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Mesetas

Por Quique Font

El auto se detiene en un punto indeterminable del camino que cruza la meseta en línea recta, de una punta a la otra, hasta perderse en ambos horizontes. El hombre se baja y mira, con calma intensidad, el paisaje que, por todos lados, lo rodea como un lazo inconmensurable. Ya ha estado allí una vez, recorriendo ese camino, muchos años atrás; y no es el lugar lo que en realidad ahora revisita sino la materialidad de un pasado del que, en vano, viene intentando desprenderse, dejar atrás, con su incesante deambular. Con la mirada fija en ese horizonte circular, especula que si alguna vez lograra desplazarse a la velocidad adecuada --aquella que puede hacer que un simple punto devenga en recta infinita-- conseguiría que ese pasado se levantara violentamente, arremolinado, y que, tal como esa nube de polvo que minutos antes había visto retorcerse por el espejo retrovisor, éste también se iría luego depositando o desvaneciendo (lo que para el caso sería lo mismo) sin dejar rastros. Pero sabe que eso es tan sólo una ilusión, ya que ni bien decidiera aminorar la velocidad o detenerse, pensando que la nube de polvo arremolinado habría quedado atrás, la inercia haría que ésta siempre lo alcanzara, para dejarlo envuelto en un repentino escenario de luces opacas y contornos difusos. Y con el pasado, cuando se trata de borrarlo, pasa insalvablemente siempre eso.

Sentado con la espalda apoyada en una de las ruedas del auto, rememora que aquella primera vez el camino, que ahora volvía a andar, se abría, a medida que lo recorría, en una recta que se hundía en el horizonte de la alta meseta. Aunque no era precisamente el paisaje lo que, al recorrerle nuevamente, recordaba sino, más bien, su reflejo. Lo había visto en los ojos de una mujer, en los que, a la vez, se había visto a si mismo inmerso en ese (o aquel) paisaje, recortado en el aire austero y helado de la alta planicie. El recuerdo de aquel paisaje, a veces en movimiento y otras detenido, reflejado en aquellas pupilas (que hoy prefería pensar como espejismo), era también el recuerdo del aire con olor a pasto del final de un verano lluvioso, a cubiertas recalentadas y a langostas aplastadas en el radiador; a innumerables líneas blancas que habían sido tragadas, primero por la sombra y, después, por la propia trompa del auto, para llegar, luego de muchos días, hasta esa larga recta de piedras y tierra seca. Y también, rachas de aquel singular perfume que lo azotaban con el viento desde la ventanilla del lado de ella, kilómetro tras kilómetro, interminablemente. Todas esas imágenes que en ese momento se repetían insistentemente como recuerdo, acentuaban ausencias y el peso de todos sus otros innumerables pasados de los que, sin suerte, también intentaba desprenderse.

Porque entonces, antes, en aquel otro presente, le bastaba con cerrar los ojos momentáneamente y sumergirse en la realidad de aquel perfume; tratar de capturarlo, para luego deconstruirlo en todos sus matices y retenerlo hasta el agotamiento, hasta consumir la última molécula. Luego mirar hacía el lado de ella, encontrarse con sus ojos de sol y ver cómo su risa de negra africana se desenvolvía en el espacio; sentir sus dedos tibios colándose por debajo del borde de sus pantalones cortos. Y jamás, en esos momentos, presentir lo que vendría. Los interminables domingos. Las horas muertas en los aeropuertos. Los días en que manejó sólo, sin parar por miles de kilometros, para encontrarla por unas horas; y, después, descubrirse sin saber hacia donde ir, en una senda abandonada en el remoto oeste de Mozambique; con la certidumbre que ella, ya a esa altura, volaba, en el comienzo de un viaje que empezaba a alejarlos irremediablemente. El frío y la nieve, en el invierno más gris y silencioso de Budapest. Ciertos lugares, de una ciudad en el hemisferio sur, que, algunos años después, sus pasos instintivamente evitarían. Su deambular por las calles de Londres en las noches de tormenta y los atardeceres en la margen sur del Támesis, entre las imágenes crepusculares del viejo puerto abandonado. Y ahora este compulsivo retorno a ese largo camino, que allí sigue, inalterado, solitario y vacío, cruzando la extensa meseta de un extremo virtual al otro. En la inmensidad de la meseta, estos recuerdos, a cuya contemplación desapegada el hombre de a ratos se entrega, se suceden como si fueran escenas inconexas de un film de Wenders, enrarecido y distorsionado, en las que el movimiento nunca alcanza la intensidad suficiente como para catalizar las tensiones y engendrar líneas de fuga.

Después de unas horas, cuando comienza a anochecer, acelera otra vez en dirección a uno de los dos extremos en los que el camino se desvanece en la penumbra anunciada. Vuelve a preguntarse, aunque bien sabe la respuesta, si la velocidad podrá rescatarlo de ese océanico y disociativo estado de pasión que, antes, un par de veces, tomó la forma del amor.

Con la mirada fija en el espacio donde la recta se concentra en un punto sumergido en la difusa línea de cielo y altiplano, el hombre rememora las ficciones de Borges sobre el tiempo. Una y otra vez las evoca, repitiendo una que lo acompaña desde la primera vez que la leyó: negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos... La repite en voz baja, delicadamente, una y otra vez, saboreando la cadencia de cada palabra, tratando de conjurar, así, las trampas por las que intuye que lo arrastra su sangre.

Los extremos antes visibles del camino ya se han perdido en la oscuridad. El auto vuela a toda velocidad por la recta interminable, levantando, a su paso, una densa columna de polvo que se contorsiona voluptuosamente hasta depositarse nuevamente. Al volante, el hombre abre y cierra los ojos, intenta asegurarse que el perfume que recuerda es aquel, el arquetípico. Pero eso ya le es, en cierta medida, irrelevante: sabe que cada vez que mira hacia su derecha tan sólo se encuentra con la planicie interminable y pelada, más allá de la ventanilla, desde la cual sus ojos le devuelven una mirada fija en un horizonte perdido. Y el viento, ahora raquítico, parece ya no traer nada. Entonces comienza a fantasear, una vez más, con la idea de dejarse arrullar por el ruido constante del motor y del rodar de las cubiertas sobre el ripio; cerrar sus ojos cansados, apoyar la cabeza en los brazos cruzados sobre el volante y liberar la tensión sobre su pie derecho, descargando todo el peso contenido sobre el acelerador; intuir, fracciones de segundo antes que ocurran, el silencio súbito de las ruedas en el aire, el impacto y después, por fin, la nada.

La primera estrella fugaz de la noche atraviesa el cielo sin nubes de lado a lado.