Una escritora es elegida para oír, durante cuatro semanas, la historia de vida de la anciana Haru. “Mientras escuchaba allí sentada su voz serena, como de montaña –gracias a ella imaginé cómo hablan las montañas–, rodeadas de aquel vacío que no lo era, fui comprendiendo que no podía quedármela para mí sola, que debía compartir su relato. No era para mí, su vida. Era para todos. Era un mensaje cifrado que yo no podía entender pero que podía expandir”, confiesa la narradora-médium de Magôkoro. Carta del padre de Haru (Catedral) de Flavia Company. Esa narradora recibirá la carta que el padre de Haru le escribió, una carta que esa hija nunca leyó; un texto que intenta suturar las heridas que ese padre ocasionó, a la par que revela la vergüenza que sintió por ser huérfano y diferente. “Hay un hilo dorado entre las personas que te han traído al mundo y las personas que traes tú –escribe el padre–. Un hilo dorado que te atraviesa justo por en medio y que te hace tener presente la estrecha relación entre la vida y la muerte. También tú has tenido que desterrar la palabra madre demasiado pronto. He sumado tu dolor al mío. Tu desamparo al mío. Sé que habrías preferido que fuera yo quien se marchara. Yo también”.

Magôkoro –que significa dar con sinceridad, sin intención ni interés, dar de todo corazón– es otro prodigio de la literatura de Company, excepcional escritora nacida en Buenos Aires en 1963, que fue llevada por sus padres a Barcelona cuando tenía nueve años. Hay una sensibilidad y una mirada tan singular, un modo de ser oblicuamente “oriental”, que la convierten en una de las escritoras más originales, aunque la palabra “original” haya perdido valor y genere desconfianza. Esta novela –la Carta del padre de Haru– se publica tres años después de la primera edición de Haru, bellísima novela con la que está hermanada. Desde que llegó en abril con la delegación de escritores de Barcelona a la Feria del Libro, Flavia no ha dejado de caminar. Alquiló un departamento en el barrio de Congreso, sobre la avenida Hipólito Yrigoyen, donde estará hasta fines de agosto. Desde ahí llegó caminando hasta Libros del Pasaje, sobre la calle Thames, en Palermo. Camina como quien necesita mirarse en el espejo de los adoquines, las esquinas, las paredes. Camina como si intentara recuperar los pasos que le arrebataron, la tierra que perdió –¿habrá dolor más desgarrador que ser huérfano de tierra?– y con la que se está reencontrando en el espectáculo basado en su poema narrativo Volver antes que ir, que se puede ver los domingos de junio a las 20.45 en Ñun Teatro Bar (Ramírez de Velasco 419).

   Flavia camina y sonríe. Ya dio “la primera vuelta al mundo” y ahora está por emprender la segunda vuelta. Viaja con una mochila de once kilos y su inseparable mat de yoga. Sabe que no quiere regresar a Barcelona y aunque funciona ahora en “modo nómade” desea volver a vivir en Buenos Aires. “Yo soy extraña”, dice la escritora en la entrevista con PáginaI12.

–En la literatura es emblemática la “Carta al padre” de Kafka. En cambio, no hay cartas escritas por un padre a su hija, aunque sean personajes de ficción, ¿no?

–No conozco que haya una tradición de cartas del padre a su hija. Me interesa mucho más dar vueltas las cosas y escribir desde la ficción hacia la realidad. Esta ocasión era perfecta porque muchas personas se quedaron con las ganas de leer la Carta del Padre de Haru, entre ellas yo. No conozco cartas escritas desde la ficción hacia la ficción, tampoco cartas de un padre hacia una hija. 

–¿Por qué te interesa más pasar de la ficción a la ficción?

