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Verde muy verde

Por Graciela Quiroga.

Mientras releía Mi niñez en Catamarca recordaba episodios de mi propia infancia. Algunos me dejaron un sabor amargo, otros, mucha dicha. Pero hoy ambos me producen una dulce lágrima plena de sentimientos contradictorios. Los años más hermosos siempre son los de la infancia, así dicen. Vistos a la luz de la distancia, así lo son.

Tiempo donde se vive al día, al momento. No hay más que "el ahora" ; el futuro es mucho tiempo, incomprensible medida de los adultos, y el pasado fue sólo un instante atrás, corto y desmemoriado, perdido entre el remolino y el vértigo de lo nuevo.

Hay uno en particular que quisiera contar.

Tenía seis años, vivíamos en Las Palmas, Chaco. Cursaba mi primer grado inferior en la única escuela provincial que bordeaba la única plaza, junto con la comuna, el boticario en la ochava; la iglesia, no más grande que una capilla; la casa del médico, de dos plantas; Don Alberto, el peluquero; la sede social del club El Ciclón, y algunas familias notorias.

A esa plaza, los domingos, levantando polvareda a pies descalzos o montando a pelo sobre percherones llegaban los tobas a vender sus rudimentarias artesanías.

Estábamos instalados en el único hotel�hostería a sólo dos cuadras de la escuela, en pleno centro del pueblo, ya declarado ciudad. Esas dos cuadras las recorría doblando la esquina del edificio ecléctico derecho al norte. Al principio mamá era quien me llevaba y me iba a buscar; luego era Carmencita, la criada del dueño del hotel, una muchachita de triste sonrisa, de unos doce años de edad y como veinte años de experiencia.

Llegando el verano, en los mediodías camino a casa, paseábamos bordeando las zanjas aclarando nuestros zapatos con el polvo de la calle. Contábamos las casas, leíamos sus números clavados en las puertas e inventábamos historias de princesas pobres que un día aparecía el hada y ­zaz!, todo era felicidad. Sentado en la puerta de una de esas casas, estaba un gordito pelirojo, muy pecoso, peinado a flequillo y luciendo una mueca sugestiva. Se sentaba en el umbral delante de la reja de tejido de alambre recortada por la enredadera muy verde siempre verde, donde el rojo furioso de su cabeza ardía más que el sol del mediodía.

La primera vez que lo ví, recuerdo haber interrumpido mis pensamientos clavando los ojos en ese chico, no mucho más grande que yo, muy intrigada. Fueron varios mediodías de encuentros pasajeros.

Uno de esos días Carmencita se enfermó, así es que tuve que pasar sola frente al gordito, él me miró atento girando la testa leonina al ritmo de mis pasos.

Durante una semana, Carmen no me acompañó. Pasé el primer día, el segundo, pero en el tercero el muy ladino estaba parado acompañándose con un tacho, esos de nafta de cinco litros que se usaban para la basura, muy prolijamente pintado, también de verde. Noté algo más, apenas doblé la esquina, un brillo luminoso en el medio de la cara, eran sus dientes blancos descubiertos por un sonrisa.

Apuré el paso, un poco más, un poco más, pasé aterrada a paso redoblado, pero sin correr, no era cuestión de demostrar miedo.

En el cuarto día lo mismo, una creciente actitud triunfal en él, y en mí una creciente sensación de lo inevitable.

Al quinto sucedió. Mientras nos medíamos con la mirada, el gordito avanzó imprevistamente, tacho en mano y en un solo movimiento en carrera march, alzó cual jabalina etérea el dichoso tacho verde y ­plash!, lo desplomó sobre mi lustroso guardapolvo blanco.

Alcanzada de pies a cabeza y no divisándose mis cortas piernas en el fragor de la huída, llegué a casa, perfumada con la olorosa agua de zanja, verdepreciosa y tornasolada de ira e impotencia, verde muy verde.