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Jaulas, fustas, tacos, caballos

Por Martín Prieto

La Delfina queda a dos kilómetros y medio de la intersección de Baigorria y la Circunvalación, camino a los moteles —y a los cementerios— de Ibarlucea. Es un campo joven, regenteado por Marcelo Pascual, cuya actividad privativa es la enseñanza y práctica de polo. Nada particular, sino fuera porque este fin de semana se juega un cuadrangular de polo femenino.

Si hay, aproximadamente, 4000 hombres que practican este deporte en la Argentina, sólo 70 mujeres desafían la especialidad. Una veintena de ellas están en Rosario, integrando cuatro equipos: "La Delfina", "Las tías", "Los laureles" y "La Elestina", dice un papelito escrito con fibra azul pegado en la vitrina del bar del club de campo. Las chicas, chicas verdaderamente, de entre 13 y 20 años, se llaman, por supuesto, Belén, Barbi, Delfina, Sabrina, Milagros, Yuyo, Jo y contribuyendo al prejuicio, al lugar común, son todas rubias y participen o no de la aristocracia ganadera argentina, toman de ella esa combinación explosiva de distancia parnasiana, llaneza intelectual, glamour y brusquedad campesina que, a diferencia de otros tipos tan bien tomados por el cine, el teatro, la literatura o la televisión, han generado sólo torpes estereotipos, siempre alejados, por exceso o por defecto, del modelo original.

Ahora, acaban de jugarse dos partidos "intensos", según los especialistas del lugar. Cae la tarde. Los caballos descansan, bufan, se revuelcan en los potreros embarrados después de haber corrido extensamente esa cancha interminable de 230 metros por 120, de haberse brindado al espectáculo tanto en los piques gloriosos en busca de los palos, como en las frenadas torvas, logrando que el mundo, el pequeño mundo que circunda la cancha enmarcada por un paisaje suburbano, vibre al ritmo que marcan sus cascos sobre la tierra blanda. Los peticeros, confirmando el mito oligarca—populista, comparten mesa, cerveza, tabaco y humor con los dueños de la tierra. Las chicas, protagonistas hasta hace diez minutos de la obra que se jugaba en La Delfina, excluídas ahora del mundo de los seres vivos, cuchichean, se sueltan el pelo unas a otras, dejan escapar, de vez en cuando, una risa apenas más fuerte que la brisa y que no logra, sin embargo, sobreponerse al volumen, bajo también, poderoso, de la conversación de los hombres que versa sobre autos, en una matemática inflacionaria según la cual 4x4 da siempre 32.000.

En un momento dado, entre ellas se produce una rencilla, cuyo origen parece haber sido una broma, y cuyo objeto parecen ser algunos de los muchachos —muchos de ellos primos, o aun hermanos de muchas de ellas— sentados a una mesa contigua, pero distanciados sin embargo una enormidad. Como resultado de la broma, y de la rencilla, una de las chicas, todavía calzando el pantalón blanco de montar, las botas y la remera, se levanta y se va, como si estuviese ofendida, y otra la azuza: "ahí va la chica fina". Las demás se ríen un ratito. La "chica fina" vuelve con una manta colgada de los hombros. "Es para Esperanza", dice. Y se va al potrero a cubrir a su yegua que se llama, caramba, como cualquiera de ellas, Esperanza. Yo me acordé de Julia, una plebeya amiga mía, una "falsa fina" como le gustaba definirse, que tenía una gata que se llamaba Verónica. Los nombres intercambiables de la yegua y la amazona, de Julia y su gata me revelaron, de golpe, una extraña dimensión del mundo que no se disipaba mientras escuchaba palabras como "jaulas", "fustas", "tacos", "caballos".