En el hoy barrio Malvinas —con una particular historia proletaria— se están dando una serie de transformaciones urbanas, no del todo registradas en el vecindario.
Por César Seveso
Del recuerdo de la cotidanidad suburbana, arrabalera, proletaria, nada o casi nada queda. La poética de Refinería, hoy islas Malvinas, se fue deshilachando en una larga cadena de inflexiones y hoy ha sido reemplazada por la casi insensibilidad o la indiferencia como consecuencia de un sustantivo: el progreso. Hay sí un registro administrativo de esas inflexiones y, con tiempo, se las podrá encontrar en la evolución catastral del barrio. No obstante, hay otro registro que pasa por la memoria de los vecinos más viejos y que se construye en la amalgama de un pasado mítico y un presente casi innombrable, un presente de desgarros, de pérdidas de una fisonomía urbana, con sus casas y sus calles cada vez más irrecuperables.
Barrio Refinería, nombre industrial de ascendencia proletaria; barrio Islas Malvinas, instancia reivindicativa que a partir de 1948 trató, sin éxito, de sobreponerse a la memoria popular que obstinadamente se resistió al cambio de nombres. Pocos vecinos, que bordean ya los ochenta años, se han autoimpuesto el recuerdo constante de este barrio orillero, laberíntico, sin embargo, reconocen no con poca tristeza que "estamos hablando de un muerto". Una existencia mítica de un conjunto de manzanas tejida alrededor del azúcar, el sexo, los rieles y los compadritos se ha desperdigado con el paso del tiempo.
El ferrocarril que para 1870 ya unía Rosario con Córdoba y, casi veinte años después, la instalación de la Refinería (y otros ejemplos más del capital concentrado, como la poderosa Bunge y Born) sostuvieron durante décadas un pulular constante de familias obreras que atraídas por la creciente oferta laboral recalaban en el barrio poblado de conventillos. "Mil fábricas, decenas de boliches, el puerto, la urgencia del trabajo, un mundo de gente que se fue muriendo o se fue simplemente. Las fábricas se fundieron, el puerto ya no está más, es por esto que estamos hablando de un muerto. No se puede ni se debe estar en contra del progreso, pero este progreso, ¿sirve para algo?", se pregunta uno de los vecinos.
Fruto del encuentro entre varios saberes (arquitectura, urbanismo, administración pública y ciencia política) la planificación ha ganado un espacio preponderante. Y, ciertamente, hay que planificar, administrar, reglar, encauzar. Planifica el que tiene poder. Sólo así se entiende que todo esté siempre al borde del caos y el desorden: la subversión del espacio social es, para los planificadores, peligrosa. No hay poética en la tarea de éstos, porque detrás (como primera determinación) de la imperiosa necesidad de darle uno o varios planes de ordenamiento al espacio urbano está la mirada económica: flujos de dinero o mercancías pasarán, o no, si esto o aquello se hace o se deja de hacer. Así, para algunos de los vecinos más viejos no se trata de una abstracta oposición al "progreso" sino de la concreta suspicacia ante los más favorecidos por éste. Para otros no quedan dudas y apuestan fuerte a un futuro cercano en el que, previa apertura de nuevas calles y avenidas más el recupero de los terrenos del ferrocarril, revivirá el Refinería con todo su esplendor. La variopinta historia de Refinería aparece en esta septuagenaria muchachada errante, como ellos mismo se definen, con la impresión de que todo hubiera ocurrido ayer. La naturalidad con la que recuerdan nombres y acontecimientos de 1920 como de 1940 es fruto de una espeluznante memoria. Sin embargo, a partir de mediados de 1960 es poco, casi nada lo que dicen, o lo que quieren recordar. Es que por estos años el ocaso de lo más querido de su pasado empieza a florecer. El barrio cambió abruptamente, sin parar modificó calles, casas y las vidas de cada uno de ellos. Es por esto que prefieren el recuerdo más pretérito porque del pasado más cercano sólo o casi sólo se retienen calamidades. Tal vez generaciones posteriores a ellos guarden recuerdos más nobles; para los más viejos, desde mediados de los '60, se configuró la decadencia de eso que conocieron como su pasado y como el pasado del barrio.
