miradas, rozando las fronteras del humor) conoce la relación del subalterno con la mujer del rubio, aunque sólo pone los puntos sobre las íes cuando una nueva conmoción criminal sacude al pequeño círculo de habitantes. Esteban Bigliardi, sin cuyo rostro sería imposible imaginar el cine de los realizadores Alejo Moguillansky, Matías Piñeiro y Rodrigo Moreno, entre otros, construye un David que es puro nervio y angustia, pero que intenta denodadamente vehiculizar todo aquello que lo carcome mediante el uso del lenguaje. Detenido y encarcelado en un hospital psiquiátrico de la zona declara, ante la doctora que sigue su caso, que “también existe el horror de las imágenes, pero eso no es expresable”. El autor de El color que cayó del cielo podría asentir, firmar y sellar esa sentencia sin dudarlo ni un sólo instante. “Y después de esa frase el mismo personaje dice ‘Es lo que la medicina llama cine’”, completa Alejandro Fadel. “Eso no lo inventé yo, lo saqué de una entrevista que le hizo Lacan al Sr. Primeau, un psicótico, poeta y matemático, en los años 60. A mí no me daría el culo para inventar esa frase. Es muy ambiciosa. Pretenciosa y ridícula casi, una zona de riesgo en la cual la película se mete varias veces. A la vez, me causó un gran impacto la primera vez que la leí, contenía sentido y a la vez era incomprensible y condensaba un poco la emoción que imaginaba para la película: la frase como piña, como verdad, corrida de eje. La película orbita en la relación entre las palabras y las cosas, entre aquello que se puede nombrar y aquello que no, y qué hay en el medio de ese vacío. Es como cuando uno está muy enganchado con alguien y la palabra pierde el valor para poder expresarlo. O como cuando se siente mucho miedo o ansiedad. Ahí es el cuerpo el que comienza a hablar. Y sí, es una película que, a partir del lenguaje, pretende llegar al cuerpo, no de manera intelectual sino como experiencia física”.

La relación con Lovecraft (como ocurre con Poe, siempre se vuelve a él) y con las películas que, de manera literal o indirecta, han recreado su particular universo creativo, permite que la conversación derive en citas y relaciones cinéfilas. Y en una certeza: los mejores films lovecraftianos suelen ser aquellos que abordan lo insondable, el misterio y el horror de los “antiguos”, sin nombrarlos directamente. En la boca del miedo, de John Carpenter, desde luego. Y Posesión, de Andrzej Zulawski, sin dudas. Para Fadel, todas esas películas son lovecraftianas en el sentido de que “siempre parece haber un horror debajo de los personajes y no sólo concentrado en un elemento central, como podría ser un monstruo. En M. M. M. me interesaba la idea de crear un ambiente, una atmósfera o, si se quiere, un magma, que pareciera estar contaminándolo todo. Lo que tienen esas películas que nombramos es que dan la sensación de que todo está infectado, ¿no? Un estado de terror que es más importante que el impacto en sí mismo. Hoy el cine de terror está muy volcado al golpe visual y sonoro, algo que, a mi criterio,se vuelve mucho más efímero. Por ejemplo, en la película de Zulawski, hasta que no aparece la criatura toda la película está contaminada por un estado de maldad o locura, ese mismo virus que atraviesa las películas de Cronenberg o la niebla que llega a la bahia”.

El intercambio deriva en un largometraje reciente del mexicano Amat Escalante, La región salvaje, producido casi en paralelo al film argentino, en el cual un monstruo tentacular y lascivo permite a los personajes alcanzar cotas de placer sexual inimaginables. “Tanto Escalante como yo vimos Posesión, eso es seguro”, afirma rotundamente, con una sonrisa, Fadel. “Pero La región salvaje tiene un evidente componente social. El monstruo representa algo concreto que la película no teme en expresar.  El mal social está condensado  en la criatura. En el caso de Muere, monstruo, muere traté de que la criatura no fuera en una única dirección concreta de representación, a veces mediante el absurdo y el humor, a veces mediante pistas falsas o derivaciones narrativas que no terminan de explicarse. Intenté sembrar pistas que puedan hacer pensar en diversas direcciones, que abran preguntas. No me considero un director que vaya a hacer siempre cine de género. Es la trama la que permite volcar ciertas ideas o imágenes. Por ejemplo, imágenes de lugares. Sucede que antes de escribir una historia ya sé qué paisajes quiero filmar y cómo se llega a ellos, en términos estrictamente físicos, cuánto se camina, qué equipamiento llevar, que vehículo conviene. Me gusta armarme un mapa de lugares antes de ponerme a escribir la historia. Es mi guía documental”.

