En abril, mientras Ariana Grande cerraba el festival Coachella, Billie Eilish conoció a su primer amor de la música: Justin Bieber. La escena es hermosa –cómo ambos reaccionan acorde a ídolo y fan y después se abrazan durante más de veinte segundos– y avejenta de más a Justin, que con 25 años acababa de anunciar hiato musical y paternidad, y por alguna razón –el lugar es el desierto de California pero él está cada vez más excéntrico– tenía puesto un barbijo. Por lo demás, vestían como si tuvieran la misma edad: ropa deportiva de diseño. Billie había debutado en el festival el día anterior, en la segunda línea de importancia de la grilla, con 17 años. 

Llegó el día y es de ella este récord redondo: la primera artista nacida en los 2000 con un álbum en el número 1 de Billboard. When We All Fall Asleep, Where Do We Go? (cuando nos dormimos, ¿a dónde vamos?), el disco que grabó con el hermano en la casa, pero editó Interscope (Universal), fue la preventa más exitosa de la historia de Apple Music, y Spotify celebró con una exhibición interactiva, The Billie Eilish Experience, donde colaboró Takashi Murakami. “A veces no puedo respirar si pienso mucho en todo lo que me está pasando”, escribió Billie en Instagram cuando inauguró. 

Cada tantas horas, Google da nuevos resultados sobre ella: los actores de The Office aprobaron en persona el sample en “My Strange Addiction”, en la novena temporada de American Horror Story sonará “Six Feet Under”, la boy band fenómeno de Corea del Sur, BTS, quiere colaborar. Dave Grohl, que ha llevado a sus hijas a los recitales, compara el nivel de conexión con el público con el que generaba Nirvana. “Y ni si quiera sé cómo definir la música”, dijo. “Pero yo veo a alguien como Billie Eilish y para mí es rock n’ roll”. 

Por otro lado, en aquel mismo mes apareció un tributo al disco en ASMR, un “idioma” creado a partir de una condición biológica estudiada por la psquiatría (Respuesta Sensorial Meridiana Autónoma), que algunas personas perciben y otras no: una sensación placentera y relajante ante ciertos estímulos sonoros muy suaves o visuales de texturas. Circulan más éstos –el clásico es el jabón cortado en dados miniatura–, pero hay toda una cantidad de gente dedicada a grabar sonidos ínfimos con micrófonos HD atendiendo a esta comunidad. La youtuber Gibi, experta en el tema, cantó entero susurrando el disco de Billie: el video ya va a alcanzar el millón y medio de vistas.

Diecisiete años es Britney en Baby One More Time, por hacer la comparación más básica. Otras pueden ser: la edad en que debutó Bowie en 1964 con “Liza Jane”, un rock del cancionero popular del Mississippi; o la de Björk en 1982 cuando tenía una banda punk. La diferencia con cualquier antecesor es el vértigo: que ya mismo Billie Eilish se siente un punto cero, está creando nuevos parámetros. Y en ese sentido el vanguardista no tiene edad; pero ella a la vez representa tanto su edad que duele, y en ese otro, por fin una adolescente distinta en el pop mainstream. Una chica en toda su complejidad y potencia, inocencia, insolencia, vuelo, gracia y oscuridad. Billie Eilish entierra a la Cenicienta y a la lolita. Lana Del Rey queda iconizada como la última mujercita –y enaltecida de tanto que toma de su sonido–. A ella también le tocó conocerla en un evento: “Me tocó la cabeza y dijo que me parecía a una mandarina o algo así porque estaba vestida de naranja. A nadie le dejaría tocarme la cabeza pero era ella así que no me molestó”, dijo en Clash a mediados de 2018.

Nació en Los Ángeles, tres meses después del atentado contra las Torres Gemelas. Hasta hace poco pensaba que las Spice Girls eran un grupo de ficción. Los padres son actores de clase trabajadora –publicidades, bolos, papeles secundarios–, y la familia todavía vive donde siempre, en una casa de dos habitaciones con jardín. Ahí también aprendió a leer, escribir y todo lo básico para lo cotidiano: no fue a la escuela. Para Billie componer canciones es una actividad de toda la vida, “no sé qué hacen otras familias”, dice, pero se había enfocado en la danza. Dejó porque se dañó una cadera, pero el swing no se pierde y su forma de moverse –para colmo tiene unos elegantes tics faciales– es tan parte del total como sus looks mundiales o su pelo que parece rotar de colores por defecto. El hermano, Finneas, cuatro años mayor, es actor y tiene su banda, The Slightlys. “Ocean Eyes”, el single destape a fines de 2016, fue un pedido de la profesora de danza, que quería coreografiar un tema original. Lo subieron a Soundcloud y todo empezó a crecer desde ahí. La financiación llegó sola.

En un año, todo cobró tanto concepto, densidad y repercusión –“You Should See Me In A Crown”, por ejemplo, la canción del video vertical donde le caminan arañas peludas por la cara, se reestrenó con una animación de Murakami–, que el mundo Billie Eilish parece avasallante. Pero prestando atención se nota que todavía es muy íntimo. Por detalles más literales que otros: el sonido cuando se saca los aparatos va a ser su marca registrada, como la rueda del encendedor de Lil Wayne, dice el hermano; usarlo como motivo –un chiste al respecto se mete de prepo en el álbum, en una canción macabra que a la vez podría sonar en una fiesta infantil– es tan muestra de intimidad como de diseño. Así también se puede describir el resto de When We All Fall Asleep, un disco mamushka, tierno e inquietante. Da la impresión de que todas las canciones podrían bajarse a ukelele. De hecho, hay una así y también le queda bien a Billie con su voz delicada. Pero ya habrá tiempo para esa clase de despojo. O a quién le interesaría hoy una balada contra el Xanax, la droga de moda, si fuera solo un mensaje, si no tuviera su particular espesor –la idea fue emular humo de cigarrillo, cuentan: cómo se ve, cómo se siente–. En sus labios hasta una clásica sereneta de amor no correspondido suena distinta: “Medio que desearía que fueras gay”, canta. Aunque ponerse de novia no es un plan que vaya a tener. En alguna de las tantas notas que ya dio lo dijo: que no tiene tiempo ni para amigos, pero aparte, pasarlo con una sola persona, ¿por qué?.