El de Dóberman es un caso representativo: todo aquello que puede funcionar como una máquina perfectamente engrasada sobre las tablas no necesariamente deja la misma estela en la pantalla de cine. La autora de la pieza original, la actriz y directora Azul Lombardía, traslada directa y (casi) literalmente los diálogos que pudieron escucharse en el Centro Cultural Rojas hace algunos años –donde la obra formó parte del ciclo “Óperas Primas 2013”–, repitiendo delante de cámara las performances centrales de las actrices Mónica Raiola y Maruja Bustamante. Mercedes y Mirna son los únicos dos personajes en la obra (y en la película), con la excepción de un pequeño tercer rol que anticipa los motores del conflicto central bajo la forma del chisme. El sitio donde se desarrolla el drama y la comedia hiriente es el mismo: una casa grande con patio a la vereda, en algún lugar del conurbano, aunque aquí, lógica cinematográfica mediante, la locación real reemplaza a la organización del espacio escénico.

La pintura femenina que dibuja Lombardía no es precisamente amable. Separada, “superada” y con un hijo ya grande, Mercedes fuma como una chimenea mientras cocina un tuco y habla por teléfono con una amiga. En esa conversación se dispara tal cantidad de lugares comunes que pondrían colorada a la chusma de barrio más inveterada: descripciones crudas y dañinas de otras mujeres, cotilleos sobre cuernos y maternidades imperfectas, descripciones de hombres que encarnan en arquetipos banales. Envidias, celos, soledades y frustraciones también forman parte del combo. El juego que propone la autora gira alrededor de los estereotipos, por lo que no debería llamar la atención lo que está a punto de ocurrir: Mirna llega con su bicicleta y “toca el timbre” (bajo el método de batir palmas) de la casa de Mercedes, punto de partida de una conversación que irá derivando de la complicidad a la discusión y de allí a un enfrentamiento verbal y físico que surge de una sospecha de traición sentimental transformada en convicción.

Madre de seis hijos y con problemas psicológicos de envergadura, la Mirna de Maruja Bustamante es una enervante máquina de hablar lentamente, como si cada palabra y frase se arrastrara hacia su destino sonoro. Ello no impedirá que, más temprano que tarde, la verdadera razón de la visita quede al descubierto. Aquí no hay boquitas pintadas, pero la influencia lejana de Manuel Puig se hace notar. Con la intención de evitar el tan temido teatro filmado (sin reflexión sobre el choque o cruce entre ambos medios), Lombardía echa mano al montaje paralelo y los movimientos de cámara constantes, recursos que no hacen más que acentuar el origen de la historia. Resulta claro que Dóberman no le teme al grotesco, pero las formas propias del cine transforman los temas y reflexiones de la obra en un relato gritón y declamatorio.