Por Fidela Peña
Cada vez que tenían la entrevista, Mabel quedaba hecha una piltrafa. Eran días difíciles para esa familia. El sol de febrero henchía el pavimento y las ideas. Daniel no escuchaba las razones. Se preparaba de lo lindo a veces, aunque su hermana Mabel le dijera que ya basta, que no soportaba verlo así.
Antes de salir para lo del psiquiatra, él le anotaba en un papelito los nombres de los remedios que ella tenía que decir que le suministraba.
El accidente había sido hace poco. La mujer de Daniel había muerto y el viudo quedó a cargo de los tres hijos, Mabel lo ayudaba. Una vez por mes visitaban al médico que le renovaba la licencia en la Compañía.
Daniel se hacía el loco para poder estar un mes sin ir al maldito laburo y atender a los pibes. Mabel consentía a su hermano desde siempre y ahora más, aunque esa hora interminable de mentir diciendo la verdad le ponía los pelos de punta. Daniel cumplía el rito de pasarse grasa de los bifes por el pelo simulando suciedad, se calzaba unos pantalones viejos y algo rotos y se abotonaba la camisa desde el primer botón, como acogotado. No usaba cinturón ni llavero ni reloj, como despegado de la realidad se acomodaba una vez al mes. En esos instantes previos a la entrevista Mabel lo miraba de cerca sin pronunciar palabra, temía que su hermano tuviera un exabrupto. Para ella, a Daniel ya le había pasado suficiente, lo dejaba hacer.
La vida se había puesto brava, Daniel salió de un retorcijo de hierros chorreados de sangre, la soledad de la ruta, el desconsuelo, los pibes que gritaban, la culpa. En seguida contemplaron en su empleo que pudiera tener una licencia.
Los hermanos llegaban a la esquina del consultorio y como todos los meses anteriores, desde unos minutos antes ya no se hablaban.
El pacto iba poniéndose funesto, en casa visita a ese psiquiatra, Mabel registraba los mecanismos inconscientes que su hermano Daniel delataba como a flor de piel. Aquel jueves hacía más calor que nunca, algo de treinta y ocho grados dijeron por la radio. Mabel y Daniel quedaron en encontrarse un rato antes en la puerta del bar de allí a la vuelta. Al verse, como siempre, guardaron silencio. Caminaron unos cincuenta metros, Daniel se adelantó un paso, tocó el timbre e hizo una seña a su hermana como para que ella conteste cuando atiendan. Así fue. Los dos entraron al edificio tras el sonar de la chicharra que permitió que la puerta de entrada se abriera. En el ascensor que los conducía hasta el cuarto piso, se miraron largamente. Mabel apenas podía contener las lágrimas. El aspecto de su hermano era lastimoso. Mientras él se disfrazaba de loco para obtener un beneficio en la Compañía donde trabajaba, su hermana tenía oscuros pensamientos y relacionaba una y otra vez tales conductas. Este jueves, Daniel, además, estaba más extraño.
El psiquiatra los esperaba con la puerta entreabierta y los saludó de manera apenas amable, como era su costumbre. Los hermanos entraron al consultorio y ocuparon los lugares de siempre, el varón en una silla que quedaba situada al medio, entre el psiquiatra y su hermana. Mabel quedó detrás, como en segundo plano. Desde allí observaba los gestos y el énfasis con que Daniel hablaba.
Habrán pasado cinco, siete minutos de comenzada la entrevista, cuando Mabel tuvo un escalofrío que la recorrió entera. Escuchó a su hermano relatar un sueño, algo así como que él era un monstruo cuyo único objetivo era degollar niños. Daniel relataba este sueño —como propio— y se le iluminaba la cara de alegría, denotaba un entusiasmo que transcendía el personaje desequilibrado en busca de unos días más de licencia. Mabel prestó atención al cuento, a los gestos de su hermano y a la reacción del psiquiatra. Las expresiones de Daniel rebalsaban de sangre, describían escenas dantescas y poco a poco la tensión se incrementaba en ese ambiente. Al profesional se lo veía incómodo, tan incómodo que apenas atinaba a respirar, estaba casi paralizado. Daniel hablaba en un tono bajo pero persistente, proclamaba a la muerte como única salvación a todos los dolores, como camino inexorable a la pureza. Mabel sintió por primera vez, que paciente y médico debían tener una charla a solas. Era la oportunidad para que el profesional detectara lo profundo y cierto del desequilibrio de su hermano. Aprovechó un instante de silencio y se excusó con la consabida expresión —permiso, voy al baño—.
Dentro del toilette, Mabel se lavó las manos con agua fría. Se llevó las palmas a la cara, conservando la temperatura fresca sobre la piel de su rostro. Después se mojó el pelo, y se peinó con los dedos. Vio su imagen reflejada en el espejo del botiquín y como respondiendo a una pregunta que surgiera de su interior, dijo en tono apenas audible:
—Sí, claro que quiero que todo termine...
Se tomó el pelo por detrás de la nuca y se inclinó hasta el chorro de agua que corría, hizo un cuenco con la mano que tenía desocupada y bebió, recordando ese mismo gesto como cuando era niña. Estaba con los ojos cerrados, ensimismada en estos pensamientos y atenta a tragar el líquido que apagaba su sed, cuando le pareció escuchar un golpe, aunque no pudo precisar de dónde venía, o a qué había sonado.
Se incorporó, cerró el grifo, y secó su cara con una toallitas descartables de papel que había en una caja metálica, pegada a la pared. Se miró una vez más en el espejo y la sobresaltó el ruido del picaporte de la puerta del baño, su hermano estaba allí.
—Vamos...—dijo Daniel.
—Eh?... ¿qué pasó?... —siguió Mabel.
—Dále, el tordo dice que está todo bien, que me puedo ir...
Era inusual que su hermano hablara así con naturalidad. Ese tono recién lo recobraba habiendo salido del consultorio, del edificio, a veces al llegar a la esquina.
Toda la situación de engaño le despertaba cierta paranoia. Pero esta vez, se lo veía relajado. Tomó a su hermana del brazo, la condujo por el pasillo que daba a la puerta de salida y al pasar por el hall, Mabel vio la luz que salía del consultorio donde habían estado minutos antes. Daniel estaba reluciente, Mabel pronunció un buenas tardes en voz alta pero antes de poder escuchar la respuesta, su hermano ya la estaba empujando para entrar al ascensor.
Los hermanos se separaron apenas hubieron salido del edificio, Daniel insistió en que el psiquiatra lo había encontrado mejor, que le había renovado la licencia y propuso a su hermana que después en todo caso se llamarían por teléfono, sin apuro. Mabel lo veía más contento que de costumbre pero no hizo ninguna objeción, prefería verlo así.
Al día siguiente, Mabel leyó la noticia en el diario, con detenimiento: "...conocido profesional dedicado a la psiquiatría, resulta ultimado en su consultorio. Se cree que el crimen fue perpretado en horas de consulta y se está indagando a los pacientes. Las puertas de entrada tanto del edificio como del departamento, no muestran signos de violencia. El caso se encuentra en la jurisdicción..."
Mabel entendió que lejos de terminar, esto recién comenzaba...