¿Cuál es el lugar del psicoanalista en el tratamiento de un adolescente? Me parece valioso especificar este lugar, porque en el curso de estos años, en diferentes charlas con padres he notado que les despierta una ansiedad particular que ese otro que es el psicoanalista tome en sus manos a ese hijo.

Esta ansiedad es perfectamente comprensible, porque el tratamiento de un hijo sin duda confronta a los padres con una impotencia que es mejor que no los destituya. Un miedo habitual en padres es que el psicoanalista autorice en el hijo cuestiones que ellos no harían, es decir, que se convierta en una especie de confidente que actúa a espaldas de ellos. En este punto, seré taxativo: si bien el psicoanalista establece una alianza de trabajo con el adolescente (como con cualquier paciente) eso no quiere decir que pase a ser una especie de cómplice; como tampoco el psicoanalista es un espía al servicio de los padres, que, por ejemplo, tendría que contarles aquello de que su hijo habla en las sesiones. Ni de un lado ni del otro, su función es la de crear un espacio intermedio, un zona que haga las veces de transición y que, para cada caso, puede hacer llegar a los padres un mensaje que el hijo sólo puede transmitir de manera sintomática, mientras que respecto del hijo pueda hacer que la imagen de los padres no tenga la consistencia dramática que le da la fantasía de victimización ("Mis padres sólo quieren hacerme mal" o "Lo único que les interesa es que sea un niño y no quieren dejarme crecer").

Por otro lado, ciertos padres nos piden que hablemos con su hijo de tal o cual tema y, en estos casos, para retomar este tipo de cuestiones es que durante el tratamiento del adolescente también tenemos entrevistas con los padres. Sé que no es fácil para ellos ir a entrevistas una vez que el o la joven empezó el tratamiento, pero créanme que son fundamentales, no porque la función de estas reuniones sea ir contándoles cómo va el tratamiento; en esta expectativa es que se reproduce con el psicoanalista la actitud que se tiene con el hijo, en la medida en que se espera saber todo sobre él o ella y, por ejemplo, la imagen del "buen hijo" se desplaza hacia la imagen de un "buen psicoanalista" (obediente y que no traiga problemas).

En las devoluciones que hacemos los psicoanalistas siempre tratamos de incluir los aspectos en que un joven está creciendo, es decir, apuntamos a destacar que la presencia de conflictos de por sí no es patológica y que, además, siempre hay recursos con los que ese joven está haciendo frente a ese desgarramiento que implica el crecimiento.

Desde mi punto de vista, un buen proceso terapéutico concluye cuando los padres pueden recuperar la relación con su hijo, más allá de las expectativas adaptativas y en condiciones de autorizar las iniciativas creativas que aquel propone, no sólo para su vida sino también para la organización familiar. De esta manera, el tratamiento de un joven no es para que se desligue de la familia, sino para que pueda permanecer en ella, pero de manera independiente y como un miembro colaborador. Ser independiente no es el fin de la dependencia (esta es una fantasía adolescente), sino un modo de poder servirse de la dependencia con fines que impulsen el crecimiento de la relación con los otros.

*Psicoanalista. Fragmento de su nuevo libro "Esos raros adolescentes nuevos" (Paidós, 2019).