El arte ha dejado de ser obra para convertirse en producto (una mercancía especial), luego en texto y, más recientemente, en prácticas artísticas; una edición (el artista que trabaja como un DJ        –ejemplo tan mentado de Bourriaud–, editando un material previo, no es lejano a la concepción de Marcel Duchamp, con sus ready-made); una apropiación. Contesto a la pregunta qué es arte: Toda respuesta que se esboce, está condenada a ser provisoria, transitoria, es así. Por tanto, por estas horas, me inclino a pensar que es el espacio el que define qué es arte, aunque se trate del espacio blanco, vacío y frío de un museo o el de la calle misma que crea una diferencia.

Ironía y parodia marcan este tiempo, también la apropiación. 

“El arte se ha vuelto fluido”, asegura en uno de sus últimos textos Boris Groys y agrega: “los museos se han sumergido en el flujo del tiempo: dejaron de ser un lugar de contemplación y de meditación para ser un lugar donde suceden cosas”. 

Pero Groys no hace sino acentuar lo transitorio y la fluidez, lo efímero, conceptos que ya en los 60 caracterizaban una época, un arte. Para una mayor comprensión basta buscar los sinónimos: pasajero, fugaz, momentáneo, transitorio, perecedero. “El arte tradicional produce objetos de arte; el arte contemporáneo produce información sobre acontecimientos de arte”, sentencia. El arte contemporáneo es una producción sin producto, precisa más adelante y retoma el famoso concepto de Wagner (1849) de “obra de arte total” para referirse a lo que hacen los curadores, en particular a las instalaciones. 

Cualquier diccionario nos informará que fluido es la calidad de una sustancia que se encuentra en estado líquido o gaseoso: un fluido es todo cuerpo que tiene la propiedad de fluir y carece de rigidez; de consistencia blanda; fluye, corre o se adapta con facilidad. Bajo el signo del arte de la copia, recordamos a T. S. Eliot: “Los poetas inmaduros imitan; los poetas maduros roban; los malos estropean lo que roban, y los buenos lo convierten en algo mejor”. 

Si el oficio, la tecné, el saber hacer han retrocedido casilleros en el arte contemporáneo, el saber por sí, el pensar y otras operaciones conceptuales y lingüísticas han avanzado; eso sí, no de un modo lineal y directo. 

Como se ha dicho (y desde hace mucho tiempo, aunque algunos lo descubrieran ayer y otros lo harán mañana), más que crear objetos, los artistas producen ideas, un dato que marca las últimas décadas; más allá de que no se utilice el nombre de postmodernismo o que las denominaciones se hayan modificado para señalar fenómenos con similares características. 

La ruptura epistemológica, que es lo que en definitiva interesa, se precipita en la década de los 60, se generaliza en los 80 en adelante, y más tarde a partir de la paradigmática obra de Damien Hirst The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living, (1991), y del grupo de jóvenes artistas británicos (The Young British Artists, o YBAs). Podríamos indicar que el arte contempornáeo habla del presente, una aseveración que se repite y con la que nadie parece estar en desacuerdo. 

¿Pero qué es eso que llamamos presente con cierta ligereza? 

Muy tentadora es esa definición que se completa con lo que ya parece una fórmula hecha y exitosa: el arte moderno se ocupó del futuro con sus aguerridas vanguardias, el postmoderno del pasado y el contemporáneo del presente. Todo un simplismo, en rigor, que no colabora para nada con una mayor comprensión del objeto de nuestra investigación. 

El postestructuralismo, sobre todo a partir de las posiciones de Julia Kristeva en relación al texto e intertexto (estudios basados, a su vez, en las pacientes investigaciones de campo realizadas por el ruso Mijail Bajtin), precisa estas relaciones, así como las de tiempo diferido. “Nada hay fuera del texto”, señala Jacques Derrida en De la gramatología y “Nada está nunca del todo presente” puntualiza en La différance, aseveración, esta última, que deseo remarcar si se indica, como particularidad, que el arte contemporáneo se ocupa, como se señaló una líneas más arriba, casi exclusivamente del presente. 

Cuando Boris Groys asegura que “el arte se ha vuelto fluido”, de algún modo, subrayo, se reencuentra con el pensamiento del filósofo argelino porque, aunque se lea obvio, el arte fluido (en su acepción más generalizada), fluye, se desliza, no se detiene, corre. Y en tal caso,  ¿cómo fijar un presente? ¿Puede, acaso, detenerse el presente si no es como un pasado diferido que se desplaza en todo momento, que se desliza de aquí a allá? 

El tiempo, como se advertirá, está en la encrucijada del arte contemporáneo, porque tampoco es todo aquello que se produce simultáneamente, en un momento dado al que denominamos contemporáneo. El tiempo, nada menos, tiene miradas distintas. 

Desde Henri Bergson se reconoce un tiempo subjetivo, un otro tiempo, que no comparte la propiedad de irreversible que nos brinda la ciencia; un tiempo subjetivo que no puede medirse ni valorarse con algún grado de objetividad. Incorporar la duración aporta a la cuestión general: los hechos psíquicos se viven en una dimensión distinta a los hechos físicos. Por ejemplo, el tiempo vivido por la conciencia es una duración real en la que el estado psíquico presente conserva el proceso del cual proviene y es a la vez nuevo. 

El arte contemporáneo está plagado de palabras, entendidas como términos, que funcionan como injertos en un período en el que su relación con la filosofía es tan intensa, un vínculo que no tiene casi antecedentes en la historia. Palabras que construyen discursos, reflexiones. Esta vinculación con la filosofía es determinante. 

El arte contemporáneo está infectado con el virus del lenguaje, lo carga en su ADN. 

Que el lenguaje es un virus es, tal vez, la idea más conocida de William Burroughs, un brillante escritor de la generación beat de los años 60, que no se intimidaba de participar en las performances de Laurie Anderson de los 80, por ejemplo, o en algunos trabajos de Lou Reed. 

Un virus, se sabe, sólo tiene por objetivo el reproducirse y utiliza a otros seres animales como huéspedes y vehículos para ello. El lenguaje, para Burroughs, es independiente del hombre y no es hablado por éste sino que es el hombre el que es hablado por el lenguaje. En esto, Burroughs parece adelantarse y coincidir con el trabajo filosófico de Derrida, quien en 1967 formula la siguiente frase: “No hay nada por fuera del lenguaje”. 

En nuestra comunicación no podemos evadirnos del lenguaje y el arte es, por necesidad, un lenguaje, aunque tanto el Romanticismo como otras corrientes hayan querido enmudecerlo y dejarlo abandonado entre sentimientos, musas y emociones vacías y confusas. 

Un lenguaje impuro, híbrido; términos que venimos utilizando, a pesar de la queja de los que se dedican a buscar lo nuevo con alguna sospechosa desesperación, una aspiración modernista demodè. 

Tratamos de acercarnos a eso que denominamos arte contemporáneo, un término –insisto– que se ha instalado no sin resistencia y que parece haber quedado para distinguirse de otras expresiones artísticas; que algunos hoy insisten en ridiculizar en un movimiento reaccionario como, en la historia del arte, sufrieron con distinta suerte diferentes movimientos artísticos y vanguardias. Desde ya, debo alertar, el sistema tradicional del arte “sigue en su lugar”, pero, como sostiene Boris Groys, ese sistema “se torna cada vez maìs marginal”. 

* Doctor en Artes, docente de Estética, curador independiente, crítico y periodista especializado. Fragmento del capítulo inicial de su libro Arte contemporáneo: de marcos y marcas, publicado recientemente por Edunt-Univesidad Nacional de Tucumán.