En el banco, un Chiabrando sumiso espera que lo atienda el cajero. No se sentía sumiso al entrar. Se sentía un ganador porque estaba ahí para mandar sus ahorros a Suiza, que tiene el encanto de lo clásico. Chiabrando es un tipo clásico. ¿Cuándo pasó de ganador a sumiso? No lo sabe hasta que lo sabe. Fue cuando vio que los números de los turnos los emitía un televisor mudo. Ni beep ni clinch ni gong. Imposible sacar la vista del aparato sin correr el riesgo de perder el turno. Nada de leer un libro ni distraerse mirando chicas por la ventana.

Durante media hora no saca la mirada del televisor. No es el único, otros buenos ciudadanos como él, también evasores que quieren inundar Suiza de dólares, miran el televisor emulando una película de mala ciencia ficción donde una máquina hipnotiza giles y los impulsa a hacer monerías.

Chiabrando piensa en la sumisión. A pesar de sentirse algo idiotizado logra pensar en la sumisión. El banco aprovecha la hipnosis de sus clientes y pasa publicidad. No hay otra que mirarla; perder el turno sería peor. ¿Saco un crédito para comprarme un consechadora?, piensa. Pero no tiene campo. ¿Dónde se estaciona una cosechadora?

Llega su turno. Sin beep ni clinch ni gong. Al fin no hace su transferencia a Suiza. No quiere traicionar a su país. Vacía la cuenta, se mete en el bolsillo los tres mil pesos y decide irse de vacaciones. Con el efectivo, dos tarjetas con algo de crédito y su fama de buen pagador, puede vacacionar. Se va a Córdoba. Chiabrando vacaciona en el país, es un patriota. Y con la plata que tiene más lejos no llega.

La idea de la sumisión ha calado hondo en su espíritu. Intenta olvidar pero pasan cosas: lo llama una computadora para recordarle que debe la luz, el cartel le recrimina algo, otro le sugiere no comer lo que le gusta, en la ruta la policía le pregunta tonterías, en la radio pasan la peor música del mundo porque se supone que es divertida, en otra radio hay guerra de vedetes.

Sumisión, sumisión, sumisión.

Ya de vacaciones abre la valija y se pone una camisa. Está arrugada. Se mira al espejo. Se ve arrugado. El y la camisa. Arrugado como al nacer, luego de nueve meses de nado desincronizado en la panza materna. Ahora las arrugas parecen las huellas de la vida sobre su cuerpo y humanidad.

Piensa ahora en estar arrugado. Está arrugado como si hubiera sido exprimido (y quizá así sea) por el sistema, que aprieta hasta que no das más jugo. En ese momento, si tenés suerte, te deja descansar unos días para que recargues las pilas y vuelvas a ser productivo. Ese es el sentido de las vacaciones desde el punto de vista de la patronal.

Para colmo, Chiabrando calcula mal el poder del sol serrano y se quema hasta quedar fosforecente; un alien cocido vuelta y vuelta. La gente lo mira al pasar. ¿Qué ven? Un tipo sumiso y arrugado y más rojo que comunista viejo. Sumiso, arrugado, quemado. Le gusta. Son ideas, y él vive de las ideas, además de la soja que va a cosechar con la máquina que le va a financiar el banco. Lo que no sabe aún es dónde la va a estacionar. Por ahí saca otro crédito para construir un galpón.

Piensa que durante las vacaciones puede escribir algo. O crear una filosofía nueva. Lo del banco y la reflexión sobre la camisa arrugada da para rato. Y además está lo de la quemadura. ¿Una filosofía sobre qué? Sobre el poder, ¡obvio! Calcula las primeras palabras, las del postulado.

Escribe: "Se nos hunde en la sumisión, pero no hasta el punto de volvernos improductivos. Se nos da el tiempo para desarrugarnos, pero no para huir del mundo que nos arruga. Sumisos y arrugados, aparentemente vamos, pero vamos para volver, y volvemos al mundo a producir lo que los dueños de mundo necesitan de nosotros".

A la pelotita, piensa Chiabrando, y deja la lapicera sobre la mesa (lamenta no haber tenido una pluma de ganso). De taquito inventó una filosofía. Luego anota ideas sueltas: "Mantenernos sumiso es el ideal del capitalismo. Sumisos es equivalente a consumidores". Y anota palabras para luego desarrollarlas: felicidad, iglesia, televisión...

Y se desalienta. Tira la toalla. Se siente un juguete de los otros. Sabe que puede pensar sobre el poder, pero no vencerlo ni burlarlo. Puede entenderlo a través de su nueva filosofía pero no herirlo ni hacerlo tambalear. Con aire derrotado emprende el camino de regreso.

De paso visita a su familia en su pequeño pueblo, en el corazón de la patria sojera donde las penas son propias y las vaquitas siempre ajenas.

Y de pronto pasa algo. La muerte de un tío querido. La historia familiar, de espalda a todas las boludeces que Chiabrando estuvo pensando, le cae encima. Treinta años de atrasos, de olvidos, de distracciones se le presentan en toda su humanidad. La filosofía no sirve ahora. Ni la suya ni la de otros. Ahora lo que hay es el dolor, sostener a los más afectados, trámites, llamadas.

Llega el velorio. Primos e hijos de primos desfilan delante de Chiabrando. Reconoce a algunos, hace papelones con otros. Confunde nombres, desconoce caras. Hay jóvenes, viejos, embarazadas, niños. También huevones de la edad de Chiabrando, que recibe y da cariño y piensa que en otra vida, es decir en la infancia, supo hacerse querer. O al menos no hacerse odiar.

Cuenta anécdotas de sus abuelos, de su abuela, que logró que todos sus descendientes, de una larga lista, sean hinchas del mismo club. Descubre que le gusta que casi nadie sepa que es el burlón, el irónico, el mal llevado, el escritor de aguafuertes que hacen reír a algunos y enojar a otros.

Luego el cementerio. ¿Cuándo fue la última vez que estuvo allí? No lo sabe. Reconoce caras o nombres en lápidas. Amigos o familiares que le hubiera gustado despedir. Pero él no estaba, estaba lejos, o pensando cosas que estaban lejos, como las ideas que a veces lo atropellan. Acepta que a algunos les gustaría recordarlos más a menudo. Y Chiabrando siente que a pesar de todo no es tarde. Luego del entierro del tío, los visita. Mira sus lápidas, los evoca. No son muchos. Son algunos que valen por todos.

De regreso a su casa siente que tiene que escribir la segunda parte de su filosofía. La que habla de la resistencia callada, la que le da la espalda al poder. Y cree que por mucho que nos deseen sumisos, arrugados y quemados, hay una interioridad que no puede ser derrotada, una humanidad que no puede ser conquistada. Un espacio donde siempre seremos resistentes, sobrevivientes sin importar cuántas bombas exploten. Lo aprendió cuando la muerte lo puso de cara a la vida, la vieja, la nueva, la de siempre.

 

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