Los horrores del silencio

Quien haya pasado cierto tiempo sentado en silencio frente a la majestuosa imponencia de las montañas mendocinas habrá sentido algo en su cuerpo, como una corriente eléctrica o un mensaje codificado. ¿Las montañas pueden hablar el mismo lenguaje que los humanos? La imagen de los picos y mesetas montañosas, deformados por un simple pero efectivo truco óptico, reproducen un código secreto y primigenio. Un secreto guardadodurante centurias,hasta que la criatura, el monstruo, se transforma en su portavoz, a la vez amenaza y destino ineludible, cazador implacable y deidad pagana. Pero tal vez lo realmente extraño no sean los cuerpos despedazados, los enormes dientes incrustados en los cuerpos de la víctimas o la imposibilidad de David de describir aquello que le está ocurriendo, sino el hecho de que antes del parto Muere, monstruo, muere fue gestada como un proyecto documental. Una forma muy particular de buscar locaciones para un film de ficción en ese momento inexistente. “Después de Los salvajes quería volver a rodarde inmediato y arrancamos a filmar en lugares que, finalmente, quedaron en la película: un regimiento militar de frontera, un psiquiátrico de provincia, una estación meteorológica abandonada y un monasterio. Pero me di cuenta de que el documental de observación se había vuelto una forma económica pero demasiado codificada de hacer una película y la idea dejó de entusiasmarme. Inevitablemente la ficción se impone. De todas formas, fue una manera extraordinaria de conocer personajes que, por decisión propia o no, viven muy al margen de un mundo, el de la vitivinicultura, que es lo que se suele asociar casi de inmediato con Mendoza. El punto de quiebre para la entrada de la ficción fue una foto de la Laguna del Diamante, que está ubicada a unos 3000 metros de altura en San Carlos, y en cuya superficie se refleja perfectamente el Volcán Maipo. De ahí surgió la imagen de un triángulo, un triángulo amoroso cuya punta es una mujer, y de lo que pasa cuando ella desaparece. Es decir, la idea de narrar la historia a partir del reflejo de ese triángulo, el lado opaco, centrado en lo que ocurre cuando desaparece el amor, el afecto, esos vínculos frágiles que parecen ser lo único que tienen estos personajes para lograr sostenerse en el mundo. Ese vacío fue el que lanzó la flecha, la posibilidad del terror. Y de ahí al bichito no faltaba mucho. Me gustaría pensar entonces que esta es también una película sobre el amor, su presencia y su carencia”. 

El “bichito”, con su extraña anatomía, es el motor del cambio de esos hombres consumidos por la búsqueda del culpable de los crímenes. Un ser amorosamente sexuado, a pesar de su aparente carácter de animal depredador. ¿O acaso ambas cosas son exactamente lo mismo? “No quería un juego dialéctico directo. Entiendo que la primera lectura que puede surgir de la película, en estos tiempos de búsquedas de certezas, es que el monstruo es EL patriarcado, una suma de símbolos inexorablemente masculinos. Sin embargo, intentamos que el monstruo tuviera una sexualidad más compleja, híbrida tal vez, hermafrodita, autoreproductiva, no sé, una sexualidad nueva, corrida de lugar e imposible de normalizar o domesticar. Ahí sí creo que se abre un debate con la política y el presente, donde las sexualidades y corporalidades, encerradas y herederas de las mismas ideas por siglos, y generadas por sistemas de poder verticalistas y masculinos, están siendo puestas en crisis. Y ahí me permito volver a la idea formal y lúdica: mis preguntas como cineasta eran: ¿Cómo filmar un cuerpo extraño? ¿Cómo filmar un cuerpo nuevo? ¿Cómo relacionarlo en el plano con los actores y actrices? Digamos que trabajé a partir de la artesanía e intenté hacerle caso a Bazin”. Pero mucho antes de que esa figura fantástica se haga evidente, el tejido de la cordura comienza a horadarse en David, en Cruz e incluso en el Capitán, que vuelve a gritar por enésima vez pidiendo que la Policía Científica se haga presente en el lugar del último hecho de violencia. El western vuelve a asomar la cabeza en esos planos de paisajes tan bellos como inhóspitos, antes del arribo a la cueva, el lugar donde las máscaras terminan de caer y el dominio de la normalidad se derrumba envuelto en imaginarias llamas. Una instancia de revelación final cuyas indescriptibles connotaciones tienen un sutil anticipo en una de las secuencias más sencillas, bellas y logradas del film, un viaje lisérgico hacia el interior de un túnel montañoso, convertido en eltránsito hacia un infierno infinito o un paraísoeterno y sin retorno.

“Lo que menos me interesaba era retratar los paisajes de Mendoza, que conozco muy bien, con una mirada naturalista o pictórica, en el sentido convencional de belleza paisajística. La intención fue que sean vistos bajo esa especie de fiebre que parecen tener los personajes; que los paisajes mismos estuvieran, de alguna manera, contaminados por la fuerza que los está moviendo. La secuencia del túnel es un pequeño homenaje a Hitchcock, buscar la sencillez de la puesta en escena, generar suspenso con pocos elementos y recursos puramente cinematográficos: una luz, una voz recurrente, una imagen que se vuelve oscura e infinita”. La última pregunta cae de madura y está ligada al obsesivo trabajo de encuadre y al movimiento de los actores –incluido “eso” que los amenaza– en cada uno de los planos, anchos y generosos. “Hay una paradoja ahí que me intriga y me moviliza”, afirma Fadel sin dudarlo. “En mis dos películas se generaron situaciones de rodaje que tendían al descontrol, consecuencia de irnos a filmar muy lejos, muchas veces con menos equipo del necesario, sin tener todo absolutamente claro. Pero cuando miro el cuadro tiendo al orden, a cierta forma de composición. Tensar esa relación entre experiencia y puesta en escena. Porque, básicamente, para mí filmar es estar en presente (¡siempre se filma el presente!), compartir tiempo con amigos, aprender algo nuevo en cada película,viajar y conocer lugares y personas y, en el mejor de los casos, volver de allí con imágenes y sonidos que contengan esa potencia vital en la pantalla. Creo que esta tensión de la que hablo es lo que me permite estar todo el tiempo atento a lo que el azar pueda regalar, a que lo imprevisto se cuele en el plano y pensar cuánto de ello necesita de mí y cuánto de ese regalo le pertenece exclusivamente al film”. Mientras tanto, las mujeres sin cabeza siguen floreciendo en los campos y la baba cetrina empapa las fauces de los cazadores. Muere, monstruo, muere también es conocida –en los mercados de habla inglesa– como Murder, Me, Monster (“Mátame, monstruo”), otro juego de espejos con el lenguaje cuyo reflejo no es tanto la antítesis de la imagen real como su más perfecto complemento.