–Pasar de la ficción a la ficción convierte a la ficción en realidad. De hecho en Magôkoro hay un pasillo entre la ficción y la realidad muy fuerte que es la aparición final de mi padre. Si conseguís inscribir la realidad adentro de la ficción y convertirla verdaderamente en ficción, la ficción se convierte en realidad. Eso ya lo practiqué en un libro de relatos Por mis muertos, publicado por Páginas de Espuma, donde se incluyen códigos QR y cuando vas al código QR ves que la base de ese relato aparentemente es real. Esos pasillos entre ficción y realidad acaban poniendo en cuestión cómo contamos la realidad y cómo contamos la ficción. Lo interesante es darse cuenta de que siempre estamos contando ficciones porque la realidad es una convención en la que estamos más o menos de acuerdo, pero al final todo es narrativa. Hemos perdido el encanto de contar; estamos tan preocupados por la revisión intelectual de ciertos términos que a ratos algunos libros parecerían que han olvidado que la narración es narrar. Tenemos que revisar la épica de la narrativa. Y la épica de la narrativa no deja de ser acceder desde la realidad a la ficción para escribir de nuevo las Odiseas. Cómo convertir la realidad en ficción termina siendo el gran quid de la cuestión de la literatura. Yo nunca voy a revelar si el padre que aparece al final de Magôkoro es mi padre o no. ¿A quién le importa si mi padre vive o no vive, si me abandonó? En Por mis muertos hay un relato al final en el que juego a creer que lo que cuento es mi vida. En la presentación de ese libro, se acercó mi hermana y me preguntó: “che, ¿quién es la tía Malena?”. Mi hermana se la creyó (risas). Esa es la magia de la ficción y esa es la razón profunda de mi interés por los pasillos entre ficción y realidad.

–¿Hay algún pasillo más para rastrear entre Haru y el padre o la historia ya está cerrada?

–Está cerrada; lo que estoy escribiendo ahora cierra un ciclo que comenzó cuando tenía 17 años. En ese ciclo hay una vuelta de tuerca respecto de mi exploración acerca de la relación entre ficción y realidad. La novela que estoy escribiendo es una especie de salto mortal hacia otro lugar, como si estuviera investigando una fórmula que me puede estallar entre las manos. Es un paso más en la exploración entre literatura y vida y cómo la literatura hasta cierto punto puede haber sustituido a la vida. Y cómo la literatura después de haber sustituido a la vida te la devuelve. Ya sé que suena extraño, pero yo soy extraña. Estoy muy entusiasmada porque siento que puedo cerrar por fin un círculo. Después no sé qué voy a hacer: si voy a escribir, si voy a volar… 

–¿Sentís que escribís tus libros a pesar de que tal vez no llegan a sus destinatarios, como la carta del padre de Haru?

–No, no es que yo sienta eso. La existencia de lo que debe existir debe ser… imaginate un árbol en una montaña que nunca nadie vio. Ese árbol tiene que existir, no importa si no lo vio nadie. Yo escribo porque me salen las ramas y es literatura. Mi destinatario es la ambición de hacerlo, después eso transformará al mundo porque no es lo mismo que exista o que no exista. Mi mamá –que murió muy joven, como la mamá de Haru– me regaló muchos libros, pero dos me los dedicó: Zorba, El griego de Nikos Kazantzakis –que leí y me lloré todo– y Biplano de Richard Bach, con una dedicatoria que dice algo así como: “hija mía, te regalo este libro porque intuyo que el día que pierdas el miedo a volar vas a perder el miedo a amar”… Nunca pude leer ese libro…

El brillo de la emoción se expande por sus pupilas como una llama que ilumina la oscuridad. “Cuando mi mamá falleció a los 49 años, desarmando su casa encontré un diario que había escrito a los 13 años y lo había escrito en un viaje que había hecho con sus papás de Argentina a España para ir a conocer el pueblo en el que había nacido su papá. Mi mamá escribió el diario durante la travesía en barco. En el diario decía: ‘mi primer viaje a España’… mirala a ella qué convencida estaba de que iba a volver. Por eso se llama Volver antes que ir el libro de poemas y el espectáculo que hago. Cuando intenté leerlo, me puse a llorar mal… tardé como veinticinco años en poder leerlo”, recuerda la escritora. “No es que yo no crea que no haya destinatarios, siempre pienso que mi literatura llega a quien la necesita, a quien la puede comprender”.

–Aunque el camino de esos textos lleve tiempo, ¿no?

