Por Víctor Zenobi
A las quince y diez, como todos los lunes del año lectivo, el profesor Enrico subía al mismo colectivo que lo llevaba desde Rosario hasta un colegio de Cruz Alta, en una peregrinación que duraba dos horas y media a la ida y dos horas y media a la vuelta. Había tomado el hábito de acomodarse en el último asiento, menos para repasar sus clases de Latín que para ahondar en su mundo privado.
Que todos los lunes, bajo las mismas circunstancias procediera a ese rito, materializaba la idea de que su trama habitual se deslizaba hacia un tiempo reversible que lo colmaba con una persistente promesa.
¿Una promesa de qué? Es difícil decidirlo.
Casi siempre, cuando se dormía, soñaba sueños de imágenes parecidas. A veces, con una ventana que daba a un campo desolado y que curiosamente asociaba a su padre, otras con una inmensa red extendida entre Bellatrix y Betelgeuse. Y todo le parecía tan real, que a la noche, cuando regresaba, miraba el cielo descampado con la impresión de que las imágenes de sus sueños, encontrarían a través del cristal, imágenes equivalentes. Naturalmente, se decepcionaba y como debía reacomodarse al pasaje habitual de una serie limitada, buscaba en algunas estrellas un mínimo de revelación; apenas una letra o un nombre: Alfa o Aldebarán (el Postrero) que llamaban Palilicium desde su lengua madre. Apenas una letra o un nombre que se acomodaban al lado de su depleción y resignificaban sus afecciones, desde la remota turbación de su idioma excluído.
Cada tanto, en cada parada del colectivo, miraba como al descuido a las personas que subían; la mayoría, pasajeros de otros tantos viajes similares. Tal vez, uno de esos rostros... pensaba. Porque hasta el momento, nada. La indiferencia y el mudo pasaje en un doble pasaje y después, en la mínima habitación que le servía de casa, trataría de dormirse con las ganas de no despertar o de saltar los días sucesivos, los días específicamente reales que se reducían a las clases desatendidas, la indiferencia de los colegas o la urgencia prepotente del director.
Pero Enrico...¿dónde están las planillas con las notas? Lo suyo es inadmisible. ¿Y el recorte con las efemérides? ¿No le parece que abusa de nuestra tolerancia?.
En esos momentos, se sentía atrapado en otra red de la que le costaba evadirse y recurría a cualquier letra; la letra T que remitía a la cruz o la M que evocaba desde el origen de su lengua vencida los avatares del aMor y de la Muerte.
Por lo demás, ninguna intromisión foránea. Una sola vez, en quién sabe cuánto tiempo, había recibido una carta firmada por un tal Alighieri, que le informaba lacónicamente la muerte de su padre, en el barrio de Cuma, hacia el norte de Nápoles. Enrico apenas podía recuperar un gesto y unos ademanes casi borrosos, porque era muy chico cuando su padre decidió regresar a su tierra natal después de sucesivos fracasos.
Cuidado Enrico! Mejor no acordarse de esas cosas! Es mejor esperar el día lunes. El día en que el mundo de múltiples pasajes transita por el pasillo del colectivo y las expectativas crecen, cada vez que se acerca una parada.
¿Tal vez en este viaje?
¿Por qué no, Enrico? Tal vez éste sea el viaje trascendente.
Unos ojos verdes de mujer madura, probablemente una de esas profesoras que también viajan a los pueblos vecinos para dar clase, asciende en la segunda parada. El corazón de Enrico se acelera, trata de disimular. No hay muchos asientos libres. Si va lejos, tal vez... pero no. Vacila y ocupa el asiento de adelante. Enrico siente una leve puntada en el pecho. Se saca los zapatos porque la ansiedad cosquillea en sus dedos. No se atreve a confesarlo pero por primera vez, la segunda parada será motivo de una multiplicada expectativa, de un lunes dentro del lunes, de un viaje dentro del viaje y por momentos, Enrico deseará que algo lo distraiga, aunque sea algo terrible. No importa, con tal que sirva para borrar el deseo que dibuja en las constelaciones pasajeras, el rostro de esos ojos cuyo nombre ignora. Pero es inútil. Cada vez que desciende en Cruz Alta o en Rosario, retrocede y sólo el viaje queda preso en la red del porvenir. En la red de los días lunes, semanas tras semanas, meses tras meses.
El último lunes del año lectivo, Enrico se acomodó contra su costumbre en el penúltimo asiento. Abrió La Eneida en el capítulo sexto, pese a que el murmullo del colectivo, inusualmente lleno, entorpecía su lectura. La mujer de los ojos verdes no faltó a la segunda ascensión y esta vez se sentó a su lado. Enrico quería dejar de leer pero su timidez cedía ante la confusión de no encontrar las palabras que quería. Siempre se había guíado por la certeza de encontrar en el futuro una frase del pasado y una tímida posibilidad. Casi no pudo creer cuando la mujer le preguntó qué leía. Se sentía tan turbado que creyó que el corazón le estallaría, pero a medida que escuchaba su voz, sus ademanes y sus gestos se iban recomponiendo.
Al enterarse de su oficio la mujer le dijo: "...de algún modo usted se ocupa de mi origen. He venido a este país de muy chica, pero soy romana".
Mientras hablaba, Enrico traducía la certeza de que el tiempo era una estrategia verbal.
Un espacio de sensaciones rezagadas, virtualizadas por los reflejos del último sol en los cristales, modificaba la presencia concreta con frases lejanas y Enrico se supo otro Enrico, y sintió que por primera vez, comenzaría a escribir una página suya... quod scripsi, scripsi.
La mujer pareció intuirlo y le dijo: "en la próxima bajo, pero viajo siempre. Usted debe haberlo advertido".
Enrico asintió con el gesto, mientras ya la veía, alta y elegante, deslizarse en el pasillo, mientras la veía darse vuelta y dirigirle una brizna de afecto pasado, mientras la veía descender, descendiendo en sí mismo.
Cuando el colectivo arrancó, una puntada se asentó de repente. Una especie de vahído lo fue enredando y un sudor frío le corrió por las mejillas, pero no quiso pedir ayuda. Nada había en el mundo que pudiese entorpecerle ese viaje. Una sola letra, acaso una palabra, ocupando los espacios huecos, los asientos vacíos, era lo que había pedido. Ahora necesitaba cerrar su libro, dormir un poco, tal vez soñar. Había pronunciado una palabra de su idioma deponente, ¿tal vez ininteligible? Tal vez, pero no menos verdadera.
Otra puntada terrible casi lo desmaya, pero a Enrico ya no le importaba. Estaba recuperando la sintaxis de su origen, respirando su cadencia, llegando a su estación. Por supuesto, no descendería allí. Al final del recorrido encontraron su mirada petrificada en el viaje inusual. Casi perdido entre los asientos vacíos de siempre. Inerte. Tieso. Apenas definido por los vestigios de un idioma que va borrando el silencio.