Por Pablo Robledo
En la madrugada brumosa de agosto, sin mar pero bruma al fin, un lígero olor a almizcle la hace ir a acostar. Bruna camina canina. La primera claridad está por llegar, luego vendrán las claridades subsiguientes y el desastre de la luz. Se va a dormir con la seguridad de que por la mañana llegará una carta escrita enteramente en sánscrito que no entenderá. Suele suceder a linajes viajeros. Hablar esperanto y conocer el lenguaje de los sordomudos no le servirá. El significado purgará al significante y la leerá como los fieles leen la pastoral, con predictible devoción. Soñará, como de costumbre y al despertar bajará corriendo a ver si la certidumbre era justificada. Canina camina y se mete en la cama.
A la llegada de la carta, en el apogeo del sol, todo le parece tan '70: el cartero, los anticuarios, las propagandas del cine, los Fiat seiscientos, las plazoletas, las galerías, los textos escolares, los diarios. En esta cosmología corrugada, de sustos primerizos, todo es posible. La abre y por un momento le viene a la memoria el sueño, pero luego lo vuelve a olvidar. Lee. No entiende, solo el sello del gato le resulta conocido, la devuelve al origen de la escritura, a la sordera del paralelo 49. Se subordina a una practicidad bruta o a un hermeticismo pasajero, a una costumbre inmovilizante o a una culposa predisposición. Pero se subordina y cree entender que en ese gato, inmóvil y estampado en el margen derecho, hay un mensaje casi orden. Abre la puerta y se va, adoptando con el disgusto de quien ama los perros, una postura felina. Bruna camina gatuna en pogo solitario, sin rumbo fijo.
Pasa por la vidriera de una juguetería en extinción y se detiene ante las Barbies. Quisiera liberarlas. Pasa por una vieja verdulería y se detiene ante las frutas. Le saca fotos. Pasa por una casa abandonada y se detiene ante la puerta. Quisiera abandonar. Ocupada en buscar la sombra pasa por una ventana y se detiene ante la imagen: una familia nuclear juntada en torno al televisor, como los antiguos se juntaban en torno al fuego, papá, mamá y sus hijos. No tienen miedo, están pidiéndole explicaciones al Topo Gigio, tienen horno a microondas y medicina privada, estampa del Gauchito Gil y San Cayetano. El Menemundo les agracia. Las babas del diablo entrán al living—room y terminan su efímera existencia contra el frasco de fideos. Estos, finos y de una meticulosidad casera, enriedan al tomate que, bonapartista pero no garibaldino, elogia sus virtudes desde una quietud de futura salsa. Porco Dio, menos mal que estoy de sexual sciopero, se repite a sí misma Bruna, mientras huye hacia la seguridad de lo incierto.
Corre y se ríe de su pretendida isoglosa, se piensa vampira a punto de probar sangre de recién nacido, tuerce las bolas de sus ojos y después las cruza de un extremo a otro en gesto tuerto propio de criatura demoníaca, canta Shakatak de Dave Collins como si en ello le fuera la vida, como si el reggae fuese el centro de su ombligo y el ombligo el centro de la lascivia, como canta ella. Llega a una calle de sola cuadra, empedrada, minuciosamente demorada en principio de siglo. Salta por los adoquines haciendo rayuelas imaginarias y se encuentra con un ejército de gatos. Son más de veinte que se acomodan a lo largo y ancho. Los gatos la miran y no reconocen en ella ningún enemigo. La lamen, le acarician las mejillas con el pelaje suave de sus lomos, la intuyen una de ellos. La rodean druídicos. La despojan del ego. Le desnudan la poca ternura en un estratagema selecto. Y luego, hacen que los siga a la casona en que viven.
Alli Bruna comienza a reconocer territorio, huele las escaleras, hurguetea por los rincones con movimientos de muppet, patea botellas de porrones vacías, corre cuidadosamente los resabios de una telaraña, se apodera pasivamente del lugar y se siente una cortesana en palacio. Se acomoda en el hueco de una pared y comienza a tocarse hasta sentir la dureza pre—orgásmica de los pezones. Justamente ella, que tiene el amor en conserva y práctica una sexualidad diletante, se toca. Cuando acaba le parece que las pequeñas muertes la arrastran a un vacío inconcluso, que es parte de un ejercicio surreal planeado por un inspector en ketamina, que los gatos la eligieron y ella, ahora, tiene que responderles.
Se toma mas tiempo, pasea por el jardín, encuentra una gran pila de viejas partituras. Se pone a hojearlas con la fragilidad que merece el pasado, son testimonio de los veinte en esta ciudad que no es suya pero es como si lo fuera: tangos, sevillanas, rumbas, fox—trots, folklore y un paso doble que concentra su atención. Por unos ojos... con música de la orquesta típica de Roberto Firpo y letra de Planells del Campo. Desde la tapa, una especie de Cleopatra de vanguardia toda velo y toda ojos, la mira y parece decirle "si no actuás ahora, serás nada más que otro blooper en el programa de las ocho". Bruna se asusta por lo que le parece una visión, pero sabe que si los ojos bien pueden engañarla, el oído es más hi—fi. Tropieza con un zapato hecho de hojalata, arranca unas flores salvajes de color amarillo, encuentra un maniquí de mujer sin cabeza y lo abraza, grita pero no se decide.
Igual es hora de irse, los lunes no le gustan de mañana y mañana es lunes. Igual la casa seguirá allí, y los gatos, y el paso ronco del tiempo, y toda esta fingida utilidad del planeta caras. En donde otro ejército, no justamente el de los gatos del Pasaje Santa Cruz sino uno sustituto, se ha apoderado de la iconografía marginal y la ha transformado en basura que no reconoce posibles reciclajes. Se va Bruna, por la abrumada Rosario, a esperar otro día.