Son las maestras. Las que no pidieron, ni se propusieron, convertirse en un faro para la sociedad argentina pero lo hicieron. Las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo salieron a la calle cuando nadie más lo hacía. Mientras sus hijos e hijas estaban secuestrados y eran asesinados, ellas caminaron, gritaron, denunciaron. Tenían miedo. Pero quedarse calladas no era una opción. Para la mayoría de ellas su militancia por los derechos humanos no fue deliberada, al menos no al principio. Fue un rápido aprendizaje que combinó intuición, amor y coraje. Transformaron la maternidad en un acontecimiento político. Empoderadas y empoderadoras, cuando esas palabras estaban lejos de resonar en la escena pública. 

Estela Carlotto cuenta que no pensó. Secuestraron a su marido y salió a buscarlo. Cuando liberaron a Guido tuvo que salir a buscar a Laura. De Laura encontró su cuerpo desfigurado. Tenía un itakazo en la cara y otro en el vientre, el segundo para ocultar que se habían apropiado del bebé que había parido en una maternidad clandestina. Estela siguió buscando, esta vez a su nieto. Y cuando abrazó a Ignacio, cuando él se presentó en su puerta siguiendo el camino que ella le había marcado, continuó con la búsqueda de todas y todos las nietas y nietos que siguen desaparecidos pero vivos en algún lugar. Como Rosa Roisinblit, vicepresidenta de Abuelas: “Encontré al mío, me sentí privilegiada, pero también me sentí responsable y obligada a seguir buscando, sin olvidar a los padres de estos jóvenes por los cuales estamos luchando hasta el día de hoy”. 

Azucena Villaflor se los fue diciendo a quienes encontraba en la sala de espera de la vicaría castrense, donde el sacerdote Emilio Graselli hacía como que se interesaba en los pedidos de los familiares de de­saparecidos. Se acercaba a algunas, a otras les pasaba, disimulando, un papelito. “Solas no podemos, tenemos que juntarnos”. “Nos vemos en Plaza de Mayo”. Porque hay individualidades que pueden marcar una diferencia, pero la verdadera diferencia, la verdadera marca está en estar juntas. Ser juntas fue la forma de sobrevivir a las pérdidas, de ser mucho más que la suma de cada una. Y Azucena lo supo antes que nadie. Juntas hasta el final. 

“Cuando se llevaron a Azucena Villaflor, a Mari Ponce y Esther Ballestrino de Careaga supimos con crudeza que no éramos invulnerables. Fue muy fuerte, se llevaron madres que buscaban a sus hijos. Fue muy duro. Pero inclusive nos aumentó la fuerza. Solo la fuerza que te da el conjunto permite seguir la búsqueda”, recuerda Nora Cortiñas.

“El 15 de julio de 2005 se supo la verdad. Los cuerpos fueron ubicados en el cementerio de General Lavalle. La investigación del Equipo Argentino de Antropología Forense comprobó que eran los cuerpos de las Madres, que luego del secuestro habían sido llevadas a la ESMA. Se supo que fueron torturadas y luego las tiraron al río. Los tres cuerpos aparecieron juntos, el mar los devolvió a la costa, a la playa, junto con el de la monja Léonie Duquet. Y una piensa cómo, en la inmensidad del mar, cuerpos caídos desde el aire llegan a la playa. Las tres Madres y la hermana se juntan en esa playa. Hay cosas que son muy significativas”, señala Mirta Baraballe en el libro Educar en la Memoria. Mirta, una de las 14 mujeres que estuvieron en la Plaza el 30 de abril de 1977, en el primer encuentro de las Madres, y también una de las fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo.  

De derecho, de genética, de política, de medios de comunicación. En todos estos años las Madres y las Abuelas aprendieron de todo mientras todos y todas aprendimos de ellas. Allí está, por ejemplo, su contribución a la Convención Internacional para la Protección de las Personas contra las Desapariciones Forzadas, que la Argentina impulsó. Lo mismo con la Convención Internacional por los Derechos del Niño, en los que se destacan los artículos “argentinos”. La búsqueda de los niños apropiados por los militares y sus cómplices y mandantes provocó avances científicos. Las Abuelas, en la pelea por por poder probar dónde estaban sus nietos desaparecidos lograron que se estableciera el índice de “abuelidad”, es decir, que los estudios de maternidad y paternidad se saltearan una generación, algo inédito hasta ese momento. Pero, sobre todo, hicieron que varias generaciones, la sociedad, el país, se preguntaran por su identidad. 

Taty Almeida siempre destaca cuánto le costó acercarse a sus compañeras porque venía de una familia llena de militares: “Estoy segura de que donde esté, mi hijo Alejandro estará orgulloso de esta ‘gorilita de merda’ como me decía cariñosamente”. Es que las Madres fueron adquiriendo y absorviendo el compromiso político y social de sus hijos. Algunas más rápido, otras después, cada una a su manera. “El trabajo de las Madres es estar donde haya necesidades: cierres de fábricas, el trabajo en los barrios. Tenemos que hacer la patria y la patria se hace con niños felices que coman y vayan a la escuela”, suele decir Hebe de Bonafini.

La lucha contra la impunidad de los crímenes del terrorismo de Estado también fue la lucha contra la violencia institucional, el gatillo fácil, la pelea por buenas condiciones carcelarias, de respeto a las garantías individuales, la libertad de expresión, contra el hambre y los despidos, por el derecho a la vivienda, a la educación.

Las Madres y Abuelas son nuestra base institucional. Pero todavía más, fueron, son, las que nos guían en la calle, la convicción de que hay que salir a pelearla, a reclamar. Ellas pasaron su sabiduría a quienes perdieron hijos e hijas a manos de la policía y a las víctimas de trata y en ellas se refleja esa marea verde y violeta que nos inunda y nos abraza. En este país hemos naturalizado que para que no haya impunidad las víctimas tienen que salir a exigir justicia. Que casi no hay otro modo de llegar a ella que no sea a través de un duelo público. Pero, a la vez, la movilización que se logra cada día, la capacidad de marchar, de estar en la calle todas y todos, ese legado de las Madres y Abuelas nos convirtió en una sociedad distinta. Una sociedad mejor.