–Por supuesto, los libros son como mensajes que se tiran al mar desde el naufragio que es la vida. Y llegan cuando llegan a quien llega. 

–El padre de Haru nace y su madre muere, ya hay ahí una especie de “daño” no buscado. Haru a su vez pierde tempranamente a la madre. ¿Por qué tiene tanta importancia la orfandad?

–La orfandad en mi literatura tiene que ver con haber visto morir a personas muy queridas para mí, pero tiene que ver también con la orfandad de la tierra. Yo sentí que me habían robado los referentes cuando me trasladaron a España y creo que me he sentido primero huérfana de tierra. Esa orfandad me descalabró y me llevó a dejar la idea de la música para empezar con la literatura. Y ahora recupero la música tocando el piano en Volver antes que ir. Si tenés referentes, no te quedás huérfana. Falleció mi mamá, después su hermano y cuando falleció mi abuela, el primer pensamiento que tuve en Barcelona fue: “me trajeron hasta acá y me dejaron sola”. ¿Para qué me trajeron acá si se iban a morir? Desde que estoy acá no hago más que caminar porque reconozco todo. 

–¿Caminar ahora es parte de tu identidad?

–Totalmente. Camino todo el tiempo horas, charlo con la gente, sonrío, pregunto. Hace un año que estoy dando la vuelta al mundo, empecé en junio del año pasado; hice Cuba, Panamá, Colombia, Argentina, Chile, Isla de Pascua, Polinesia, Nueva Zelanda, Filipinas, Japón, China, Singapur, Malasia y de nuevo a Argentina. Esta es la primera vuelta que, curiosamente, terminó en Buenos Aires porque me invitaron a la Feria del Libro como parte de la delegación de escritores de Barcelona. Y escribo artículos y reportajes de esta vuelta al mundo para el diario La Vanguardia. Magôkoro lo escribí durante esta primera vuelta al mundo casi todo en Cuba y lo corregí en la selva de Panamá. Ahora tengo que empezar la segunda vuelta al mundo, quizá por los países árabes, India y termine en África. Yo me voy de acá a fines de agosto y ahora que me convertí en nómada es muy interesante estar en tránsito y la sensación de desapego: viajo con una mochila de once kilos; nada más.

–En Magôkoro el padre se sorprende por la disciplina con que la hija practica yoga. Y ella le dice que la disciplina la aprendió de él.

–La disciplina, cuando incluye una práctica física, te muestra aristas tuyas que no conocías, como puede ser la paciencia, la resistencia mental o la concentración. El yoga es la unión del cuerpo y del alma. Es uno de los lujos que me permito: viajar con mi mat de yoga. Yo me siento mejor donde la gente sonríe. En Asia la gente sonríe mucho. Los lugares en donde lo humano sigue siendo más importante que lo tecnológico la gente sonríe. Hay tiempo para sonreír porque la tecnología no empujó a la gente a vivir en una vida automatizada. En Filipinas todo el mundo te sonríe, no tanto en Singapur, que parece Matrix. Estuve un mes en Onna, en Okinawa, un pueblo de Japón. Nadie hablaba inglés.

–¿Cómo te comunicabas?

–Dígalo con mímica y con amor... A veces escribía en el google translator para pedir algo. Fui todos los días durante un mes a comer noodles al mismo lugar. La mujer me miraba como preguntando de dónde había salido yo (risas). Una clienta del lugar hablaba inglés y me preguntó quién era y qué hacía ahí y le contó a la mujer que me miraba y atendía, que decidió hablarme en japonés. Y yo casi entendía (risas). Ella se encargó de saber cuál era el último día que yo iba a estar y como tenían un taller de cerámica al lado me hizo una taza y me la regaló. Yo no podía creerlo.

–¿Cómo fue el reencuentro con el piano en “Volver antes que ir”?

–Es como haber regresado a una vida que no tuve. Nunca toco lo mismo porque voy improvisando de acuerdo a lo que me salga en el momento. Y proyecto las películas que filmó mi papá de mis cumpleaños. Muy poca gente de mi edad tiene películas. Es un espectáculo intenso, entrañable y también duro. Como la vida.