En el Centro Cultural Parque de España, una retorspectiva homenajea al ecléctico pintor Juan Pablo Renzi (1940 - 1992).
Por Beatriz Vignoli
Juan Pablo Renzi (Casilda, 1940 - Buenos Aires, 1991) fue uno de aquellos artistas e intelectuales que no se contentan con simplemente vivir o habitar una época, sino que eligen ser su época, hasta el fondo. Su obra pictórica es un laboratorio donde el zeitgeist de cada minuto era hecho estallar bajo presiones de reflexión abismales. Desde su participación en Estructuras primarias, a mediados de los años sesenta, hasta sus últimas telas postconceptuales de comienzos de los noventa, todo en Renzi es un juego complejo de mediaciones que tiene por eje la utópica identidad entre la percepción y el pensamiento. Este núcleo inexpresable y siempre futuro es lo que posibilita el juego de una pintura que "acuna... accidentes encontrados", al decir del mismo Renzi.
"Voy a cuidar de mi amorcito..." reza un ricotero mural cerámico firmado por Juan Pablo Renzi en la estación Medrano del subte línea B. Los cruces instantáneos entre diversos campos de la cultura eran un chiste favorito en su obra. A semejanza de Wassily Kandinsky, uno de sus maestros más ampliamente "macheteados", Renzi era como esos genios del jazz que logran meter en un instante de improvisación tantas ideas musicales, citas y alusiones como otros despliegan en la obra de una vida. Era un artista eminentemente mercurial, que absorbía y procesaba información a densidades y velocidades febriles. Tanto Lelia Driben (autora de un lúcido texto de catálogo en 1993) como Silvina Buffone (ver recuadro) señalan la preeminencia de lo fluido en su obra. En la última conversación que tuve con él, en 1991, Renzi me señaló divertido la semejanza entre su firma y la de la Juventud Peronista Regional Dos: JPRII. Tales eran sus constelaciones benjaminianas, sus métodos cabalísticos de lectura. El conceptualismo de Renzi no era ni más ni menos que el humor de Renzi, fulgurante de inteligencia. Con él podíamos reírnos en la cara de la muerte, nosotros que ya estábamos muertos porque, como escribió en un texto de catálogo de 1993 Daniel Samoilovich (ver aparte) "el artista se ha suicidado antes, adelgazando su vida para dar espesor a su obra". La vida se aligeraba de toda gravedad al lado de aquel pintor que tenía un no sé qué decadente de esteta decimonónico y de dandy aunque, por otra parte, como buen artista moderno á la Picasso, cargaba sobre sus hombros con toda la pintura del mundo. Su maestro Gustavo Cochet presidía sus desoladas parodias de bodegones, y en El señor de los naranjos (1976) su admirado "maldito" Augusto Schiavoni le fundamentaba cada audacia del propio autorretrato como una torre respaldando un oblicuo alfil. La pintura de Renzi tiene una densidad simbólica tan placentera de recorrer como la de una gran novela. No por casualidad, uno de sus mejores amigos ha sido Juan José Saer, quien en 1982 le escribió en tercera persona, desde París: "Huracán o brisa, siempre le está soplando en la cara, sin darle tiempo a parpadear, el viento de lo visible".
Pero no hay que olvidar que a fines de la década del sesenta, con una mezcla de audacia intelectual y cobardía física digna de Francis Picabia, Juan Pablo Renzi participó junto con otros artistas rosarinos en actividades vanguardistas tales como el Asalto a la conferencia de Jorge Romero Brest ("El escribió el texto," recuerda Noemí Escandell, "pero hubo que empujarlo para que entrara y lo dijera. Era un chico asustado"). Luego de Tucumán Arde (1968), al igual que sus demás participantes, Renzi entró en un período de silencio artístico interrumpido solamente por un video sobre Ezeiza en 1973. La pintura que recomenzó en 1976 en Buenos Aires tiene el encanto adánico de un nuevo comienzo.