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"Titanic" también recaudó a lo loco en
Hollywood: logró once estatuillas MR. CAMERON, EL NUEVO REY DE LOS OSCAR
Por Luciano Monteagudo
Precioso, prácticamente invaluable, es también el respaldo que la industria de Hollywood --cuyos principales miembros integran la elite de 5371 socios con derecho a voto de la Academia-- le otorgó a la superproducción más riesgosa que haya encarado alguna vez uno de los grandes estudios, que en este caso fueron dos, la 20th. Century Fox y la Paramount, que debieron sumar sus esfuerzos económicos y sus estructuras de producción y distribución para que Titanic no se quedara apenas en un sueño megalomaníaco de Cameron. Que esa elite haya decidido que Titanic es un film excelso, el mejor en todo o casi todo --mejor película, director, dirección artística, fotografía, sonido, efectos de sonido, banda musical, canción, vestuario, montaje y efectos visuales-- da cuenta de un golpe de timón bastante marcado en relación con la tendencia insinuada en la ceremonia del año pasado. Si Fargo, Sling Blade, Claroscuro y El paciente inglés (que finalmente se llevó nueve estatuillas en 1997), todas producciones surgidas fuera de las majors de Hollywood, se disputaban los favores de la Academia, era porque los estudios no habían tenido películas a la altura del Oscar. Día de la Independencia podía ser un tanque en las boleterías de todo el mundo, pero no estaba en condiciones de reclamar simultáneamente un succés d'estime. Este año en cambio, Titanic vino a ocupar de manera prepotente ese lugar, como si Hollywood hubiera querido recordar qué es aquello que sabe hacer mejor y que satisface realmente su gusto. El hecho de que, medio en broma y medio en serio, Arnold Schwarzenegger recordara la noche del lunes a Cameron como "un director que antes hacía películas económicas y artesanales, como Terminator 2 y Mentiras verdaderas, no deja de ser también un indicativo de hacia dónde parecería moverse la gran industria audiovisual norteamericana, al margen del talento y la voluntad individual de Cameron. Esas películas que citó su amigo Schwarzenegger rondaban los cien millones de dólares, una cifra que comparada ahora con la de Titanic parece menor, considerando que su costo final fue casi tres veces mayor. El éxito a toda escala de Titanic --de público, de prestigio-- seguramente va a abrir una brecha cada vez mayor entre un cine a la medida humana y un cine monumental, que siempre se hizo en Hollywood, es verdad, pero que ahora puede convertirse en el único modelo posible. La confirmación de que Titanic fue la gran ganadora de la fiesta de cumpleaños número 70 del Oscar, no implica necesariamente que haya habido perdedores. Cada una de las películas restantes podía prever contra qué se enfrentaba y cuál iba a ser su lugar en los premios. Nadie dudaba, por ejemplo, de que Jack Nicholson y Helen Hunt iban a ser consagrados, tal como sucedió, con las estatuillas al mejor actor y mejor actriz, por Mejor... imposible. Se alzó así con su tercer Oscar (solamente Walter Brennan había accedido antes a ese privilegio) y ella se ganó con ese premio un lugar en el panteón de Hollywood, al que no se accede solamente con ser una estrella de la televisión. Los Angeles: al desnudo fue más reconocida incluso de lo que se puede esperar de un film noir en la Academia, con las estatuillas a Kim Basinger (mejor actriz de reparto) y Curtis Hanson (guión adaptado). Y En busca del destino tuvo aquellos Oscar para los cuales estaba signada: el de Robin Williams (como mejor actor de reparto), que así finalmente se pudo llevar una estatuilla a su casa, y el de Matt Damon y Ben Affleck, galardonados por su guión original. Este premio parece tener un doble objetivo: por un lado se presenta como un estímulo a dos muchachos de veintipico que ya pertenecen a la comunidad de Hollywood, y por otro sirve como puente entre la tradición de esa comunidad y las nuevas generaciones, como lo simbolizó el hecho de que fueran los legendarios Jack Lemmon y Walter Matthau quienes les entregaran la estatuilla. La Academia es afecta a esos gestos autocelebratorios de amor y pertenencia. Es más, ésa es su función, y se diría que cada año que pasa la cumple mejor.
