Hay gente que es “una época”, personajes en la política que son la época. Su cara, su voz, su influencia, funcionan como la canción de moda: algo que no podría no haber existido. Pensemos en el dirigente rural Eduardo Buzzi, de la Federación Agraria que capitaneó la mesa de enlace durante el conflicto del campo. Salvando las distancias, le pasó al legendario Saúl Ubaldini en los años 80. Aquel enorme sindicalista hizo de su oratoria, su sonrisa y su llanto, su campera negra de cuero, su fondo socialcristiano y combativo, un estilo completo. Contemporáneo al movimiento “Solidaridad” (y su líder Lech Walesa) de la Polonia del deshielo y al papado de Juan Pablo II, pudo ser el rostro de un peronismo histórico contra el Alfonsín modernizador. Batidos a duelo, se terminaron teniendo mutuo respeto, dos personas de honor. Ubaldini tenía con qué: había combatido a la dictadura, le plantó un paro en pleno 1979. Pero un día se fue, la vuelta de página de una década. Menem lo derrotó, no Alfonsín. 

Recordemos el poema de Wallace Stevens: “Anécdota de hombres por millares”. La primera mitad: “El alma, dijo, está compuesta/del mundo exterior.//Hay hombres del Este, dijo,/que son el Este./Hay hombres de una provincia/que son esa provincia./Hay hombres de un valle/que son ese valle.//Hay hombres cuyas palabras/son como los sonidos naturales/de sus lugares,/como la cháchara de los tucanes/en el lugar de los tucanes…”

Hay hombres del peronismo, que son el peronismo. El Canca Gullo es un hombre del peronismo, que es el peronismo. No sabría cómo decir esto sin sonar esencialista. Primero: una historia en la que dejó todo, y sus muertos. Su madre y su hermano. Más los cientos de compañeros. Segundo: porque probablemente se dejó peinar por el viento de la historia de todos los zigzagueos peronistas. Perfumado, peinado con gel y vestido con un cuidado italiano, no cumplió el physique du rol de un militante, tal como lo podías encontrar en cualquier reunión. La relación con el cuerpo parece representar una capacidad adaptativa y un cuidado de sí mismo, política y goce. Hay que pasarla bien. Para construir un pueblo feliz, hay que ser feliz. Un tipo lleno de contraseñas para los que lo mirábamos: se puede ser víctima y no vivir de eso, se puede ser militante y no abandonar el lazo con los comunes, se puede ser peronista y porteño sin dejar nunca de ser ninguna de las dos cosas. Cada año, los homenajes a su madre en la casa donde la secuestraron (Cachimayo 140) eran una ceremonia que podía incluir la presencia de Hugo Moyano, Miguel Bonasso y Felipe Solá. Por la tragedia del Canca, pasaban todos los peronismos.  

Hablaba como un ex boxeador. A su modo lo fue. Había algo en la nariz un poco aplastada, en la picardía del que tiene el reflejo de esquivar piñas, en la mirada obsesiva por “el otro”. Me acuerdo cuando en 2011 nació la efímera estrella electoral santafesina del humorista Miguel Del Sel. En un programa después de mostrar un informe con los deslices del midachi, al Canca sólo se le ocurrió decir: “ese tipo tendría que estar con nosotros”. Y sus diálogos con las juventudes políticas, los diálogos que viví en mi juventud de esos largos dos mil, atravesaban ese “doble vínculo”, esa situación paradójica del veterano que le exige al joven que sea rebelde, es decir, que le da la orden de que se le rebele; y tal vez porque él mismo no sabría qué hacer con su juventud… eterna. Y la gente está en los detalles: la palabra “mastiquín”, de uso tan múltiple, dicha tan bien. Un creador de lenguajes. Me acuerdo de un viaje en micro desde Capital hasta un terreno ocupado en Ciudad Evita, donde varios organismos (con las Madres Línea Fundadora a la cabeza) iban a dar su apoyo de cuerpo presente porque la policía amenazaba con cumplir la orden de desalojo de un juez. Adelante tuve sentados a la histórica madre, Enriqueta Maroni y al Canca que literalmente la hizo cagar de risa todo el viaje. Era el año 2001. Se venía la leña, pero el Canca parecía esos personajes de Kusturica a los que le habían pasado tantas cosas que ya nada le podía pasar.  

Supongo que lo despido en nombre de los que nos tenía “de vista”. En nombre de esos a los que se cruzaba y saludaba por las dudas, como si conociera nombre, apellido y apodo, cuando en realidad no tenía la más pálida idea, sólo el deber de ser cálido. El Canca no podía ser “estalinista”: hasta en los momentos más duros de la discusión política (que nunca evitaba) siempre asomaba al final una sonrisa, un palmeo en la espalda de viejo político campechano que parecía decir: “a esto alguna vuelta le vamos a encontrar”. La solemnidad soviética no era lo suyo. De eso se trata la política también: de hacerse querer. Y el Canca se va al cielo rodeado de amor.