Borges
y yo
Una segunda
parte de la compulsa realizada por Radarlibros para averiguar qué
papel cumple o ha cumplido Borges esa entelequia en la vida
de los escritores. Responden novelistas, poetas, críticos hombres
y mujeres, jóvenes y maduros: un repertorio de posiciones.
Cristina
Civale
Cuando leí por primera vez un texto de Jorge Luis Borges tenía
10 años. Era uno de sus cuentos, no recuerdo cuál o cuáles.
Pensé con candorosa ingenuidad que me parecía bueno pero
que cualquiera podía escribir un relato como ése. No le
encontraba nada de extraordinario. Quizá con el tiempo mis neuronas
recibieron mejor alimentación y ya para mi adolescencia me había
convertido en alguien sensible a sus textos y empezaba a comprender algo
del macromundo borgeano, especialmente la construcción exacta de
sus formas y, por supuesto, concluí que nadie podía escribir
como él. Sin embargo, no fue el mundo borgeano de su escritura
el que me pegó más. Fueron sus trabajos como crítico
literario y el mundo exquisito de escritores que pude conocer desde su
deliciosa mirada de lector. Muchos de ellos están reunidos en un
libro que se llama Textos cautivos y que recogen los artículos
de Borges escritos para la revista El Hogar, básicamente leída
por amas de casa entre 1936 y 1939. Allí aparecen críticas,
biografías sintéticas y reseñas que muestran a un
escritor generoso en compartir uno de sus mayores tesoros: el de sus escritores
favoritos, el de sus lecturas reivindicativas, el de autores difundidos
por él y sólo por él. Esas son las perlas borgeanas
por las que siempre estaré agradecida.
Jorge
Dorio
No es ésta la primera vez que se intenta ni será la última
que falla: el arrabal de los comentarios bonsai suele poblarse, fatalmente,
con obscenidades narrativas de pobre variedad. Sin embargo, sería
injusto registrar de estos textos sólo el triste espinel que va
de las destrezas pueriles a las fatales obviedades que apura la convocatoria
(El Centenario es, cuando mucho, un estadio mustio del pasado oriental).
Quiero decir: acecha en el conjunto una grata sorpresa o una sutil zancadilla
editorial. Toda esta gente de las letras puestos en fila para hablar buenamente
(de quince a veinte líneas) acerca de sí mismos, desemboca
sin alternativa posible en el nombre de Borges.
La marca compartida es una consecuencia y no la causa del encuentro. Es
esa conclusión la que denuncia su perfil de argentinos. Están
emparentados merced a una fatalidad, a una mera afectación y a
una máscara que Borges descifró. Debe admitirse para
dejar por un momento a un lado a los protagonistas de estos textos
que aún hoy son muchos los que se resisten a ver en Borges (para
las efemérides el error es de sólo una semana) al verdadero
padre de la Patria. El berretín que bocetaron con pluma exilia
o tercerola Moreno, Artigas, Bouchard, Mansilla, Alberdi, López
Jordán, Le Pera o Juan Perón (para nombrar los evidentes)
supo mancarse una y otra vez en vizcacheras implacables como la desmesura
o gratuidad que fundaba el proyecto, la Argentina. Borges logró
encontrar coherencia en tanto desatino, sacar del caos una idea. Y después
se inmoló bajo el disfraz deliberado de algún fervor impresentable.
Suelen usar esas argucias los padres fundadores. Como insinúan
Pezzoni y Chitarroni (con agudeza y dignidad, la rima es una pena) llegará
el tiempo en que se aprecie al Borges escritor (ha sucedido ya con Freud
y con Sarmiento. Los suecos han fracasado en consagrar el fraude de Hemingway
o Churchill). No ha de faltar el rústico que tome a risa estas
propuestas. En cualquier caso, es un avance nada desdeñable la
pudorosa discreción de tantas firmas.
Matilde
Sánchez
A mediados de los setenta, que fueron los años de mi formación,
el impacto neutrónico que Borges había tenido entre sus
contemporáneos ya se había calmado y las controversias no
rozaban su literatura. Después de atravesar limpiamente las categorías
de aerolito y de milagro, se había convertido en una especie de
prodigio natural (Borges ya pertenecía de lleno a la historia de
las vanguardias, y por lo tanto, al canon de la literatura universal).
