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La naturaleza malograda

Por Rafael A. Bielsa

Para algunos desdichados, el fútbol se empieza a terminar cuando no consiguen hacer que los ídolos les parezcan otra cosa diferente de lo que son. Llegados a ese punto, su índole de hinchas se habrá extraviado irremediablemente; el antiguo titular de dicho estado seguramente seguirá de largo hacia alturas más fulgurantes, como la sabiduría por ejemplo, o la sensatez misma, pero lo que no podrá es seguir siendo un hincha de fútbol. Pienso ahora en la frase que el joven Edward Shelley pronunció en el segundo proceso contra Wilde: así es la naturaleza humana... malograda.

En una ocasión mi tío Nino se refirió a Ludueña, el half de Talleres. "¿Te fijaste cómo tiene el pecho el Hachita?", me dijo; "soberbio y generoso como un tonel". A Nino le gustaba Talleres de Córdoba y lo seguía con las maneras con que hacía todas sus cosas, con un entusiasmo a un tiempo cándido y malicioso, y una tozudez esgrimida por el aguijón de su juicio descollante.

Yo lo había visto a Ludueña precisamente la tarde anterior, rumiando sobre la vereda de la calle Maipú, en la puerta del hotel en el que se alojaba la delegación, y me había parecido francamente fronterizo, con ese pelo jactancioso y redomado, y la frente efímera. Se lo dije a Nino, que me miró con la aflicción de las mentes superiores que enseñan a las pequeñas cómo pensar, y de este modo las envían irremisiblemente por la senda del error. "Los ídolos son lo que a cada uno le parece, así es como funciona esto", me contestó.

Yo pensé que el Hacha Ludueña sería ídolo para él, que era hincha de Talleres, y que no tenía por qué serlo para mí que era fanático de ñuls, por lo que el reproche no debía aplicárseme. El caso es que la frase se me pegó durante años y hoy mismo, dos décadas después, sigo ocupándome de ella. Por una razón u otra, la repito y se me viene la figura de Gallego. El Tolo Gallego.

Como mi tío Nino, el Tolo Gallego había nacido en Morteros, provincia de Córdoba, pero a diferencia de Nino a los tres años se vino para Rosario con doña Carmen, la mamá que le dio el apellido. Aquí, vivió en el barrio Domingo Matheu, pegado al Tiro Suizo. Trabajó de vendedor de churros, verdulero, heladero, y también como metalúrgico en una fábrica de ventiladores, hasta que una huelga de más de un mes con olla popular y todo lo hizo optar por el fútbol. "Negro, villero y con suerte", supo definirse a sí mismo. Cuando escuché la divisa, le agregué mentalmente: "... y peronista".

Peleaba el puesto con el correntino Berta, que era palabras mayores, pero desde un primer momento, desde que lo vi jugar de marcador de punta en la reserva, le tuve inclinación. Era una fase en la que los mediocampistas abundaban en ñuls, como ahora abundan los oportunistas en el país: Ribecca, Giusti, Bulleri, Picerni, Zanabria, Rocha... Disfruté más de aquella época de mediocampistas que de ésta de pícaros.

A Nino también le gustaba el Tolo, y no sólo porque los dos eran de Morteros, sino porque tenía una épica que quería ver transformada en epopeya sobre un campo de juego: entrega hasta el desfallecimiento, coraje hasta la inmolación, y oficio, que es táctica encerrada dentro de noventa minutos.

Américo Rubén Gallego, negro, villero y peronista. Un pichón de ídolo que jugaba en ñuls: era lo que me parecía, porque así es como funciona esto. Ya era titular inamovible de la primera selección de Menotti cuando todavía no lo era en ñuls. Durante aquellos años impíos, esa anomalía con final feliz me restituía algo en medio de tanta infelicidad sin fin. Había debutado en el `74, contra Talleres, el mismo equipo jugando contra el cual se desgarró más tarde, el que lo quiso comprar antes de que pasara a River, el Talleres de la Pepona Reinaldi, de Chocolate Baley, del Negro Galván, el de mi tío Nino.

Un domingo fuimos juntos a ver a ñuls. Cosa rara, he olvidado de qué partido se trataba, pero no de lo que hablamos. Cruzando el Parque, me dijo que la terminara con la política. Hacía tiempo que me había ido de la casa de mis padres y esquivaba las amonestaciones familiares, a las que estaba desacostumbrado. "Lo que estás haciendo sólo puede terminar mal, y por lo demás no hay nada que justifique el dolor que estás provocando en tu madre", me disparó. Luego, se enfrascó en una arrebatadora explicación de por qué íbamos derecho al infortunio, flanqueada por su empecinamiento y por la convicción que constituían su estilo; no puedo decir que no me hayan avisado. Nino era emprendedor a la manera de los místicos y, paradójicamente, de los revolucionarios, aunque no lo supiera. Creía que, aunque no lo sepan, los demás están siempre ambicionando lo mismo que uno.

