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ESTAR VIVO

Por Gary Vila Ortiz

Tres hechos parecen perjudicarme o me han perjudicado en estos seis años —octubre 1992, octubre 1998— de pesadillas. Una pesadilla que se había ido transformando en un mal sueño y poco a poco empecé a sentir que estaba mejor.

Esos tres hechos son: el decir la verdad, el ejercer el oficio de escritor y periodista; el estar vivo.

En cuanto al primero, decir la verdad, siempre sentí que lo que me pasaba tenía algo de inteligencia siniestra, la misma, por ejemplo, que aplicaron los nazis en la construcción de sus hornos de gas. Siempre se trata de encuentros en lugares que poco tenían de privado, el que me hablaba lo hacía como si fuera un viejo amigo al cual encontraba después de años. Algunos sucesos tuvieron certidumbre. Tenían que ocurrir; pero tenían que ser lo suficientemente extraños como para que no se creyeran. Las fotografías que me mostraban, por ejemplo, eran tomadas por profesionales, sin lugar a dudas, pero nunca me entregaron ninguna. La credulidad, sobre todo en un régimen perverso en donde quienes no piensan como el Poder mienten, yo mentía.

Tendría que haberme dado cuenta cuando en mi largo fatigar los pasillos y los despachos de los tribunales un juez me preguntó —yo entendí que era una pregunta inocente— que si yo escribía el Kiosco de La Capital, que firmaba con el seudónimo de Nicanor Pérez. Le dije que sí, pero que en él participábamos hasta diez periodistas. Ese kiosco se transformó, con el correr del tiempo, en un símbolo de la amistad, la lealtad y la posibilidad de nuestros sueños, en este caso encarados en la utópica búsqueda del auto de Vito Nervio. El juez simplemente calificó al kiosco con una sonrisa y me dijo: "es un delirio". Nunca, hasta ahora, supuse lo que el juez quiso decir con eso de delirio. Por cierto la amistad, la lealtad, la absoluta libertad que reinaba en las pocas líneas del Kiosco se hicieron añicos y hoy es solamente el recuerdo, una buena memoria que el tiempo hace un poco más amarga.

Dije, mejor dicho, uno de los jueces, me dijo: un delirio. Pues bien: lo que hizo fue trasladar ese delirio a mis denuncias. Llevado por una deformación profesional que no puedo evitar (hace más de cuarenta años que escribo y además hago periodismo) ser detallista y anotar detalles que, supongo, deben haber pasado por un delirio. Por ejemplo este último caso del domingo a la noche: ¿cómo es posible, me decía alguien, que los tres individuos que te esperaban estuvieran con sombreros puestos? Es verdad, no tenían ningún interés en pasar desapercibidos y sabían perfectamente que yo iba a señalar ese hecho. Es decir: nunca les interesó pasar desapercibidos. Todo lo contrario. Era parte de una estrategia sórdida pero inteligente. No necesariamente los represores, los asesinos, son brutos o carniceros y menos aún quienes lo mandan.

Eso comenzó a crear, desde hace tiempo, casi desde el principio, una usina de rumores que buenos colegas se encargaron de difundir con gusto y diría que casi alegremente.

En cuanto a lo de estar muerto es algo que de ninguna manera quisiera estarlo. Todo lo contrario. Al revés de aquel general franquista español que gritó viva la muerte, yo tengo una profunda referencia por la vida. Pero estar muerto significa un hecho irrefutable. Al menos así lo pensaba. Del pobre y ya casi olvidado Cabezas no se podía hablar de suicidio. Era difícil que alguien usara un método tan complicado para matarse. Pero como si fuera una humorada se niega la posibilidad del suicidio y eso gracias a la absoluta impunidad que nos rige, al abominable amor que se tiene por el hecho consumado, a la costumbre de transformar a la verdad en una nueva verdad perversa. Como ocurre con la corrupción, los argentinos parece que nos hemos acostumbrado a ella y por lo tanto cuando se dice la verdad o se censura la corrupción, el argentino no se sorprende. Y lo que es más grave tiene miedo.

Si estoy explicando todo esto es por que tengo la certeza que el apuro repentino que parece haber por dictar sentencia en un caso que viene desde hace seis años, me obliga a decir que no puedo pensar en otra cosa que una intención al menos sospechosa.

Se han vuelto a mencionar en una crónica aparecida en un diario, las grabaciones de mi voz enviadas a Michigan, que parece algo digno de un cuento de ciencia ficción. Es elemental —ya se trate de la justicia, de la policía o del periodismo— saber, desde hace añares, que uno de los misterios más fascinantes de la humanidad que es que no hay dos voces idénticas en el mundo. Hace mucho, más de once años, hice un estudio sobre una novela de Leonardo Sciascia, que trataba ese tema. Pese a eso, se suponía que yo, conociendo que el teléfono estaba intervenido, que la voz se podía reconocer, tanto en Michigan como en Tokio, hablé por el teléfono para autoamenazarme. Escuché esas grabaciones, de las cuales no entendía nada, me negué a seguir el procedimiento policial normal (es decir repetir lo que en esa grabación se escuchaba y repetirlo tratando de imitar la deformación) pero cansado le dije que por qué no mandaban las cientas de cintas grabadas que tenía guardadas y que seguían acumulando.

Lo curioso del caso es que, por lo que sé, en una de los informes, creo que el segundo, se dijo que era la voz de alguien que había padecido asma de chico. Creo que me convertí repentinamente en el único asmático de la ciudad de Rosario.

Cuando María Esther Vázquez comentó mi último libro en La Nación. Se trataba de las "contratapas publicadas en Rosario/12, la autora, amiga excepcional, repetía uno de mis párrafos: "Este libro, entre otras cosas, significa como el despertar de una larga pesadilla de cuatro años y aún siento el tenor que en algún momento regrese". Ahora ha regresado. Sólo puedo agregar que el cansancio me ensombrece.