Un ejercicio válido sería pensar cómo hubiera filmado Martin Scorsese Silencio cuando la idea se le estampó en la cabeza. Remontémonos en el tiempo: en 1986, estrenó la película más redituable de su filmografía, El color del dinero, una continuación de El jugador, donde Paul Newman interpreta a un superdotado jugador de pool envuelto en una trama de apuestas. Película por encargo, Martin aprovechó la oportunidad, del mismo modo que había aceptado el encargo anterior, After Hours. Ensayó variables de puestas de cámara, movimientos narrativos raros, saltos de eje, y esa clase de tecnicismos que pulieron el estilo que hoy conocemos y admiramos. La película, pese a todo pronóstico, fue un éxito de taquilla: lanzaba no solo al estrellato a Tom Cruise sino que ponía en órbita a un director con una extensa obra cinematográfica, siempre tentado por los Oscars, de variopinta reputación en el set, con dos matrimonios a cuestas y varias rehabilitaciones por adicción a la cocaína. Después de El color del dinero, abandonó los encargos para dedicarse a un proyecto propio. Entonces, Martin filmó La última tentación de Cristo.

Vale detenerse acá en esta hipotética línea de tiempo que nos va a llevar hasta su última película, Silencio. La relación entre Scorsese y la Iglesia es larga y profusa. Uno de los latiguillos de constante aparición en las entrevistas que pueden leerse en Scorsese on Scorsese, el libro de conversaciones con David Thompson, es que Martin de muy chico fue monaguillo y se acercó a la Iglesia Católica para curarse del asma. En ese lugar de rezo y meditación, cuenta, no solo encontró un espacio para calmar su verborragia y ansiedad sino un posible modo de vida. A pesar de que su padre, un sastre del Brooklyn, y su madre, ama de casa, responsable del catering y ocasional actriz de bolos de sus películas hasta su muerte, no se mostraran muy de acuerdo, Martin intentó convertirse en monaguillo bajo la tutela de quien sería su segundo referente: el padre Príncipe. Antes de sondear los bajos fondos de su amada ciudad en Taxi Driver, Príncipe le inoculó el amor por el cine, quejándose de los clichés en las películas que trataban el cristianismo, defendía los divorcios y anteponía los avatares de la vida cotidiana por sobre los de la fe. Sabía que su hermano mayor Frank había elegido el camino de la calle y le encomendaba al joven Martin que eligiera una profesión para estudiar.

Por malas notas en el secundario, Scorsese decidió estudiar cine en la Universidad de Nueva York: durante varios años –incluso en sus brillantes documentales donde el director nacido en Downtown analiza el cine clásico norteamericano– Martin hizo una analogía posible entre una Iglesia y una sala de cine. La fe ciega en relación a las imágenes, la situación de mirar una pantalla con la cabeza levemente inclinada hacia arriba, esa similitud entre el star system y los ídolos de estampitas. Pero el cine es otra cosa, diría también en varias oportunidades. Un lugar donde se resalta (y se reflexiona) sobre la violencia, el sexo, la marginalidad. En esa tensión puritana, entre fe y tentación, se movió gran parte de su filmografía, cuyo momento cúlmine fue La última tentación de Cristo.

Basada en una novela del griego Nikos Kazantzakis y protagonizada por Willem Dafoe, ponía en imágenes a Jesús teniendo relaciones sexuales con María Magdalena. “Humanizó” al hijo de Dios como una posible extensión de Hamlet, el niño que duda. La película generó más controversia social que cinematografía. Hoy puede parecernos la parodia de un grupo de gángsters que caminan por Jerusalén con atuendos romanos, pero en su momento atrajo la atención de agrupaciones cristianas de extrema derecha que intentaron comprarle la película a Universal para destruir todas las copias. Fue parcialmente censurada en varios países y sepultó a Scorsese con un gran fracaso comercial. Para relajarse de esa parábola de éxito y fracaso, Martin participó como actor en la película de Akira Kurosawa sobre Vincent Van Gogh, y, por recomendación de un amigo, leyó en un viaje en tren hasta Kioto una novela de Shûsaku Endô con el sugestivo título de Silencio.

