Por Gary Vila Ortiz
No la altura del dedo ensangrentado ni la surrealista visión de los relojes blandos sobre rocas que ahora sólo imaginamos, no hay recuerdo de esfinges soñadoras, ni de un café compartido a la orilla de ningún río del mundo, de ninguno, cruel afirmación tratándose de quien se trata, pero fue así, él mismo me lo dijo en su cerrada oficina de Nueva York y me lo repitió en el último caserón que habitó en Rosario.
Tal vez algunos lo recuerden, los diarios apenas si sacaron una breve noticia, lo que importaba era el muerto, ya casi devorado por los gusanos, la gran biblioteca de libros enormes y papeles en el piso por todo el caserón.
En el patio de atrás, que no era tan sombrío como se esperaba, había árboles y una tenue llovizna, lo que llamaba la atención porque en la ciudad no llovía, no había nubes, el sol brillaba en ese mediodía e incluso se lo veía como mojado por la llovizna que, como se dice, era pertinaz, eso pasa siempre con las palabras que empiezan con la letra "p", como perdiz, pichón, paloma, punto, parámetro, paradoja, paciencia, pardo, punzó, particular, particulares, padrones, podrido...
¿Qué son esas palabras y otras? Bastaría buscar un diccionario pero para qué si al muerto ya lo han comido los gusanos y lo que es tan curioso como la llovizna del patio de atrás es que no había mal olor en ningún lado del caserón, ni tan siquiera cerca del cadáver carcomido, nada de olor, mejor dicho un olor a jazmines, como ese olor que le gustaba a Cortázar, los libros, eran tantos, hicieron sospechar del pobre muerto, anciano ya, eso si lo sabía, yo conocía su edad, me la dijo una tarde caminando por Praga, el forense no pudo sacar conclusiones, es un hombre posiblemente viejo, de eso debe haber muerto, y si bien es cierto que el cuerpo estaba agujereado por los gusanos, uno de esos agujeros, justo en el corazón, era de una bala; curiosamente una bala inexistente, o por lo menos que alguien había retirado del cadáver en algún momento, todo esto pensaba yo sin decirlo, pero en la casi calavera había como una mirada de gran tristeza, ya no vale la pena seguir con estas cosas.
Dije, sin decirlo, lo dije mientras me miraba en el espejo, que finalmente el viejo había decidido poner fin a su larga, larguísima vida, casi como la de los inmortales de Borges, pero no tanto claro, él no era un inmortal, pero su edad y su porte hacían pensar en los años.
Eso y su memoria.
Eso y su asombroso conocimiento del pasado, cosas que uno no encontraba en los libros, pero yo lo llamaba, debía llamarlo de diferentes maneras, nunca supe el nombre verdadero, tenía varios y cada uno parecía corresponder a una sabiduría diferente. El se reía y me decía de una manera muy tierna, no se preocupe mi amigo, usted es muy joven y yo soy como un Dios, mi verdadero nombre es secreto aún cuando ese escritor que tanto admira lo haya descubierto en la piel de un jaguar.
Eso fue un atardecer en un pueblito del sur santafesino, Cañada Rica, porque a él le gustaba mirar el tren que pasaba por allí, irse hasta General Gelly, y luego esperar un tren de vuelta; en las esperas veíamos a la gente de campo jugar al chinchón y había ocasiones en que nos metíamos en alguna partida.
Es posible que usted se pregunte qué andábamos haciendo por Cañada Rica, por General Gelly o por Santa Teresa, sin olvidarnos de Sargento Cabral, recordando a Peyrano, el viejo "boliche", esos caminos de tierra, mi amigo, el hombre devorado por los gusanos, el anciano que no olía a podrido y que sin verlo (ya era una masa informe) yo notaba que algo en él aún vivía y era un fragmento rectangular y un par de paralelepípedos de serenidad, tranquilidad, amor, cosas de esas olvidadas, quiero decir olvidadas en este tiempo, pero no me podía explicar nada a esos individuos que trataban de saber, para quien todo era un trabajo burocrático, aburrido, pero que pese a la costumbre se sorprendieron que no hubiera mal olor.
Yo iba a decir que eso era lógico tratándose de la muerte de mi anciano amigo, pero no dije nada, mi lógica no podía coincidir con la de esos sujetos.
Sobre todo porque me sentía triste, serenamente triste, el amigo ya me había dicho que iba a llegar ese día pero que no me pusiera triste, que así eran las cosas, vivir con toda plenitud todas las vidas posibles y morir con plenitud todas las muertes posibles, de lo otro, de lo que no sabemos es suficiente eso: no saberlo.
Yo ya me sentía solo, no porque lo estuviera, no era así y no quería ser injusto.
Además, primera pregunta del sumariante: �¿Por qué tocaba el timbre de la casa de alguien que no conocía?
La pregunta era buena, y si había dicho que no lo conocía debía insistir en eso.
Me confundí, dije, me confundí, en realidad era en la otra cuadra donde debía ir, pero no en ésta, y tenía la suerte de tener una familia amiga en la otra cuadra, por lo cual la respuesta fue aceptada.
Lo que me llamaba la atención era que nadie me hubiera visto con el viejo tantas veces que habíamos estado juntos, pero eso había sido borrado de la memoria de los otros, creo, no sé si será así, pero supongo que el mismo anciano había pedido que esas memorias se olvidaran.
Recordé a Borges, Dios no puede cambiar el pasado pero sí las memorias que van quedando de ese pasado.
El amigo me había dicho, cuando muera no haga nada ni pida nada, ni que me entierren ni que me cremen, que las cosas sucedan como tengan que suceder, no interrumpa lo que tiene que pasar, aunque le acepto que se ponga triste.
En realidad no supe qué hicieron con el cadáver descompuesto del anciano; sí supe que cuando abrieron el primer libro o los primeros libros, todos estaban hechos polvo, por lo cual supongo que todo, el cadáver y los libros habrán ido a parar al mismo lugar.
Decidí, entonces, ponerme a escribir estas líneas que no tienen que tener comprensión, y que sin embargo me gustaría que se las entendiera. Porque se trata del "quinto objeto" y Horacio sabía que vendrían otros.