Este resultado al que hoy se arriba no es, por cierto, un fenómeno reciente. Esta insensibilidad a las transformaciones urbanas es producto de una larga cadena de inflexiones que marcaron a fondo la vida cotidiana de los habitantes del barrio y de la ciudad. Cuando ya muchos murieron, cuando otros se mudaron buscando una vida más sana lejos de la contaminación cerealera, cuando otros perdieron la memoria y cuando los pocos que restan no tienen nada bueno para recordar, en definitiva, cuando todo esto a lo largo de los años se va acumulando, se desemboca en una situación en la que resulta imposible tratar de detectar algún cambio reciente.
No es que no los haya habido --por el contrario, se enumeraron aquí varios de ellos-- ni tampoco es que tácitamente no se los advierta --de hecho, nadie en el ex Refinería duda de la desaparición de la industria azucarera o de la erradicación de la peste bubónica-- sino que lo que sí se ha perdido es poder establecer un cruce entre las transformaciones urbanas con la vida cotidiana. Tal vez, más que una indiferencia ante lo urbano, un opacamiento de la memoria urbana, o una insensibilidad ante las transformaciones urbanas, lo que ha ocurrido habría que encontrarlo en un adaptacionismo, casi sin resistencias, a dichas transformaciones urbanas. De las respuestas que el barrio Islas Malvinas, ¿ex Refinería?, y los barrios de la ciudad toda puedan dar, dependerá las formas en que cada uno decida poner en contacto, entrecruzar, la acotada existencia cotidiana con el devenir de la ciudad, que es a la vez el de la sociedad.
Ahora bien, si el olvido es tan indetenible como en algunas ocasiones necesario --según creía Nietzsche, "se trata de saber olvidar adrede, así como sabe uno acordarse adrede"-- en los momentos del balance final se debería, a nivel individual y social, sopesar el dramático momento de la decisión entre lo que importa olvidar y lo que imperiosamente hay que recordar.
Es, en suma, que la conciencia de barrio ha estallado en mil fragmentos. Esto no quiere implicar, a su vez, que otras nuevas conciencias barriales puedan volver a surgir, sino que más bien se apunta a señalar la pérdida de una multiplicidad de imágenes que conformaron la multiforme metáfora del azúcar, el puerto, los rieles, los conventillos y los compadritos. Y si bien se puede pensar en una cadena de inflexiones de lo urbano, no poca atención se debería prestar a uno de los eslabones más gruesos (tanto políticos como estéticos) de esta cadena: la que se formó a partir del impacto del terrorismo de Estado (con su carga de planificación y administración militar: en lo que hace al terror ejercido sobre los cuerpos como a la arquitectura que le fue específica) durante la última dictadura.
A partir del golpe militar del '76 hasta la actualidad constantemente "un conjunto de múltiples pistas autoprotegidas y sin comunicación que atraviesan los viejos barrios a niveles diferentes y superpuestos, abriéndolos, surcándolos, sobrevolándolos, imprimiéndoles un ritmo desconocido para ellos, amenazando gravemente con terminar de despedazar sus precarias identidades históricas, culturales, arquitectónicas y edilicias en aras de un acortamiento de las distancias y una reducción de los tiempos de viaje. Circulación y desencuentro" son los ejes, en el espacio y en el tiempo, que definen a las ciudades, según Eduardo Rinesi.
Del laberíntico trazado urbano del Refinería, de sus conventillos, de su poética arrabalera sólo "quedan esquinas pobres --escribe Borges, pensando en paisajes similares-- que si no se vienen abajo es porque están apuntalándolas todavía los compadritos muertos".