Estamos en Montevideo, Uruguay, con mi grupo de teatro, recién terminó la función y decidimos ir a pavear al casino que está junto al hotel. Es alrededor de la una de la mañana, no hay una sola mujer aparte de nosotras, y los hombres que juegan, no son precisamente jóvenes aliados con pañuelos verdes en sus mochilas. La mesa más concurrida es la de blackjack. Ana los mira fijo y enseguida se pronuncia: “vamos a jugar al blackjack”. Charo dice, “dale, vamos”. Ana aclara, “hay un detalle, no sé jugar al blackjack”. Charo ríe y comienza la explicación mientras se acercan a la mesa. Ana no está interesada para nada en aprender un juego nuevo, ni en pasar el rato, ni mucho menos en ganar, sólo quiere ocupar el espacio, estar en el mismo lugar que esa manada de machos, poner el cuerpo ahí, donde no hay ningún cuerpo como el suyo. Mientras tanto Vanesa y yo vamos a ocuparnos del cupo femenino en la barra y a acosar al barman porque no existe el sexismo inverso.

            Poco tiempo después de incursionar en el kick boxing, unos compañeros me invitan al Luna Park, a un evento de MMA, un arte marcial que es una combinación de todas las artes marciales juntas y que sucede en una jaula, donde, básicamente, vale todo. Al llegar al estadio me reconoce el que me corta el ticket: “venís a disfrutar cómo se matan ¿no?”, dando a entender que la feminazi queria ver tipos sufrir, bueno, para qué te digo que no, si sí, y le sonreí amablemente. El evento es por demás extraño (para mí), hay gradas, pero también hay como un boliche con barra y música, que cada tanto es interrumpido por dos tipos luchando en el ring/jaula, luego vuelve la música, el boliche hasta la próxima pelea. Noto que no estoy vestida para la ocasión, una musculosa gris gastada, jeans y zapatillas, las mujeres, de tres veces mi tamaño, llevan taco aguja, minifaldas, escotes, y entonces, apalalá, creo que soy la única mujer no trabajando de mujer. Quien me reconoce en ese lugar se sorprende sobremanera y sospecha de mi presencia, claramente soy una intrusa, una espía y esa sensación comienza a gustarme. En el baño los minones me saludan, confesando que me bancan y me quieren entre excitadas y avergonzadas por no poder saludarme allí afuera, donde reinan los chabones.

            La sensación de intrusa me es familiar, yo, que fui groupie (¿el escalafón más bajo del ser humano quizás?) y novia de músicos desde los catorce años, entiendo muy bien la sensación, la  de ser una intrusa, así me sentía en cada camarín que estuve siendo la novia, cosa que fue empeorando con los años y mi feminismo. El jueves pasado tocó Barbi Recanati, y el camarín de Niceto se había vuelto un oasis de mujeres y lesbianas, un paisaje que se daba por primera vez en mi vida  en el camarín de Niceto, la cercanía de ningún pene me había dado la pulserita flúo, éramos nosotras y algún que otro chabón, sonriendo entre extrañado y confundido, intruso, como lo fui yo tantas veces antes.

            Cada tanto nos pasa, a mis amigas y a mí, que por ser comediantes o músicas nos llegan mensajes de jóvenes entusiastas del feminismo, queriéndonos advertir que en tal lugar hay un acosador, que en tal otro hay un machirulo, que no deberíamos ir ahí porque en la barra hay un maltratador, que no deberíamos ocupar ese espacio. Cuando ocupamos las calles todas juntas sentimos esa rara sensación de no ser intrusas, y por eso creo en no corrernos de los espacios cuando estamos separadas. Ahí donde no te invitan tenés que estar, ahí te sentás y te pedís un vino hasta que los intrusos sean los otros.