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Ciencia no-ficción

Por RODRIGO FRESAN

A partir de ahora –otra doméstica pregunta trascendente más sumándose a aquellas otras domésticas preguntas trascendentes– es lícito preguntar y preguntarse, responder y responderse a la más nueva y próxima de todas las domésticas preguntas trascendentes: ¿dónde estabas cuando se hizo público el mapa del genoma humano? Me acuerdo –por responder a alguno de esos interrogatorios de la curiosidad espacio/temporal– dónde estaba yo cuando el hombre llegó a la Luna (en el colegio) y cuando Mark David Chapman mató a John Lennon (en la esquina de Paraguay y Florida) y ahora, hace unos días, cuando se supo cómo y por qué y para qué estamos hechos, yo estaba en un tren con aire acondicionado (afuera hacían 45 grados a la sombra) y casi cubierto por la frazada de papel y tinta de todos esos diarios que me compré con entusiasmo historicista. El mismo histórico titular con sutiles variaciones en todas las primeras páginas. Nueva Era. Volver a empezar. Mucho para leer. Viaje largo.

UNO Casi dos semanas después, todavía los estoy leyendo. Todavía intento comprender los diagramas, las palabras de los científicos, las infografías estadísticas, las precisiones técnicas. Todo eso que uno comprendió instantáneamente cuando lo leía como ficción y que ahora –ciencia noficción– produce cierta jaqueca existencial. Lo que sí he comprendido, de inmediato, son los aspectos humanísticos del asunto. Hay detalles involuntariamente graciosos e inequívocamente reveladores. La idea de que un viejo orden de las cosas se viene abajo con el más silencioso de los estruendos. Un estruendo más parecido al silencio del laboratorio que el de la catedral. En uno de esos diarios que voy a guardar, luego de veinte páginas de puro genoma, viene una noticia vaticana sobre el ya un tanto devaluado tercer milagro de Fátima: la supuesta predicción del atentado papal, el interrogatorio férreo a los pastorcillos portugueses acerca de la longitud exacta de la falda de la Virgen y todas esas cosas con las que –suele ocurrir en estos momentos en los que el hombre se acerca a lo divino por las suyas y sin una ayudita de arriba: pasó con Galileo y pasó con Darwin– la Iglesia decide alejarse de la ciencia para acercarse a la ficción. Proponer el encanto caliente de lo místico contra la frialdad ascéptica de lo exacto. Hay algo de tierno y de triste en semejante comportamiento. Decir cosas como “el genoma humano posee una dignidad que tiene su fundamento en el alma” y salir corriendo en desbandada a seguir condenando el uso de métodos anticonceptivos y las concentraciones gay, cuestiones menos complicadas. Una cosa está clara: vivimos, ahora, un momento liminar, la línea exacta que separa a un antes de un después, el instante preciso en que el inconsciente colectivo se dispone a revisar constantes hasta ahora imposibles de modificar o corregir. Luego de millones de años de evolución lenta y natural, el planeta se dispone a automatizar los parámetros y los tiempos de la evolución. El futuro perfecto –esa idea cómoda e imperfecta a la hora de dejar todo para mañana– ya está aquí para probarse la ropa del presente seguro de que le va a quedar bien. El pasado ya no es algo que simplemente ocurrió sino que, además, ya nunca volverá a ocurrir. El pasado que vendrá será diferente. Será, sí, un pasado decididamente futurista.

DOS La revolución del genoma es, también, el derrocamiento de la cienciaficción clásica. Adiós a las fantasías tecnocráticas y cósmicas. El verdadero viaje será aquel que protagonizaremos hacia adentro de nosotros mismos. Ciencia-ficción intimista más cercana a las carnales paranoias mutantes de Philip K. Dick que a las metálicas naves espaciales de Arthur C. Clarke. Jeringas en lugar de cohetes y la cuenta regresiva de un hipnotizador suplantando a la de Houston, tenemos un problema en serio. Ante el fracaso en la búsqueda de vida extraterrestre encontrémosnos comonuestros propios aliens, aspiremos a la perfección inmortal que habíamos depositado en los otros, los siempre lejanos, los que iban a venir a salvarnos. Seamos nuestros propios dioses y, tal vez así, seamos más buenos los unos con los otros, ¿no?

TRES La edición de julio del mensuario norteamericano Vanity Fair incluye un portfolio fotográfico de “Los Dioses de la Internet 1950-2000”. Fotos con fondo blanco, figuras como astronautas flotando en el limbo informático, de aquellos que crearon otro planeta en éste. Dioses –esa palabrita– creadores de un planeta invisible pero que existe y está literalmente al alcance de la mano, a la distancia que separa a un dedo de una tecla de computadora doméstica y trascendente. Gates, Jobs y Wozniak son los rostros más conocidos –los santos a los que más se les reza y se les promete–, pero hay muchos otros. Parecen gente normal con un toque de Expediente X. Recorto esas fotos y las guardo junto con los diarios y el tren avanza rumbo a alguna parte. Leo, ahora, Valis –la novela de 1981 que abre la trilogía final de Philip K. Dick– donde un grupo de exhippies con el cerebro frito en ácido lisérgico se empeñan en la búsqueda de un nuevo mesías. No demoran en descubrir que el planeta, el universo tal como lo conocemos, se dispone a convertirse, todo él, en una forma divina como respuesta correcta a la pregunta de milenios de estupidez humana. El libro –más allá de su delirio religioso; dicen los que lo frecuentaban que Dick estaba un poquito loco cuando lo escribió, justo antes de morirse– funciona como perfecta postal de una nueva forma de anticipación moviéndose graciosa y con gracia entre la certeza absurda y la hipótesis inquietante. Ya lo dije: si la ciencia-ficción clásica –o dura– se dedicó durante casi un siglo a funcionar como oráculo futurista de las máquinas que vendrían, la ciencia-ficción de Dick prefirió ocuparse del hombre que no demoraría en llegar. Aquí está, aquí estamos.

CUATRO Un hombre en un tren con una computadora portátil que se conecta a Internet y entra en un site llamado pinstruck.com. La posibilidad cierta, la oferta generosa, de construir ahí adentro el muñequito vudú de tu enemigo y mandarle una maldición anónima por e-mail. Ahí está, si no me creen. Salgo a la superficie de mi mar de diarios y le pido a mi compañero de viaje que me lo muestre. Nos reímos bastante y aquí, otra vez, otro detalle inquietante de este nuevo planeta en el que nos estamos convirtiendo: la paradoja de la ciencia oculta negándose a abandonar la superficie de la ciencia descubierta y –un poco en chiste, bastante en serio– contaminando con propuestas inmemoriales las memorias de los ordenadores que, por ahora, siguen aceptando órdenes. Clavar alfileres con la ayuda de un mouse a bordo de un tren de alta velocidad la mañana en que todos decían genoma como si se dijera vida o muerte. Una de esas palabras que parecen decirnos: “Todos a bordo”. Una palabra con forma de hélix doble –esos rieles curvos por los que corremos y nos hacen correr– adentro de todos nosotros. El tren –ese vehículo que utilizó Albert Einsten a la hora de explicar la teoría de la relatividad, otro concepto revolucionario, otra estación donde alguna vez nos detuvimos a estirar las piernas– sigue su marcha, cada vez más rápido, tan rápido como una nave espacial en una de esas cada vez más inverosímiles, por anticuadas, películas de ciencia-ficción.

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