Cuando llegó a destino, sabía cuál sería su próximo proyecto. No sabía, en aquel entonces, año 1989, el tiempo que le llevaría concretarlo.

La cosa en el pantano

Una simple ojeada al libro permite entender por qué se interesó tanto por la historia al punto tal de convertirla en un estigma personal: la novela parece una puesta en acto similar a La última tentación de Cristo. Silencio fue publicada en 1966 y se convirtió en un éxito inmediato. Obtuvo el premio Tanizaki a la novela del año y agotó rápidamente varias ediciones. Shûsaku Endô no era un desconocido en la escena literaria de posguerra japonesa, aunque no pertenecía al núcleo duro de la renovación literaria comendada por Yukio Mishima, ni hacía experimentaciones con géneros menores occidentales como Kobo Abe. Su narrativa estaba, sí, atravesada por la huella que el cristianismo había dejado en la isla tres siglos atrás cuando las expediciones jesuíticas portuguesas y españolas buscaban apostatar y reclutar fieles a lo largo y ancho del mundo, procedimiento que no solo les permitía expandir la fe cristiana, sino abrir posibles nuevos mercados. Historia conocida en América latina.

Silencio está ambientada en el año 1639. Narra la historia del padre Sebastiao Rodríguez (basado en la figura real de Giuseppe Chiara), que viaja al “pantano” de Japón para dar con el paradero del padre Ferreira, y resolver el misterio de si fue absorbido o no por la apostasía, abandonó la fe para rezarle a Buda, y dedicó sus días al estudio de la astrología. La primera parte de la novela está narrada por las cartas que el padre Rodríguez envía a su mentor en donde describe no solo los condicionamientos climáticos o los problemas de asentarse en un territorio hostil, sino su lenta degradación, las dudas relacionadas con la fe hacia Dios y la práctica de evangelización, el choque cultural entre el confucionismo y el cristianismo, la rigidez de los Daimyos (dueños y señores de las distintas casas que gobernaban las provincias en Japón antes de que se iniciara el proceso de unificación en el siglo XVII). La segunda parte mixtura cartas de viajantes y comerciantes y un relato en tercera persona de la vida de Rodríguez mezclado en la sociedad japonesa. Silencio se leyó en los 60 como un mea culpa mediante el cual Japón  dejaba atrás la participación en la guerra como aliado de Alemania, y abrazaba la creciente modernización que adoptaría durante la era dorada del capitalismo ansiando un retorno al mercado mundial. Shûsaku Endô fue comparado y celebrado por Graham Greene, el gran escritor católico inglés de posguerra, más preocupado por problemáticas morales que literarias. También fue propuesto en varias ocasiones para el Premio Nobel de Literatura, aunque finalmente lo obtuvo otro escritor moral: Kenzaburo Oé. Murió en 1994 por tuberculosis.

Antes que Martin Scorsese consiguiera finalmente los derechos y pusiera en marcha la producción de su versión en el año 2008, la novela tuvo dos adaptaciones. Una portuguesa en 1994, sutilmente libre, titulada Os olhos da Ásia a cargo de João Mario Grilo, con Geraldine Chaplin en el casting, y una japonesa, de 1971, más fiel al libro, dirigida por uno de los exponentes del cine japonés de los 60: Masahiro Shinoda. La versión pone toda su potencia visual en las torturas que los Daimyos ejecutaban sobre los fieles para tergiversar la misiones jesuíticas de los portugueses. Los  obligaban a apoyar sus pies sobre los fumies, sus figuras sagradas.