Por José Pablo Feinmann Nunca Billy Cristal estuvo menos gracioso. Nunca se exhibió a veteranos ganadores del Oscar amontonados en unas gradas para deleite morboso de la teleaudiencia: "¡Qué viejos que están! ¡Mirá lo que eran y mirá lo que son!". Nunca el decorado fue más kitsch, ampuloso, más digno del Caesar's Palace. Nunca ganó once Oscar una película tan hueca, tan vana, tan exterior, tan sobredimensionada como Titanic. Nunca... desde Ben-Hur. Titanic responde a la módica visión de la existencia que esgrime James Cameron y que expresó abrazado a su estatuilla: "Nada es seguro. No hay nada que no pueda hundirse. Salvo el amor". Y eso es Titanic: Sí, dice, nos vamos al mismísimo demonio, la orgullosa, faústica y fatua tecnología fin de milenio se dará de narices contra un sencillo y contundente iceberg, y habrá incluidos y excluidos porque no hay botes para todos, pero el amor triunfará sobre la muerte, porque Kate Winslet jamás olvidará a Leonardo Di Caprio, ni aun a los 101 años, viejecita y cerca del final pero manteniendo todo vívido en su memoria obstinada, que es la memoria del amor. Qué maravilloso. Con esta idea ligeramente estúpida uno puede conquistar el mundo ("¡Soy el rey del mundo!", exclamó Cameron), hacerse obcecadamente millonario y hasta ser un referente ineludible en la historia cinematográfica del siglo que agoniza. Siempre, claro, que antes, uno; consiga que la Fox y la Paramount le entreguen graciosamente trescientos millones de dólares. Si en algún lado hay que buscar el talento de Cameron es, exactamente, ahí. Kate Winslet ha instalado la moda de las gorditas. Nunca se vieron tantas gorditas en la ceremonia del Oscar. Elisabeth Shue estaba tan inflada como el presupuesto de Titanic. (Tal vez esté en figura para una biografía de Mae West.) Madonna tenía tantos músculos como para hacer Rocky VI. Y Drew Barrymore es una muñequita de mazapán, que sonríe, hace ojitos y otra vez sonríe. Me quedo con Sigourney Weaver, veterana, alta, con arrugas, flaquísima, inteligente, deseable. Ahora bien, si me apuran y me preguntan: "Pero... ¿hubo algo bueno?". Sí, no vacilo en responder. Hubo algo muy bueno, entrañable, divertidísimo. Ocurrió así: se lo ve aparecer a Martin Scorsese (que todavía no tiene esa estatuilla que tuvo Cecil B. De Mille y anoche James Cameron) y presenta a un señor sereno, con cara de buena persona, afable. Ese señor es Stanley Donen. No dirigió Titanic, pero dirigió Cantando bajo la lluvia, Un día en New York, Siete novias para siete hermanos, Funny Face y Charada, entre otras. Donen recibe el Oscar, cálidamente lo apoya contra su mejilla y empieza a cantar "Cheek to Cheek". Y hasta hace algo de tap. Luego dice: "Es muy fácil hacer una película: basta con llamar a guionistas como Betty Comden y Adolph Green, basta con llamar a Fred Astaire, Gene Kelly, Sophia Loren, Audrey Hepburn, Cary Grant o Gregory Peck. Basta con convocar buenos músicos, técnicos, diseñadores de vestuario, coreógrafos. Luego uno se pone detrás de la cámara y dice: "empiecen". Como vemos, Donen no se considera un "autor" de películas. Por supuesto: ¿a quién se le ocurre pensar que el director de Cantando bajo la lluvia es un autor? Autores son... En fin, no me voy a meter en esto porque --si lo hago-- me peleo con medio país. Pero digámoslo así: autores son los cineastas que se empacharon con Cahiers du cinéma y cuyos films --¿quién podría discutirlo?-- son claramente superiores a Cantando bajo la lluvia, obra de un mero artesano, que, para colmo, en lugar de recibir seria y solemnemente su Oscar... ¡canta "Cheek to Cheek" y hace tap dancing! Todo logró su perfecta circularidad (es decir, cerró) con el Oscar a
Nicholson, que se secó el sudor de la frente, saltó ágil al escenario, jugó --una vez
más-- a la rayuela con las juntas del piso (que, no lo duden, estaban ahí para que él
hiciera eso) y no exhibió --como en la ceremonia del Golden Globe-- su rollizo
culo a sus compañeros nominados. Una vez más, como ya es tradición, se pasó revista a
los rostros de los que se fueron durante el '97. Aquí, la Cámara hizo algo memorable:
tomó a Jack Lemmon y a Rod Steiger --viejitos los dos-- como si les dijera: "El año
que viene, en esta macabra enumeración, están ustedes". Se vieron muchos rostros
entre los que abandonaron el planeta sin necesidad de haberse hundido en el
"Titanic". El de Richard Jaeckel, el de James Stewart. Y, sobre todo,
dolorosamente, el del gran Robert Mitchum, que nunca --pero nunca-- ganó un Oscar. Algo
bueno habrá hecho.