Los encastres siempre inesperados con los que progresan sus relatos me
parecían tan naturales y fluidos, tan absolutos, como la misma
secuencia del alfabeto: ninguna letra antes o después, un orden
único donde lo posible era solamente lo correcto. Aunque mi lazarillo
fue aquel clásico de Jaime Rest sobre el nominalismo en la obra
borgiana (por entonces su obra todavía necesitaba de introductores,
de algún reader's guide), y aunque las referencias de la enciclopedia
universal motivaban una enorme masa crítica, era lógico
(y algo cómico, pienso hoy) que esta hija de inmigrantes, con un
interés un poco morboso por la nacionalidad, viera en sus primeras
lecturas a un criollista sin ninguna paradoja. Dentro del mencionado efecto-alfabeto,
esos personajes argentinos se traducían inmediatamente para mí
en grandes compendios temáticos, en nociones ideales, digamos,
cápsulas de tradición. Eran Cruz, o la verdad interior;
Emma, o el rencor; Otálora, o el desafío. Y como la tradición
es reversible Borges y sus precursores-, leí a Mansilla llevada
por la india inglesa; a Hernández, por un guerrero lombardo.
Si la más grande contribución de un artista es ampliar nuestra
percepción del mundo, al crear conexiones hasta entonces inéditas
un bautismo de la realidad, a la manera de los exploradores,
a esa altura el siglo ya era decididamente borgiano. Durante algún
tiempo, el alfabeto Borges esa sintaxis afectó mi gusto
por la novela. Después de él la diversidad de voces, incluso
el registro coloquial, eran leídos como ausencia de estética,
o mero reflejo. Además se perdía la paciencia con cualquier
desarrollo, las novelas parecían dilatarse en vano típico:
era Borges, o la intoxicación. Por el contrario, las "disquisiciones"
de alguna manera no inducían un gusto tan restrictivo. Hoy me pregunto
cómo sus ensayos, ecuacionales pero tan dominados por la arbitrariedad
del artista, no entraban en contradicción con una cantidad de mamotretos
teóricos que consumíamos por esos años. No es que
lamente haberlos leído fatalidadde la moda, pero es
llamativo que Borges no nos hubiera vacunado contra ellos. El Borges ensayista,
tan argentino en su forma de componer totalidad a partir de retazos, cuyos
montajes de la enciclopedia hoy resultan verdaderos preanuncios del zapping
como forma de lectura, señales del concepto de hipertexto y de
la cultura virtual (ver las enumeraciones de Funes o el Aleph, o los índices
de sus libros de diálogos), exigía menos sacrificios que
su prosa. Como observa Annick Louise en un trabajo inédito en castellano,
la obra de Borges ha cambiado sustancialmente con la edición, en
los últimos años, de numerosos materiales dispersos.
Cecilia
Szperling
Las primeras lecturas que hice de los cuentos de Borges fueron malas.
Lecturas alienadas, fuera de balance. Encontré en el personaje
de Funes, el memorioso, algo así como la representación
de un buda o un maestro. Me fascinó esa frase donde lo describen
como alguien que puede recordar hasta la crin de un caballo.
La idea de un hombre que puede identificar cada pelo, detectando la particularidad
de cada uno de ellos hasta completar el mechón, me tomó
la mente al menos una semana completa. En esa época estaba rodeada
de artistas adolescentes que deploraban lo obvio, al punto de condenar
casi cualquier tipo de acción por considerarla excesiva. Mi admiración
por la sutileza y por percibir más cosas del mundo que los demás
me arrastró a tareas insanas. Me acuerdo una tarde que me quedé
mirando la hoja de un árbol del jardín de casa, tratando
de memorizar cada una de las curvitas del borde; lo mismo hice identificando
vetas en una pequeña porción de madera del piso y con el
contorno de una nube. Mis observaciones eran tan esmeradas que mis ojos
llegaban a nublarse o mesaltaban las lágrimas. Con Tlön,
Uqbar, Orbis Tertius reivindiqué un idioma propio, confirmé
la idea de que el mundo había sido construido para engañarme
a mí, su único habitante. Confirmé que en algún
planeta lejano mentes más divertidas que las que yo conocía
la estaban pasando realmente bien.r
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