El Papa va al cine

“Las cosas se llevan a cabo cuando Dios dispone” dijo Martin Scorsese con un tono vaya a saber si cansado o pícaro para el New York Times. Después de 27 años de anhelos, un divorcio más, cambios de productores, películas grandes y chicas, un Oscar siempre dilatado por Los infiltrados, Scorsese filmó Silencio. Con aportes privados (Liam Neeson en el papel del Padre Ferreira donó parte de su sueldo), reducción de pago para los actores, y algunos técnicos, la película se filmó en tiempo cronológico en Taiwán.

Andrew Garfield, ex Hombre Araña, interpreta al padre Rodríguez, otro papel de mártir después de hacer algo parecido en la última película de Mel Gibson. Es bien sabido el compromiso que los actores suelen tener en las películas de Scorsese (De Niro engordando para Toro Salvaje, DiCaprio descontrolado en El lobo de Wall Street). Mitad judío, criado en las afueras de Londres, Garfield se preparó durante un año: se internó en el convento jesuita San Ignacio de Loyola, hizo sus votos de castidad y se recluyó por una semana en silencio en otro convento en Gales.  En Taiwan, listo para filmar, sentía que todavía no estaba preparado completamente.

Scorsese completó el casting con Yoshi Oida, en el papel de un japonés campesino sacrificado por un Daimyo, quien simuló una crucifixión bajo agua a los 82 años de edad para lograr una mayor veracidad en su sufrimiento, el mencionado Liam Neeson en el papel de Ferreira, y Adam Driver como el Padre Arrupe, personaje que acompaña a Rodríguez en la evangelización por la isla tras los pasos de Ferreira. Driver no se internó en un convento ni hizo sus votos de castidad, pero en cambio perdió peso durante cuatro meses hasta alcanzar los sesenta kilos (mide un metro ochenta). Los curas cristianos en Japón durante el siglo XVII eran encerrados o enterrados con la cabeza hacia abajo con un ligero corte detrás de la oreja, y, obviamente, forzados a no comer. Driver tomó toda la información de un ayuno severo a base de agua para poner en crisis la fe de su personaje, antes de retomar su trabajo en la serie Girls de Lena Dunham.

A pesar de todos los años de espera monacal, la película más personal de Scorsese, en términos de obstinación y estigma, ese raro virus que suelen contraer los directores de cine con los proyectos truncos, que llegó a juntar 35 (¡35!) productores, no se encuentra en la nómina para los Oscars como mejor película o mejor director; solo en el rubro de mejor fotografía a cargo de Rodrigo Prieto, el otro mexicano codiciado por los directores de cine junto al Chivo Lubezki. De todas formas, parece no importarle a Martin Scorsese que, a sus 74 años, va cumpliendo a la orden del día todas las deudas acumuladas con los años. Y mientras se preparaba para el rodaje de The Irishmen, la película que promete traer de nuevo a Robert DeNiro, Al Pacino y Harvey Keitel (Joe Pesci le dijo que no lo molestara más), en noviembre del año pasado logró hacer una premiere mundial de su última película nada menos que en el Vaticano. El papa Francisco, asistió a la premiere y charló con el director por unos veinte minutos en la previa. 

¿Qué tipo de película hubiera proyectado en el Vaticano 27 años atrás, antes de filmar Buenos Muchachos y Casino, después de ser perseguido por grupos de extrema derecha cristiana? Scorsese no ve mucha diferencia, sin embargo, entre Jordan Belfort, Ace Rothstein o Jake La Mota y el padre Rodríguez: todos personajes, según él, que después de una experiencia extrema, hacia el final, quedan parados en el mismo lugar pero expulsados del Paraíso: “Es una de las razones por las cuales no abandoné nunca este proyecto; el ostracismo es peor que la muerte. Como dice la canción de Bruce Springsteen, ‘Jungleland’: ‘El viento puede herirte, no matarte’. Se relaciona con el final de Calles peligrosas y de muchas de mis películas. Los personajes no mueren pero tampoco pueden volver atrás”.u