Un Gato que aun tiene muchas vidas por vivir

Independientemente de algunos problemas de sonido, después de 45 años el Gato Barbieri volvió a su ciudad natal y el sábado pasado ofreció lo que sin exagerar fue la lección de un maestro.

Por Gary Vila Ortiz

Lo elemental. El Gato Barbieri es rosarino. Fue uno de los más ricos e imaginativos músicos del free-jazz. Agregó algo indefinible a lo que hacían Ornette Coleman, Pharoah Sanders, Archie Schepp o Albert Ayler, para nombrar algunos. Tal vez, el que más cerca estuvo de sus intentos, de sus exploraciones, fue el trompetista Don Cherry. Fue al autor de algunas bandas de sonido memorables, como la de El último tango en París.

Había nacido en Rosario, como decíamos, igual que el Che Guevara, y por eso sintió que tenía un compromiso ineludible con el Tercer Mundo y llevó eso a su música, acaso como ningún otro porque él era justamente un hombre de ese Tercer Mundo.

Tenía (tiene) una deuda con John Coltrane que no pretende ocultarla, todo lo contrario, y de esa manera su deuda se extiende a todos aquellos saxofonistas que estuvieron en la tradición que se formó con Coltrane.

Después de 45 años el Gato Barbieri volvió a su ciudad natal y el sábado nos ofreció lo que sin exagerar fue una lección de un maestro. Tanto era el público que el Patio Cívico del Monumento Nacional a la Bandera pareció quedar chico. Hubo oficialmente 10 mil personas. Gente grande, parejas jóvenes, matrimonios con chicos.

El entusiasmo fue creciendo y superó las expectativas. Si uno escucha los discos del Gato, partiendo, digamos, de aquella sesión de "all stars" argentinos de 1960, pasando por el free, por las bandas de sonido, por esa música que lo sigue persiguiendo, la del Tercer Mundo, por lo que hace ahora, hay algo que se hace patente: El sonido de su saxo tenor sigue intacto, sin fisuras, acaso con el agregado de las cosas que le han ido pasando en su vida, como la muerte de la mujer amada, algunos problemas serios de salud, algún silencio al que lo llevó la tristeza.

De un erotismo transparente, frágil, cargado de ternura, a veces con una nota seca, memoria de algunas de sus obras vanguardistas, el Gato es fiel a sí mismo y es una fidelidad que no podrá abandonar aunque quiera.

Como todo músico de jazz que no es norteamericano, aporta algún elemento diferente. Es el caso de Enrique Villegas. Hay momentos en que un argentino sentirá los ecos sensuales de un poema de Enrique Molina, la metafísica y el humor de Macedonio Fernández, el esplendor verbal de un Oliverio Girondo. Y que no se crea que estas son meras palabras; los que estuvieron en el Monumento el sábado por la noche, escuchándolo, saben que es verdad.

Tal vez porque se sentía el silencio del Paraná, la tenue brisa que traía el olor del viejo río; acaso porque había uno de esos cielos rosarinos que presagian el otoño; tal vez porque después de 45 años se encontraba con sus raíces, el concierto del sábado fue la impecable lección de un maestro. Una lección inolvidable, que esperamos se haya grabado, de la misma manera que esperamos que se conserve el video que se fue pasando en las dos pantallas laterales, porque su filmación fue excelente. Hubo momentos en que uno no podía de dejar de mirar algunos primeros planos excepcionales.

Con Horacio Vargas, pasamos el fin de semana por Radio Clásica Rosario viejos discos del Gato, discos de 33 rpm, y nos preguntábamos si la sonoridad del Gato habría perdido algo con el paso de los años.

Nada de eso. Y además la sección rítmica que lo acompañó estuvo a la altura del maestro. Hubo solos inolvidables, hubo momentos que quedarán grabados en la memoria sin que nada pueda borrarlos, como "Remembranzas" o "Las hojas muertas", "El arriero" o "El día que me quieras", además de una versión latina de "Ultimo tango en París".

Como Joe Henderson o Sonny Rollins, los años parecen haberle dado al Gato otra vida además de las siete que ya se sabe van viviendo los gatos. El es de los que no ha temido irlas gastando, en lo que fuera. Tal vez porque sabe que aunque los gatos también mueren, o se cree que mueren, en realidad no es así: sólo se esfuman, se van borrando lentamente como aquel gato de Lewis Caroll.

Decíamos que no se sabe con exactitud su edad. Pudo nacer en el '32, o en el '33, o quizá, como dice un diccionario del free jazz, en 1935. Cuando en su interpretación singular de "Las hojas Muertas" caminaba el escenario de extremo a extremo, lentamente, buscando esa nota lo mismo que un felino busca su presa, uno se convence que estos bichos tan queribles no tienen edad.

En el lugar de la escalinata donde estábamos sentados, cerca de una niña que siguió con su cuerpo todo lo que escuchó, un señor de gorra y bigotes, nos dijo: "Vio. No sólo mantiene el sonido intacto. Está mejor que nunca". Y es así, digan lo que digan aquellos que no saben escuchar o escuchan la música sin ningún amor. Y para escucharla usan un único sentido, el de la inteligencia. Y ese no basta.

(Dejemos para este paréntesis algunos reparos. Hubo fallas en el sonido. En un momento el pianista se levantó y dejó de tocar hasta que arreglaron los problemas técnicos que tenía con el parlante monitor. Lo mismo pasó con el bajista y con el percusionista).

Otra cosa. En la vieja revista Patoruzú los comentarios de cine tenían una viñeta, un perrito simpatiquísimo que aparecía aburrido, alegre, muy feliz, tapándose los ojos con las manitos, etcétera. Si yo supiera dibujar, bosquejaría la figura de aquel perrito brincando de alegría, como ante un hueso rítmico y muy sabroso.