Por Jorge Isaías
Estoy solo en esta casa ya sin ruidos.
Los gallos que a la mañana ritualizaban el alba se han ido, o se los han robado, que para el caso es lo mismo.
Mientras el agua para el mate se va poniendo a tono trato -- inútilmente-- de borronear unos papeles.
Apoyo los codos sobre la mesa, mientras mi cuerpo descansa sobre una vieja silla de paja cuya historia desconozco. Miro por el ventanal que tiene la persiana levantada, ese ventanal que da a la calle desierta y pertenece a la parte más nueva de la casa. Un ventanal donde se puede atisbar el mundo lleno de verde y de pájaros, y de camiones que por la ruta horadan la distancia como verdaderos bólidos.
Y lo veo aparecerse, montado en esa vieja bicicleta que aún lo lleva por las calles asfaltadas y anchas del pueblo. Es mi padre.
Estoy allí, en una palabra, espiando sus movimientos que dudan si detenerse o seguir. O simplemente cómo detenerse. Al fin se las ingenia para arrimarse al cordón de la vereda con su equilibrio precario, se toma de un árbol y baja con mucho esfuerzo, con mucha lentitud.
Apoya la bicicleta en el árbol, corre el pasador de la puertita de alambres y entra.
Algo desconocido me va subiendo del estómago a la garganta. Ya no es mi padre, pienso. Aquél hombrón que de vez en cuando "se salía de madre" como un río y descalabraba de un puñetazo a alguien. Los que lo vieron pegar dicen que tenía las manos como dos ladrillos.
Ahora, una de ellas la tiene mutilada por un accidente de trabajo.
Cuando esos líos se armaban terminaba en la comisaría. Allí iba yo con un bolsito llevándole comida, un paquete de "Fontanares" que fumó en esa época. Mi sensación era ambigua, de temor, de vergüenza y un poco de orgullo también porque mi padre se hacia respetar y porque yo dejaba de ser un cero a la izquierda y adquiría importancia, mi madre no podía ir a la comisaría por razones más que obvias en el pueblo.
De todos modos, como era un hombre muy apreciado, el comisario por las noches lo dejaba venir a casa a cenar con nosotros. Aprovechaba para afeitarse, fumar un cigarrillo y tomarse unos mates y se volvía a dormir a la comisaría. Esto hasta que se calmaban los ánimos y todo volvía a la normalidad. Nunca fue prontuariado.
Ahora casi no es mi padre. Ahora es sólo mi viejo. En una vejez que no quiso, de la cual se burló toda la vida y hoy deposita en sus compañeros del hogar de ancianos.
--Allí hay sólo viejos, repite con desdén.
Como si aún pudiera treparse a esas grandes trilladoras y, aún pudiera ser el mejor costurero o el más hábil estibador del pueblo.
O fuera capaz de juntar --él solo-- 17 ó 18 bolsas de maíz en las mañanas duras en la chacra de Domingo Clérici. Entraba al rastrojo con la helada y se volvía con el sol todavía alto. La maleta al hombro, silbando bajito, fumando sus "Fontanares". Esos cigarrillos que tiró un día para siempre.
Ahora me pide de los "toscanitos" que yo fumo --tagarninas infernales-- pero los deja sobre un mueble, sin tocarlos más.
De aquellas hazañas suyas ya no se acuerda nadie. Ahora es un anciano vacilante, que sin embargo �insólitamente-- no abandona su rictus de rebeldía solitaria y sin concesiones, con una dureza para juzgar a los semejantes y al orbe entero si es necesario.
Sólo una cosa me apena de la relación con mi viejo. Me pasé media vida en tensión con él y la otra media defendiéndolo de las críticas familiares. Creo que soy el único que trata de comprenderlo.
En especial esos largos silencios suyos, esas hosquedades a las que uno no les encuentra sentido, salvo que sean muy hondas y no un rasgo sólo de su malhumor.
Por un pudor machista que él mismo me inculcara nunca me atreví a preguntarle si me quería. Pero yo tampoco le digo mis sentimientos.
Ignoro si alguna vez podré.
No lloró cuando murieron sus padres o sus hermanos. Sólo lo vi llorar cuando me vine contra su voluntad a esta ciudad hace tantos años a estudiar. Y según me cuenta mi hermano cuando murió Perón entró en un llanto acongojado y hacia la noche dijo: --Perón fue mi único padre.
Cuando mi madre murió estuvo como atontado, como ausente, pero después me confesó que por las noches empapaba la almohada de llanto y que había pensado en matarse pero no lo hizo porque el coraje no lo acompañó hasta allí.
--Yo debí morirme y no tu madre, rezonga todavía.
Cuando estamos frente a frente, mate de por medio, le voy preguntando por los únicos temas que lo entretienen un poco, los únicos a los cuales hoy accede: sus años de obrero golondrina, su juventud.
Que en realidad es un único tema.
Salen entonces como chispas de sus ojos cansados y me habla de sus viajes por muchas provincias, en un trabajo incesante por traer el pan a casa. Fue un buen lector de esas realidades y sin vacilar se afilió al peronismo en el 45 y no creo que se sienta capaz de exhibir orgullo más grande que el de ser el fundador de la primera unidad básica de mi pueblo.
De pronto se distrae y ya no contesta y si yo le insisto me dice vagamente: --No sé, no me acuerdo.
Sé entonces que volvió a sus cosas insondables. Sé que de allí no lo saco.
Y como muchas otras veces no sé de qué hablar con él, saco entonces una botella de ginebra que acabo de comprar y se la alcanzo. Se entusiasma un poco y toma un trago grande del mismo "pico", como lo hizo siempre. Entonces sí, la paladea satisfecho.
La última vez me contó algunas anécdotas nuevas de sus viejos compañeros de trabajo: Agustín Lencioni, el Negro Barros, Tito Suárez, el Beco Gúbero, Balengo Villarreal, Sandalio Pizarro, Faustino Brochero a quien llamaban "Pancita", Serapio García y su gran amigo "Carucha" Massalli de prematura muerte.
No se queda mucho en la casa donde no quiso vivir más cuando murió mi madre. Siempre fue muy impaciente, los años le acentuaron esa manía.
Se levanta y con dificultad va hacia el árbol de la vereda donde apoyó la bicicleta. Esa vieja bicicleta de anchas llantas italianas que le regalamos con mi hermano hace una pila de años, creo que fue cuando cumplió setenta.
La monta con extrema dificultad, imperceptiblemente trato de ayudarlo, se percata y me dice por lo bajo: �Dejá, todavía no estoy inválido.
Me quedo allí plantado. Rogando que no se caiga delante mío y le haga sentir la humillación de ayudarlo. No quiere reconocer que pisa los ochenta.
Tomando un envión con toda la energía que le permite el cuerpo ya débil, me dice: --A la tarde paso un rato.
Hace un poco de equilibrio precario, en zig zag, con el cuerpo un poco encorvado y lentamente, muy lentamente se aleja.
Me quedo solo, parado en medio de la calle.
Carajo, pienso. Este es Santos Isaías, éste es mi padre.
Giro el cuerpo y miro hacia el sur, hacia donde tuve mi espalda, allí está todo el campo, el sol, el horizonte celeste juntándose con el alfalfar de los Pozzi.
Un equilibrio que ya corta una bandada traviesa de diminutas tijeretas que se pierden en lo alto.
Ya no pienso más. Sólo hago tres trancos, abro la puertita de alambres y me sumerjo en la sombra apacible de los plátanos.
Invierno de 1998.