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EL AGUANTE

Por Fidela Peña

El Zurdo es de confiar. No se le conoce inclinación por las porquerías, armó una familia a la que "tiene bien" y laburando es de lo más prolijo. Paso los treinta hace poco y sufre cuando ve al mayor de sus hijos ir tan de a poco por esa dificultad física con la que nació. Perla, su mujer, le recrimina poco y nada. Ni de llegadas tarde, ni de falta de plata. Perla sí que es buena. No tiene ojos más que para el Zurdo y su familia. Ella toda es como un pan de buena. Abnegada, sufrida, atenta siempre al mayor con esa dificultad...

El Zurdo trabaja desde jovencito en el Banco. Accedió al puesto por contactos familiares y se destacó siempre por su capacidad. Ahora dicen que tiene un puestazo por lo joven que es. No se da mucho con nadie pero tiene algunos compañeros que lo estiman de verdad. El es parco por naturaleza, será lo que nació de mañana, tempranito, a esa hora en que a nadie se le da por la conversación. Y bueh, le quedó la costumbre de la poca charla. Eso sí, mira todo el Zurdo. Tiene los ojos más afuera que la cara toda, y los revoIea de lo lindo. No hay detalle que se le escape, rinconcito para mirar, él lo mira.

Esa tarde volvió a su case más atento que nunca. Como de memoria, trepó los cuatro escalones de la entrada y se metió nomás en el ascensor que de casualidad ya estaba en planta baja. La puerta de su departamento siempre estaba sin llave, era una costumbre que se habían tomado la vez que Perla tuvo que salir de apuro con el mayor, cuando se descompuso el pibe, por esa dificultad con la que nació. A esa costumbre se le agregó la otra, la de no tener nada de valor en el interior de la casa, porque la puerta quedaba abierta pare el Zurdo, su familia, sus amigos o los ladrones, en cierto caso. Así es que la casa daba aspecto más bien de desolación. Pero a ellos no les importaba. Siempre decían que lo importante no esta afuera, en las cosas, sino adentro de las personas. Con una mesa y tres sillas, una hilera de libros en el piso, unos pocos platos, vasos y cubiertos, las camas necesarias y una radio, ya estaba todo el mobiliario.

El Zurdo manoteó el picaporte con fuerza. Perla, que estaba distraída, se sobresaltó.

-Hola, dijo el Zurdo, con tono seco.

-Hola, contesto Perla, todavía sacudida por el asombro. ¿Qué te pasa? Estas todo transpirado y estamos en pleno invierno.¿Te sentís bien?

-Sí, sí. Vení a la cocina que charlamos un poco, haceme un té o un café, me da lo mismo. El Zurdo ametrallaba con las palabras.

La mujer siguió a su marido, mientras doblaba unos repasadores que tenía en la mano cuando él llegó. Al entrar a la cocina ella le preguntó algo así como si no prefería algo fresco a cambio del café del que había hablado; el Zurdo no contesto pero empezó una conversación que mas bien continuaba algo que el ya venia pensando. Perla le entendía todo, y lo que no entendía se lo aguantaba, era la forma que habían encontrado pare funcionar.

- ...hay un tipo en el Banco, que se olvidó el pulover. Es un bremer gris y está nuevito. El Zurdo miraba fijo el piso y hacia muecas de alegría. Está en el perchero a la salida de mi oficina, continuó.

-¿Y que hay con eso?, soltó Perla abriendo los ojos casi tan grandes como los de su marido.

-El tipo se ve que llega antes que yo y se va después. El Zurdo insistía con el tema.

-Dale. ¿Querés café o un poco de jugo?, preguntó Perla.

-Cualquier cosa, pero si vieras lo nuevito que está el pulóver, y es de mi talle. Hace una semana que el boludo lo deja igual, será un maniático. Lo dobla por la mitad y pone las mangas para adentro, como si fuera para un manco.- El Zurdo estallo en una carcajada cuando terminó de describir lo del pulover.

