A Juan Molina y Vedia le gustaba contar la historia de su abuelo, Julio Molina y Vedia, un arquitecto anarquista que en cierto momento se dejó arrastrar por el golpe de Uriburu en 1930. Pero en ese momento era un hombre tan respetado como raro, pues casi treinta años antes había acompañado a Macedonio Fernández en el proyecto cósmico literario de implantar una colonia anarquista en el Paraguay. Juan, el nieto, tomó muchas imágenes del linaje familiar, para demostrar desde los años 60, en las localizaciones que eligió para su actuación (Facultad de Arquitectura, proyecto de viviendas en Chaco y Cuba), que la gran arquitectura es la elección de un plan urbano maestro y al mismo tiempo un conocimiento que no abandona el sentido estético de una resistencia contra la arquitectura-mercancía de la globalización. 

Por otro lado, como los más notorios arquitectos del siglo XX, la filosofía y la literatura fueron su obsesión, esa ligadura entre el habitar y la ciudad, que trataba de desentrañar en la lectura de Heidegger (construir habitar, pensar) o en Jorge Luis Borges. Este último como un ficcionista que a la vez diseñaba en sus cuentos grandiosas arquitecturas que contenían la simetría del horror y el goce. Justamente, estudiando la obra de Bereterbide, uno de los grandes arquitectos argentinos, Molina y Vedia, siempre afirmó que la arquitectura no podía existir si no se declaraba una ciencia del goce y del placer. Pero ambas cosas, socialmente entendidas, de modo que las viviendas colectivas fueran a la vez la fusión de una necesidad social y de un revelación artística y existencial para la comunidad de sus habitantes. 

Miembro de una familia de prosapia argentina, Juan Molina y Vedia era un gran cronista de la historia nacional, a propósito del modo en que los remotos miembros de su familia habían actuado bajo un impulso épico que Juan siempre reducía a graciosas tramas y humoradas del escéptico. Pero no tanto, porque Molina y Vedia fue un escéptico, que al encontrar, como tantos, la clave utópica de las sociedades en un urbanismo y en una arquitectura social, jugaba con los involuntarios absurdos de los aventureros y exploradores del paisaje, pero se comprometía con los movimientos de masas argentinos sin cultivar identidades partidarias. Solo su linaje libertario. 

Fue un dolido historiador de la arquitectura argentina, chispeante relator de las vicisitudes por construir una ciudad humana, tantas veces prometida y fracasada en Buenos Aires. Estudiando la historia de su ciudad, desde Pedro de Mendoza hasta la construcción del Hogar Obrero en la década del 40, Molina y Vedia fue el magnífico profesor, en su Taller de arquitectura, de las nociones más profundas que generaciones de alumnos de la Fadu conservan en su memoria profesional sobre lo que es una ciudad, cómo se puede ser feliz en ella y cómo ser también un testigo aguerrido del modo en que se la tortura y destruye. Fue jugador de fútbol y pensativo citador de los grandes tangos. Combatió la ocupación de los espacios convivenciales por las arquitecturas del neoliberalismo. Para un arquitecto, pensaba Molina y Vedia, el más interesante punto de partida para la imaginación y el diseño constructivo, era la imagen de un hombre contemplando el río.