Miré a nuestro alrededor los viejos árboles que habían escoltado mi infancia, y tuve la anómala sensación de que a él le eran mas corrientes el espacio y el tiempo que a mí. Tenía la facultad infrecuente de estar a sus anchas en todos lados y al mismo tiempo que cada uno de ellos fuese su hogar. Marcial hizo un juicio diferente sobre lo mismo: þaquél que habita por doquier no vive en ningún sitioþ, pero Nino era una especie de ídolo para mí y en consecuencia eran sus virtudes aquéllas que yo veía en él.

Faltaba para el Mundial `78 y jugaba el Tolo Gallego. "Todo lo que es, es lucha", le había dicho el Flaco Menotti, y él -que lo quería como a un padre- lo predicaba en la cancha como si viniera de otra procedencia, y además lo practicaba, a diferencia de la procedencia de donde venía. Hacía calor, de eso también me acuerdo, y el Tolo todavía tenía para tres o cuatro años más en ñuls. Eran tiempos durante los cuales un buen jugador se quedaba un lustro, o más, en el club que lo había visto nacer, una década opuesta a esta que termina, cuando la voracidad de los dirigentes maquillada de practicidad no da tiempo para que los elegidos puedan cumplir con su destino de ídolos.

El Tolo también había dicho que cuando dejara el fútbol jugando para un equipo de Buenos Aires, volvería a vivir a Rosario. Más tarde se enojaría con Batista, porque el Checho andaba haciéndose promoción para jugar de cinco en River, cuando todos debían saber que el único cinco era Gallego. De la misma manera, se deshizo en elogios sobre Ramón Díaz. Jamás volvió a vivir a Rosario, se promocionó para dirigir más de un equipo con técnico, y particularmente el River de su amigo Ramón Díaz pero, si cambia algo tan categórico como una época, ¿por qué razón no puede cambiar un ídolo?

Me acuerdo de un episodio que se relaciona como pocos con las épocas, los cambios y el Tolo Gallego. Un día, al Topo se le ocurrió que no había mejor propaganda para las elecciones que debía disputar Antonio Cafiero contra Casella, que hacer un afiche donde los jugadores de fútbol peronistas le dieran su aval. Habló con Andreucchi, que le trajo al Perro Killer, a la sazón uno de los compinches históricos del Tolo, y reclutaron a Cozzoni, al Tata Martino, a Morressi, Scoponi, al Pelado Centurión, y a otros. Hace poco volví a ver el afiche que resultó: debe ser que el paso de los años tiene una perversidad intrínseca que se adhiere a la superficie de las personas y las cosas, porque esas caras con el sol del mediodía parecen bañadas de una credulidad tan eterna como el agua y como el aire.

Cuando tuvieron que ir a hacer la foto en River, a muchos les extrañó verlo a Gallego con los pibes, hablándoles como si estuviera pasando quiniela, con la cabeza gacha y el morro sinuoso, junto con Ruggeri y el ex vigilante Alzamendi. El Perro Killer lo llamó una y diez veces, y el Tolo no le hacía caso. "Hasta que en un determinado momento", contó el Topo, "le gritó: `Pero vení de una vez, Negro; si vos las primeras chapas que tuviste de techo te las dio el peronismo'". Yo me acordé de la definición que Gallego había dado de sí mismo, "un negro con suerte", y en lo que yo le había agregado mentalmente: "negro, villero y peronista" y decidí negar el relato. Al fin y al cabo, un ídolo es un ídolo, es lo que creemos que es, porque así es este negocio.

Nino era antiperonista, de puro exorbitante e individualista. Se parecía demasiado a sí mismo como para aceptar que parecerse entre todos también puede ser una identidad. Ese era otro motivo de discordia entre nosotros, que él desbarataba de un solo mandoble de humor, con una reflexión, o una anécdota. Me acuerdo que a fines de los `50 compró el primer televisor, y que por las noches de verano lo ponía en el living, de cara a la calle, donde se sentaba junto con los vecinos a ver fantasmas en blanco y negro a través de la ventana, quemando pan duro para ahuyentar a los mosquitos. A veces aparecía un tipo espeso, con nariz de boxeador, el pelo apelmazado y mejillas como recién enceradas. Mi tío lo convidaba con un vaso de vino. De vez en cuando, encantado como un terrier, decía en voz alta: "muchas gracias, don Nino. Usted es más grande que Perón". Era el papá del Tolo Gallego.

El Tolo Rubén Américo Gallego. Un jugador inclaudicable, corajudo, generoso, sapiente. Un ídolo, de los últimos que tuvo ñuls. Para ser franco, me gustaba más su padre verdadero que Menotti, habría preferido que se sacase la foto junto a los demás perucas, y que no anduviese declarando que los ataques contra el Pelado Díaz son un problema de Ramón, y que él sólo espera que un equipo lo contrate. Pero qué se le va a hacer, los ídolos son lo que a cada uno le parece, y yo no tengo ganas de que también el fútbol se empiece a terminar para mí, como demasiadas otras cosas. Es así como funciona esto.