Rareza o pesadilla: anoche, con la lluvia torrencial, la sempiterna calle Corrientes reveló una cara nueva. Olas oscuras la recorrían, empujadas por los autos, apenas contenidas por el largo cantero geométrico donde se secan feas plantas, cuyo destino muy probablemente sea pronto, el de un triste cenicero longilíneo. Cada vez más rara y sin embargo es Corrientes, la avenida más narrada y evocada, la de los teatros, bares y librerías. Hace cuatro décadas se estrenó ahí La lección de anatomía, una obra que es un mito, entre otras cosas, por haber realizado la enorme proeza de estar treinta y seis años consecutivos en cartel. Es como si siempre hubiera estado haciendo funciones. No niego haber tenido oportunidades –y quizás esté a tiempo de remediarlo– pero nunca la vi, no se por qué. Es una obra de la que intuía muchas cosas sin haberla visto. También influye el teatro que no vimos, porque hay algo cierto: una obra que está en cartel 36 años consecutivos y que lleva alrededor de 10 mil representaciones, ya no es necesario verla, ya es como si se la hubiera visto, ya fue deglutida por otras miradas, otros objetos culturales y esos objetos fueron deglutidos por otros y así hasta llegar nosotros. El mito transciende la obra. 

Cuenta la leyenda que en 1972 Carlos Mathus estrenó en Buenos Aires una obra polémica cuyo título era el mismo que el famoso cuadro de Rembrandt. Con algunos breves parates, llegamos hasta hoy, año 2019, con la obra nuevamente en cartel. ¿Cuál es el secreto de este suceso? ¿Los legendarios desnudos de la totalidad del elenco? Es poco probable, porque duraban apenas unos minutos al inicio. ¿El contenido contracultural de la pieza? Tampoco parece ser, ya que se trata de tópicos dramáticos clásicos, universales, expuestos con más musicalidad que violencia. La perdurabilidad de La lección de anatomía es un misterio, pero acaba de estrenarse un documental de Agustín Kazah y Pablo Arévalo con el mismo título que intenta develarlo. En los primeros minutos aparece el propio Mathus, de 77 años y camisa floreada, en el ensayo de una nueva versión. Y se pregunta ¿Esta creación de rebeldía juvenil aún continúa vigente? ¿Qué hace que una pieza siga siendo vigente cuando el tiempo pasa y hasta la calle más icónica de una ciudad se transforma hasta volverse irreconocible?

No muy lejos de Corrientes, en el Teatro Nacional Cervantes, tiene lugar la majestuosa Edipo rey, otro clásico, otro mito, esta vez en sentido literal del término. Un texto que viajó de la antigüedad hasta nosotros, para ser llevado a escena por Cristina Banegas, en una puesta minimalista, pero intensamente actuada, donde las palabras se escuchan claras y llegan a nuestros oídos en toda su potencia. Hablamos de palabras escritas hace dos mil seiscientos años, que continúan resonando. Pero hay un secreto en esta obra: la versión que escuchamos es de Alberto Ure y su mujer Elisa Carnelli que era profesora de griego antiguo, para un proyecto que quedó en el tintero, y que Banegas, –que fue la actriz fetiche y compinche de Ure en casi todas sus trapisondas teatrales– decidió recatar del sueño de los justos y rodeada de un grupete de talentos, volver a hacer sonar.

Viendo esta obra pienso una vez más que nunca vi una obra dirigida por Ure. Es el mismo caso de muchos de los que empezamos a ver y estudiar teatro con el cambio de milenio. Ure es alguien de quién se hablaba con fervor, cuyas andanzas se comentaban en los estudios y salas. Tanto, que es como si las hubiera visto. Escuché y vi algo de alguien que sí vio y escuchó a Ure y así llegó hasta mi, imantada por el carácter transitivo de su locura.

Hubo también algunos libros que salvaron esta distancia: primero el célebre Sacate la careta, luego su continuación Ponete el antifaz y ahora Asaltar un banco, conversaciones con Alberto Ure, que acaba de editar el Teatro Cervantes, donde de vuelta su lucidez se recorta esta vez en diálogos punzantes, frases que como las de Edipo quedan grabadas a fuego, aun después de haber salido de la sala y comenzar a caminar por Libertad. El Cervantes que ahora es de nuevo nuevo, flamante en el mejor sentido, con su hermosa fachada Renacimiento español restaurada. Una imagen que muchos no conocíamos o no recordábamos, eternamente camuflada con andamios azules y grises.

Del documental lo que más impacta es la vitalidad y la ironía del Mathus septuagenario, que no tenia ningún problema en taparse los oídos cuando la voz de alguna actriz desafinaba o marcarle paso a paso la rutina a otro, o explicar, como si fuera lo más sencillo del mundo, no hay que levantar las rodillas solamente, hay que ‘estar arriba’. Mathus muere en el transcurso de la película sin ver la nueva versión de su obra terminada, pero su energía trasunta la obra, a través de sus colaboradores, de los actores viejos a los actores nuevos –en algunos casos incluso padres e hijos– y es esa cadena magnética la que mantiene vivo al teatro. 

A la pregunta de si esa creación de su rebeldía juvenil aún continúa vigente, quizás haya que contestar negativamente, quizás haya que aceptar que las obras envejecen, las personas –las que hacen y las que miran– se transforman, y el tiempo no cura nada, porque el enfermo ya no está más. Hay que encontrar ese fuego en otro lado, quizás en los mismos ojos y oídos de Mathus. O los de Ure.

Se dice que Alberto Ure creía que en los gestos y las palabras que pronunciamos persisten todos los gestos y las palabras que vimos y escuchamos: los de nuestros padres, nuestros abuelos mirados por éstos, el teatro que vimos. No podemos más que estar de acuerdo.