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Peligro en las famosas islas

Galápagos: un ecosistema herido

Por Mariano Ribas

Uno de los ecosistemas más preciosos del planeta está en peligro. Y desde hace varios meses, biólogos y ecologistas de distintas partes del mundo miran con evidente preocupación su lenta recuperación: la última versión de la archifamosa corriente de El Niño ha dejado muy malherido al archipiélago de las Galápagos, las famosas islitas ubicadas a 1100 kilómetros de la costa de Ecuador. Más alláde sus emblemáticas tortugas gigantes, las Galápagos son preciosas por su biodiversidad: allí viven especies únicas en el planeta. Y el dichoso Niño las ha puesto en jaque.

Golpe ecológico

La anteúltima vez que El Niño pegó fuerte fue a fines de 1982 y principios de 1983. Aquella vez, las Galápagos soportaron lluvias seis veces superiores a las normales: en apenas unos meses cayeron tres mil milímetros de agua... ¡tres metros!. Y la temperatura del mar llegó a 27C, cuando lo habitual son 24C. Por culpa de las tremendas precipitaciones, las aves locales tuvieron serios problemas para hacer sus nidos, para reproducirse y para criarse. Casi de un plumazo, murieron el 80 por ciento de los pingüinos autóctonos y la mitad de los cormoranes no voladores, dos especies exclusivas del archipiélago. Los albatros también sufrieron bajas, aunque en menor medida. Por otra parte, el calentamiento de las aguas oceánicas de la región provocó que las típicas algas verdes fueran reemplazadas por las algas rojas. Y esto que parecería un simple detalle cromático, tuvo sus implicancias: las exóticas iguanas marinas de Galápagos son fanáticas de las algas verdes, pero a las rojas ni las pueden ver. Así, la consecuencia fue catastrófica para la especie: el 70% de las iguanas marinas murieron de hambre.

El temido contraataque

A mediados de 1997, ciertos indicadores naturales anunciaron el temido contraataque de El Niño sobre el archipiélago ecuatoriano: en épocas normales, el mes de junio trae bajo el brazo un invierno crudo y brumoso (conocido localmente como garúa), pero nada de eso sucedió aquel año. Todo lo contrario: hizo calor y la humedad permaneció muy alta. Más que invierno, parecía un veranito y más que las áridas Galápagos, parecía la húmeda selva amazónica. Ante semejantes extravagancias climáticas, los diez mil habitantes de las islas empezaron a sospechar que -al igual que a finales de 1982- el Niño estaba enojado, y les estaba golpeando la puerta.

A fines de la primavera, la sospecha se convirtió en certeza. En las islas Galápagos las lluvias suelen ser muy escasas, y se dan mayormente en verano, especialmente en febrero. Pero en noviembre de 1997, llovieron cerca de doscientos milímetros y en diciembre, trescientos. Las lluvias se habían adelantado, y se venían con todo. Unos biólogos que trabajan en la isla Española -un lugar habitualmente muy seco- contaron que a mediados de diciembre de aquel año cayeron más de 200 milímetros en apenas dos días. Un disparate. Encima, los baldazos de agua continuaron hasta marzo del año pasado. Todo este descalabro climático, obviamente, alteró la tranquilidad y las costumbres de los isleños. Pero al igual que en el anterior episodio, las más perjudicadas fueron las demás formas de vida:las altas temperaturas y las torrenciales lluvias agravaron la delicada situación de varias especies animales y vegetales autóctonas.

Consecuencias

Efectivamente: el regreso de la temible criaturita meteorológica trajo agua más calientes, más humedad y, en consecuencia, terribles lluvias. Y otra vez, las aves fueron las más perjudicadas. En el agua, la anormalidad volvió a ser la regla: las algas verdes fueron reemplazadas por las rojas, complicando la vida de las pobres iguanas marinas. Los excéntricos tiburones cabeza de martillo, que solían pasearse entre las islas, se encontraron con temperaturas oceánicas de hasta 5 C por encima de lo habitual, y emigraron espantados hacia aguas más frías y profundas. A la inversa, el archipiélago recibió la insólita visita de coloridos peces de regiones más cálidas.

Como había sucedido en 1983, las tradicionalmente estériles islas volvieron a cubrirse de frondosa vegetación, lo cual, por lo menos, benefició a las gigantescas tortugas autóctonas (de hasta 200 años de edad), que se dieron verdaderas panzadas con plantas y yuyos. Pero la descomunal explosión vegetal de 1998 también fue festejada por ratas y hormigas, dos especies introducidas por el hombre, muy dañinas para la flora y fauna local. Una de cal y una de arena.

Proteger un tesoro

A propósito de esto último: a las locuras climáticas hay que sumarle el problema de las especies invasoras. Algunas fueron acercándose naturalmente, atraídas por las nuevas condiciones de humedad y temperatura. Y otras llegaron coladas en contingentes turísticos. Los especialistas temen que todas esas especies extranjeras se establezcan en las Galápagos, convirtiéndose en una amenaza extra para la exclusiva biodiversidad de las islas. Luego de los anteriores embates de El Niño (como el de 1982-83), las especies nativas se recuperaron lentamente. Pero ahora las cosas son distintas: gatos, ratas, hormigas y moscas invasoras pueden complicar esa lenta recuperación, o incluso impedirla.

Ahora que la tormenta se ha alejado, es hora de los balances. Algunos biólogos temen una verdadera catástrofe ecológica a corto plazo. Otros, confían en un gradual restablecimiento. Sea como fuere, todos los expertos coinciden en que ahora el ecosistema original de las islas Galápagos pide a gritos la ayuda del hombre: hay que combatir a las plagas, evitar el ingreso de animales extraños y sacar, en la medida de lo posible, a los invasores que ya están. Y fundamentalmente, hay que ayudar a las especies locales para que se recuperen de los tremendos ataques de El Niño. Un verdadero tesoro biológico está en juego.