Por Beatriz G. Suárez
Estoy en mi pueblo. En la habitación más alta de la casa. Diviso un sector de la plaza, unas chinitas anaranjadas, césped, postes de luz. Unos chicos con sus bicicletas. El quiosco del negro Pastilla. Es un espléndido día de enero no muy caluroso. La tardecita. El sol que se oculta en el cementerio. Escribo porque anoche leí. Por haber leído ese libro. El último de Ernesto Sábato, que habrá sido escrito con fluidez de melaza y que atrapó mis ojos hasta nublarlos y hasta los últimos renglones.
"...contradictorio e inexplicable viaje hacia la muerte que es la vida de cualquiera..."
Hoy llegué donde mi abuela y al relatarle un hecho acontecido esta mañana me respondió "... ves... todavía hay gente buena..."; recordé las letras de anoche. Se mezclan en mí, Sábato, mi abuela Tata, la vejez, como si, además, la escritura poseyera edad y esa edad hubiera generado el libro. Tal vez sea así, necesariamente así, el suponer una edad al uso de determinadas formas del lenguaje y "... ves... todavía queda gente buena..." sea una frase cautiva para personas de más de 80 años.
"... Unicas y diferentes son todas las nubes que hemos contemplado en la vida..."
Mientras la noche me iba comiendo con el aire de adiós que tienen las grandes cosas: sufrí. Una verdad me hacía sufrir. Sé que no puede ser de otra forma pues la vida no es, por cierto, limpia como no teorema o simple como una novela de 3 de la tarde, en consecuencia, ésas letras, sacando a las cosas de su límite natural para darles el milagro de otro destino, me conmovían provocando una esperanza adentro pero ni joven ni vieja.
Una esperanza no de muchachita de frutilla sino por coincidir en que, aún a lo químicamente imposible, la poesía puede volverlo un logro, y el arte puede por fin cocinar lo que en cada quien aún permanece crudo, a fuerza no de microondas sino del fuego de las letras sencillas, de mate y camiseta y perfección pero de nido de hormigas.
"... Los ancianos sabemos que la vida es imperfecta..."
Entendí que Sábato no tuvo que cagarse en Pitágoras para escribir ni tampoco rechazar, sino beberse su esperanza y su creencia en la gente buena y pequeña, y así hacerse a la mar de las palabras, y en este otoño que parece definitivo --en su vida poder contar, blanditos y chorreantes, estos episodios sueltos con la insurrección de esos yuyos que crecen en los techos y paredes cuando, por un error de cemento, quedó un poquito de tierra.
"... y Louis Lingg, el de veintitrés años que se mató haciendo estallar un tubito de fulminato de mercurio en la boca..."
Como el otoño de mi abuela la Tata quien sin saber casi leer supone la existencia de gente buena y eso le da dignidad al Mayo de sus ojos y con su heroísmo rural me saca la angustia por el cheque que vuela provocando en mí una urgencia de vivir a raja cincha y a cualquier precio todo el tiempo que quede.
"... aquellos heraldos del caos y la desmesura..."
Porque lo que leí anoche, mi Tata y las chinitas anaranjadas, muestran lo que dice Sábato en el libro: "que el pensamiento y la poesía son una misma manifestación del espíritu" y que si a la pobreza no le opone pan este sistema de injusticias es, al menos necesario que alguien lo diga, a modo de remedio aunque suene un consuelo estrafalario.
"... el ser humano es esencialmente contradictorio..."
Leer el libro fue un ejercicio digestivo para quienes tenemos trabada en el píloro una pregunta "¿Qué es una Nación?". Sábato no otorga una respuesta matemática sino que la transmite al modo en que una gaviota, volando, muestra qué es volar. Para quienes crecimos y crecemos en esta ciudad problemática, con desesperaciones demasiado municipales la infancia de este hombre en Rojas, la Universidad, las utopías, nos parecen remotos países sin código postal.
Me levanté esta mañana con ganas de abrazar a Sábato. No lo conozco. Leí hace mucho Abaddón el exterminador. Quizás jamás pueda apretar sus manos de escritor. Abracé las hojas secas del libro. Lloré. Me entristece el fin. Este fin. Ese fin. Su fin. Cualquiera. Me entristece la relatividad de las cosas y estoy tan de acuerdo con sus letras que, como escribiera Cortázar, da vergüenza.
Porque soy de la generación que cree que Argentina es un triangulito final del mapa político de América. Y nada más. Yo no conocí ni al anarquismo ni a la gente tan buena de la cual agarrarse, y el país se me desdibuja porque ya salí de la primaria.
Y a pesar de todo. Y a pesar de todo sé que aún con un solo minuto de aire podría construir una Nación. Con un último verso.