Por Patricia Suárez
De algún modo, alguna vez tenía que ocurrir, fin y al cabo, eso es lo que le dije a Ariel, que de algún modo, bueno, al final uno tiene que morirse. Eso le dije a Ariel y él me dijo que él nunca esperaba que Gladys fuera a morirse. Capaz que le pareció así porque la vieja siempre estaba diciendo de ella mismo que era como el Ave Fénix, y que había conocido una época feliz en la que había sido una actriz de teatro triunfante, compañera de Thorry y de lbañez Menta en una obra de nombre absurdo que ya ni recuerdo, y que alguna vez, ella iba a resurgir, cuando los grandes empresarios descubrieran que ella, la gloria que ella fue, estaba viva, todavía. Pero mientras tanto vivía de una magra jubilación y de plata que vaya a saberse de dónde la sacaba, y se pasaba el tiempo mirando televisión y alimentando a los gatos del barrio. Más de quince gatos vivían en el fondo de su casa.
Yo le dije a Ariel que la vieja había cumplido su ciclo, que nadie es eterno, pero él no entendía, y estaba dele llorar, y decía que esto era lo peor que le había pasado desde que los Vencedores Unidos perdieron el campeonato de basquet el anteaño. Yo le dije que lo pensara bien, porque, bueno, Gladys sería lo que sería pero era nuestra Gladys, la pobre vieja que siempre nos invitaba a ver televisión a su casa y a darle de comer a los gatos del barrio. Pero, bueno, ya se ha visto lo que es Ariel, fin y al cabo, cuando se empecina. Yo nunca puedo hacerlo entrar en razón, y eso que él dice que nosotros vamos a estar juntos hasta que seamos sesentones, viejos y sesentones, como dice la canción. Yo creo que capaz que Ariel tenía pena o culpa, o pena y culpa a la vez, porque Gladys falleció por el frío riguroso del invierno; se murió a la madrugada según dijo el forense, y nosotros nos enteramos recién dos días después, porque la policía la descubrió gracias a que Ariel y Carmen hicieron la denuncia de que la vieja no aparecía, y ellos temían que le hubiera pasado algo en algún baldío, o que hubiera tenido un accidente con el Chevy. De modo que la policía entró a la casa y encontró el cuerpo de Gladys frío, más frío que el invierno, y azul y amoratado porque se había ahogado, parece, y no había mal olor todavía, yo creo que por el frío, es obvio que era por el frío, porque en la pieza de Gladys hacía como cinco grados y eso mata a cualquiera. Es claro que a Ariel le dio culpa, porque dice que se fijó y que Gladys apenas si tenía un cobertor de esos de lana y guata, y el cuerpito de la vieja estaba casi desnudo con un camisoncito de franela que usaba, y él y yo y Carmen nunca nos dimos cuenta que la vieja tal vez necesitaba abrigos y vestimenta. Incluso tuvimos que hurgar en su ropero para encontrarle ropa buena para un entierro decente y que ella se viera linda.
Lo del entierro fue un problema, también, y yo creo que a Ariel le quedó como un resentimiento por eso. Porque Gladys era judía, y nosotros le organizamos un velatorio a cajón abierto y a la usanza que nosotros conocemos, tal vez hicimos mal, yo qué sé, pero ella decía que Dios era uno solo, ¿qué hubiéramos debido hacer? El cajón se lo pagamos con lo que un chapero nos dio por el Chevy que la vieja manejaba. Decía que no sabía cómo podía andar todavía el Chevy aquel, que parecía que no le quedaba un rulemán sin oxidar.
Lo cierto es que la vieja estaba tan sola, que no se acercó nadie de su colectividad cuando supieron que ella se murió, quizá porque ya no pertenecía a colectividad alguna, la vieja, tan sólo a los gatos. Hubiéramos debido organizar un velatorio al que pudieran asistir los gatos. Incluso aquel rayadito que siempre lo seguía y que cada vez que la veía maullaba desde lejos. Dije que estaba sola, y que nadie se acercó, y si es cierto que ella fue alguno vez una estrella del teatro, nadie de la Asociación de Actores vino, y ni siquiera el Sindicato envió una corona, que es lo menos que hubiera podido hacer, si es que Gladys Levinton era la que ella decía que fue. Ariel fue el que se ocupó de poner el aviso en el diario, pero nadie vino. Estábamos nada más que nosotros y Carmen, que fue la que la vistió y la maquilló como a una reina y le compró unas rosas pobretonas que le puso entre las manos nudosas.
Ariel no paraba de llorar, y eso me dio mucho lástima. El decía que la vida era injusta, y lo decía con una fuerza que parecía que no lo hubiera sabido desde antes.
Gladys no tenía herederos y cuando acabó todo, vaciamos la casa, antes de que se la apropiara el Gobierno. Es cierto que yo esperaba encontrar recortes de revistas que reseñaran la actriz que ella había sido, o fotos suyas, o cartas. Y sin embargo no, y eso que ella decía de sí misma que era como el Ave Fénix. No más guardaba en el cajón de la cómodo su carnet de jubilada con una foto de los '80, los recibos pagos del Cable, y el retrato de un hombre de mirada inquisotoria y bigotes vibrátiles que nunca sabremos quién era. Me sentí muy triste, porque fue como que la vieja nunca había pasado, nunca había existido. Estaba por comentarle eso a Ariel, que no paraba de lagrimear, mientras sacábamos las pertenencias, estaba por decirle aquello de "triste el que se muere" porque de pronto parece que no ha sido nadie, pero me callé. Y creo que hice bien en callarme, porque fue entonces cuando oí que desde el fondo nos llegaba el maullido de los gatos que la vieja alimentaba.