EDUARDO DE LA PUENTE LOGRO CONDUCIR LA Volver cumplió con todas
Por Alan Pauls
Lo consiguieron. De la Puente se esforzó tanto por distinguirse de sus ilustres antecesores (Fernando Bravo, Daniela Cardone, Pancho Ibáñez, Lucho Avilés) que más de un espectador memorioso --el espectador típico de Volver-- habrá evocado con ternura sus antologías de tropiezos. Confundiendo diferencia con canje de utilerías, De la Puente reemplazó el smoking por una remera teenager, los abotinados de charol por zapatillas, el rol del partenaire serio por Claudio Morgado, el fondo de cromas por un decorado de tren fantasma y las volátiles conjeturas sobre los premios por unas planillas rigurosamente computarizadas. El cambio conceptual quedó claro. Ya no se trata de transmitir el ritual de la Academia de Hollywood como si fuera una asunción papal. La "onda", ahora, es menos transmitirlo que verlo y compartir públicamente esa visión: verlo como un "espectador común", comiendo pizza en el living, con la excitación precoz, vagamente clandestina, con que un par de estudiantes secundarios aprovecha que los padres salieron para coparles la casa, el whisky importado, los puros y los videos porno. Milagros de la TV: la emisión de Volver fue como una larga escena de Scream que Wes Craven hubiera eliminado en el montaje final. Por una vez, una transmisión local de la entrega de los Oscar no decepcionó por haber faltado a sus promesas sino por haberlas cumplido. Con el orgullo prepotente que sólo puede conceder una posición de poder en la TV, De la Puente puso en práctica, a lo largo de la emisión, todos los axiomas de su credo: a) "Yo de esto no entiendo un pomo" (esto es el cine); b) "No soy un especialista sino un tipo común" (es decir: un socio asiduo de videoclubes); c) "Tenemos con nosotros a los críticos de los medios más importantes" (pero los manda a una tribuna --a lo Mauro Viale-- y no les pide que ejerzan la crítica sino que "acierten", como si fueran astrólogos o expertos en martingalas); d) "Soy natural, espontáneo y sincero" (esto es: sólo la TV puede producir un efecto de autoridad a partir de una confesión de incompetencia); y e) "¿Nunca un Oscar para un Terminator? ¿Cameron tuvo que hacer "esto" para ganárselo?" (esto, recordémoslo, es una condescendencia artística de 280 millones de dólares llamada Titanic). Elegir el perfil de alguien no especializado para conducir una transmisión de los Oscar no es a priori una idea mala ni buena. Ni siquiera es una idea. Lo irrisorio es pretender que ese gesto (un pechazo adolescente) depare alguna diferencia. Para producirla, en el caso de la emisión de Volver, hacía falta precisamente algo que De la Puente se enorgulleció siempre de no tener: una relación (un interés) necesaria con el cine. Es probable que esa relación sea, hoy, un imposible televisivo, y que el cine ya no sea para la TV otra cosa que un fetiche nostálgico, kitsch y depreciado: el vestigio de un mundo antiguo y perdido que sólo puede verse jibarizado por la pantalla chica. En ese sentido, Volver --el canal de la nostalgia-- era la señal indicada para difundir la ceremonia de los Oscar, y Eduardo de la Puente el candidato ideal para conducirla. Viendo la emisión era difícil evitar la impresión de estar contemplando un mundo trivial, reducido y endogámico, satisfecho de su propia ignorancia y orgulloso de su inmensa capacidad de desprecio. Un mundo poscine. Es decir: lo que queda del mundo cuando la TV, después de habérselo tragado, se pone a jugar con el cine. |