Para qué recordamos, cuando ha pasado medio siglo y estalló la rebelión política y social que la voz popular llamó Cordobazo; cuando el país en la que ocurrió está hoy a años luz de aquellos dictadores y, también, de aquellas utopías. Sin embargo, recordamos la Argentina rebelde, insumisa, sólo porque -más allá de gobiernos democráticos, autoritarios o decididamente dictatoriales-, su tradición libertaria, sus deseos igualitarios, su ciudadela de derechos laborales y humanos nunca dejó de estar amenazada. 

Aquel mayo de 1969 el grito "se va a acabar la dictadura militar" corrió como un reguero de pólvora. Gobernaba el general Juan Carlos Onganía. Perón, el principal líder político, estaba exiliado en España hacía años. Toda la política estaba proscripta. Ese grito era lanzado en las calles o en las reuniones clandestinas de los estudiantes, los obreros, los comerciantes, en las iglesias que ya habían parido el Movimiento de Sacerdote para el Tercer Mundo en 1968 anticipando el nuevo espíritu de la iglesia de los pobres surgida del Concilio Vaticano II (1965) y de la Conferencia de Medellín (1968) que bendecía la violencia de los pobres "que no es violencia sino justicia"; y en las barriadas populares. Las ideas libertarias recorrían Latinoamérica: se mixturaba la lucha contra la dictadura y las reivindicaciones económicas con la utopía de la construcción de un hombre nuevo, más solidario y valiente -como el Che, asesinado en 1967- que hiciera una verdadera opción por los pobres para conquistar una nueva sociedad de la que la Cuba socialista parecía ser la Meca. Se discutía todo: el poder, el gobierno, los derechos, la organización sindical, la relación del estudiantado con los obreros; la religión, el amor, el sexo, la cultura toda del siglo estaba en discusión. Y de la política con las armas: ya había habido dos focos guerrilleros fallidos: Uturuncos en Tucumán y el EGP de Jorge Masetti en Salta. Las ideas y tradiciones de lucha del socialismo, el peronismo, el guevarismo, el comunismo, el trotskismo estaban, aún en catacumbas, a la orden del día. En la juventud sesentista, había una "espantosa voluntad de actuar", como señaló Hannah Arendt. La política inundaba lo público y lo privado. Las consignas de "Liberación o dependencia" antiimperialistas; "Perón vuelve" y "Abajo la dictadura" estaban estampadas en los muros de las ciudades, escuelas, barrios. Cuanto más se reprimía la libertad desde el poder militar, más dura y violenta era la resistencia. Se vivía un clima de cambio de época y la bisagra de ese cambio era el fin necesario de la dictadura. Julio Godio supo definir: "el país era un polvorín seco y se necesitaba una mecha para encenderlo". Fueron los asesinatos en mayo del 69 de los estudiantes universitarios Juan José Cabral en Corrientes y Adolfo Bello en Rosario, y las movilizaciones de los trabajadores nucleados en la CGT y en los sindicatos combativos de Córdoba -metalmecánicos, lucifuercistas y estatales- que respondían mayoritariamente a la CGT de los Argentinos, liderada por el gráfico Raimundo Ongaro, el lucifuercista Agustín Tosco y el estatal Atilio López los que encendieron la mecha.  

Más allá de la crónica puntual de aquellos 20 días que conmovieron la Argentina- del 12 de mayo al 29, día del estallido-, que terminaron con 34 muertos, 400 detenidos y más de 2000 presos políticos, ahora sabemos que el Cordobazo fue, quizá, la primera gran batalla callejera de la Argentina de masas de la segunda mitad del siglo XX -parida por la república democrática del yrigoyenismo, la república de democracia social del peronismo y el iluminismo e industrialismo desarrollista- para defender el modelo de desarrollo económico nacional, los vestigios sobrevivientes del Estado de Bienestar, que la hizo ser, hasta los años sesenta, uno de los países más equitativos de Latinoamérica y del mundo, con los más altos niveles de distribución del ingreso, de empleo, de educación, con una clase trabajadora bien paga e instruida, con una clase media que tomaba los valores de la solidaridad social más amplios que se recuerden en toda la historia. 

El Cordobazo fue una insurrección de autodefensa. Pero también abrió la puerta a una utopía. Permitió tener no sólo la fuerza para enfrentar al poder militar sino también la pasión para conquistar un sueño anunciado como la patria socialista. Aquellos obreros y estudiantes que levantaron barricadas humeantes en Córdoba- y que se extendió como un reguero de pólvora por toda la Argentina- defendían la democracia torturada por la séptima dictadura del siglo; defendían el salario acosado por el ajuste liberal perpetuo; defendían la universidad pública y autónoma; defendían las conquistas laborales; defendían el rol del Estado en imponer reglas para parar la extranjerización de la economía; defendían los valores de la cultura del trabajo y del estudio como metas de ascenso social, defendían la libertad de decir y de hacer acosada por los siempre listos heraldos negros. 

El Cordobazo fue, también, un viaje del yo al nosotros. Ninguna casa común sería posible sin una idea de nación inclusiva. Ninguna identidad nacional sería definida sin la pertenencia a una casa grande latinoamericana. El Cordobazo fue, sobre todo, una pasión por la unidad nacional y la alianza virtuosa de los trabajadores y la clase media, con sus estudiantes, sus artistas, sus intelectuales. Fue, de alguna manera, la cara también de nuestra revolución cultural porque no sólo a partir de esa rebelión se cuestionó la hegemonía del poder militar, del autoritarismo cuartelero que desde 1930 oprimía y sellaba cualquier intento de modernidad y equidad social; se cuestionó el verticalismo corporativo en cuarteles, sindicatos, escuelas y también, profundamente, se puso en debate la vida privada de los argentinos con cambios en las relaciones de pareja, en las formas del amor y el sexo y en las creencias. 

A partir de aquella rebelión, nada fue igual. Ni el poder dictatorial que debió retroceder y ceder al regreso triunfal de Perón; ni los intelectuales que tomarán el camino de la revolución;  ni los trabajadores que organizarán sindicatos combativos; ni la prensa porque surgieron cientos de publicaciones para acompañar estos movimientos; ni las iglesias ni el poder económico, que desde las centrales como la Confederación General Económica (CGE) que lideraba José Ber Gelbard que reunía a los empresarios nacionales, en busca de un pacto social y político con la CGT y los grandes empresarios nucleados en la Unión Industrial Argentina (UIA) que fortaleciera un regreso al Estado de Bienestar donde no sólo ganaran los agroexportadores y las empresas multinacionales que pujaban por el control de la cadena de producción y financiera. Ni las escuelas y universidades porque desde allí surgió la defensa sostenida de la educación pública, gratuita y laica porque siempre fue el sueño húmedo oligárquico su eliminación o restricción.

No fue igual la vida. Pero tampoco la muerte. Una de las consecuencias fue la superposición ideológica de la utopía de la revolución socialista que impregnaba el mundo de Cuba a Vietnam como destino de esa rebelión popular. Allí se alimentó la certeza de miles de jóvenes de que el camino de construir una democracia tantas veces negada por décadas solo podría conquistarse organizando la violencia revolucionaria que devino- como método de acción política- un corsé trágico. Por eso, recordar el Cordobazo es viajar a la historia de los argentinos en sus fatalidades porque -por la sangre derramada-, se atesora un arcón enorme de lecciones políticas que jamás se deberán olvidar. Pero también en sus privilegios: contar con la memoria de luchadores como espejo de quienes están dispuestos, hoy, a defender a rajatabla los derechos económicos, sociales y humanos conseguidos y vulnerados por el neoliberalismo rampante que gobierna.