Por Gary Vila Ortiz
El poema. Creo que más de una vez traté de reflexionar sobre el poema, en la soledad, con amigos tomando un café o con amigos escribiendo largas cartas en papeles con dibujitos que querían ser kafkianos. De los que ya no están quiero recordar a Roberto Juárroz (por una larga charla nocturna en uno de esos cafés perdidos y con una chica de ojos celestes que nos miraba y no hacía más falta que eso). Yo había publicado por aquel entonces mi primer libro (un regalo de mi viejo) y que permanecía en los cajones de mi casa o en el escritorio del diario. Después un viejo amigo que ahora vive en París lo hizo conocer, cosa de la que estoy muy feliz (ignoro si esa felicidad la compartieron en 1962 los lectores. Pero hablaba de Juárroz y de todo lo que iba diciendo del libro. Después las cartas de Alejandra Pizarnik, de Ramón Plaza, de Roberto Santoro, de Nicolás Olivari, de Alfredo Cahn. Cada una de ellas, una lección de afecto, de amistad, de lo que realmente significa la poesía. Pienso también en una charla larga en un auto, entre Orlando Calgaro y Rubén Gustavo Aguirre, a quienes los unía no sólo el amor por la poesía sino por la estremecedora bondad hacia los poemas de los otros. Para ellos la publicación de los poemas de los otros. Para ellos la publicación de los poemas de los otros era una de las formas de la felicidad. Tenía un par de cartas de Paco Urondo en las cuales definía o hacía un poema sobre lo que era escribir un poema en el litoral, la influencia mayor del río en Santa Fe y Paraná, la influencia de las mujeres y el pasado misterioso Rosario. Muchas cartas perdí junto a esas de Urondo, como una de Bernardo Verbitsky, aunque conservo su dedicatoria en Hombre de papel. Cada tanto yo intentaba mi aproximación a la poesía escribiendo algunos papeles influido por esas charlas y por Pavese. Es en memoria de ellos y con un apretón a los poetas que aún siguen con su oficio, que quiero recordar estas líneas. Si la poesía es, como se sabe, un oficio que en nada difiere (como oficio) del que puede ejercer un zapatero, un plomero o un carpintero, lógico es (siempre en ese plano de la similitud) que el poeta sepa poner un taco de goma, soldar un caño, hacer una silla. Pero la pequeña diferencia está en que los tacos de goma, los caños, las suelas y las canillas, la madera y los clavos, presentan una resistencia menor que la que ofrecen las palabras, más inasibles, tan pervertidas en los tiempos de crisis, ese caos de la semántica de que hablaba Vives. Por eso el poeta, armado de martillo, soplete y lima (metáfora digna de Lugones de mal gusto del que hablaba Aníbal Ponce, pero necesaria utilizada en este extremo necesario del habla del poema) debe acariciar, amar y si es preciso pelear a las palabras con toda resolución y sin ninguna astucia o mala fe. El poeta no debe ser "un zorro en el desierto" y en la medida que lo sea será siempre un poeta menor que aquellos que presentan una lucha descarnada, brutal, sin pausa y sin cuidados, como un foz terrier desatado (como el de un personaje de un cuento de un autor tucumano) que se prende del novillo y no lo suelta hasta que el novillo en cuestión, aliviado del peso de sus testículos, en lo físico, pero altamente compungido y enojado en lo psíquico, lo deja más muerto que vivo en un lagunón que suaviza el dolor de su herida. Eso, claro, antes del tiempo del corte sin herida del cordón espermático. Progreso posiblemente necesario pero que impide, entre otras cosas, que el perro es un buen perro demuestre que es un perro bravo y que el poeta es un perro de presa. Pero mejor que leer estas líneas sería prenderse y no soltarlo de libros como El oficio del poeta o del Oficio de vivir de ese Pavese único, inagotable, entrañable.
Historia en la ciudad. Te cuento una historia. De la ciudad, seguro, y también desde la oscuridad de una palabra, que son las que se escriben en tiempos de penuria. Una historia de amor, en un escenario de sueños con tranvías, con los carros de los lecheros, de mujeres ancianas y fuertes como una sudestada. Tal vez se trate de sólo un cuento para niños como comienzan a sentir la picazón de los placeres de la carne, placeres de la carne escritos con tus dedos o con los dedos tuyos, que son únicos, o los de aquellos que fueron los primeros en saber lo que nosotros aún no sabemos. La historia comienza en el margen de una cita clandestina, palabra tan peligrosa como el uso del fuego, el de la llama y el de la poesía y el amor. Pero hay que seguir así, en el interior de tu cuerpo de mujer silenciosa y sonriente, porque las cosas van bien cuando la piel se estremece.
Salón. En este salón nunca entró John Wayne, de eso estoy seguro pero puede haber entrado Buster Keaton o Angel Villoldo. El piano está en el fondo Fausto Hernández (el de Rosario) o Felisberto Hernández (el de Uruguay). Toca y una mujer gorda y pálida, muy pintada y parecida a Rita la Salvaje, se pone más triste aún. Eso hasta que el gringo del salón invita al hombre del piano con una grapa y mientras se la sirve le pregunta "¿Y ella?" A la tercer grapa el hombre dice, no sé. Y toca un tango para que la bellapálidamujergorda baila con un enano patizambo que se llama Arquímides.