Perla lo miraba azorada y comenzaba a sentir cierta molestia por este marido que hoy le resultaba tan extraño. Venir así casi empapado en transpiración, en pleno invierno y con cuentos de un pulóver por el que sentía algún atractivo y estaba allí, en su oficina. A Perla la invadió un malestar indescriptible. Un alud que se le venía encima. Un torbellino de imágenes contradictorias y por primera vez en tantos años, dudó del amor que siempre dijo tener hacia su compañero.

-Si vieras, es del gris oscurito, ese que me gusta a mi. ¿Ya te dije que es de mi talle? El Zurdo tenía la mirada rara, respiraba con un poco de dificultad, ansioso. Sí, de verdad que estaba extraño.

- Lo único que falta es que te quieras traer un pulóver ajeno. Además de ajeno, seguro que es de algún compañero de trabajo. Vos te volviste completamente loco ¿o qué?- Perla no le daba tregua a su marido, en ningún momento contempló la posibilidad de la que él hablaba. No le cabía en sus pensamientos. Perla era así. De una sola manera.

Pasó un rato y no hablaron más del tema. Se hizo de noche. La mujer preparó polenta y después de comer, acostó a los chicos. El mayor tenía un poco de tos. Su mamá le dio jarabe y esperó hasta verlo dormir. Cuando llegó a la cama ya era tarde, el Zurdo se había dormido.

Durante la noche, Perla se despertó con las risas de su marido que sonó todo el tiempo con algo que le hacia gracia se ve. Como tres veces la despertó.

El viernes siguiente, Perla fue al mercadito de Abaratamiento Municipal. Gasto poco y compro bastante. Era chiquita de contextura y sin embargo levantaba mucho peso. Era fuerte del alma, eso decía el Zurdo. Ella no le contestaba.

El Zurdo volvió temprano y contento. Esta vez el picaporte casi ni se oyó. Saludó efusivamente a su familia, besó a sus hijos y no le importó la baba que le caía al mayor, por esa dificultad...

-Vení, acompañame al dormitorio, el Zurdo le hizo una seña a su mujer y ella lo siguió.

-Mirá- y sacó un bollo de color gris que traía escondido entre la espalda y el forro del saco. Esta nuevo. Nue-vo, y me queda pintado. ­Ja!, lo recagué, esto le pasa por no cuidar sus cosas. Dejar abandonado un pulóver de esta calidad en el perchero choto de una oficina. Dios le da pan al que no tiene dientes, eso digo yo- El Zurdo hablaba como loco, y sacándose el saco se probo el pulóver mientras se pasaba las manos desde el pecho hasta la panza, como conforme.

-Daniel-, Perla pronunció el nombre del Zurdo con un tono que dio miedo-, ese pulóver es tuyo. Es el que te regalé yo para tu cumpleaños del año pasado y que me dijiste que habías perdido.

-¿Eh?- toda la cara del Zurdo se convirtió en un gesto hacia abajo. Era la imagen viva del que no entiende nada. Empezó a transpirar y a ponerse pálido.

Perla no dijo nada más. Dejó a su marido en la soledad del cuarto y atravesó el departamento como una autómata. Salió. Al llegar a la calle, caminó en dirección al río, aunque para la costanera faltaban como cuarenta cuadras, supo que iba hacia allí.

Mientras cruzaba esquinas, calles, avenidas, dedujo que su matrimonio había terminado. Que su vida allí no estaba más. Que aprovecharía la mañana siguiente para sacar sus pocas cosas y que dejaría todo para empezar todo, otra vez. En otro lado, quizá al lado de otro hombre. Que se llevaría a su hijo mayor, el de la dificultad, porque era el mas apegado a ella. La otra era muy chiquita. Ya se acostumbraría a su ausencia. A Perla, su madre la había abandonado a los tres anos y hoy ni se lo acordaba. Ya faltaba poco para llegar al río, el aire húmedo lo anunciaba. Perla entendió mas que nunca. Que a su marido le dijeran Zurdo, cuando era diestro.