“Puf, es una mierda lo que estoy diciendo”, se frena y se maldice el hombre de la nariz prominente. Le preguntaron sobre el sentido de la Rolling Thunder Revue, la gira en dos etapas que emprendió en el otoño boreal de 1975, concluyendo en la primavera siguiente. El Dylan de hoy en día empezó a responder frente a cámara (mirando más de costado que de frente, ya se sabe que antes que lo directo opta siempre por lo sesgado) y allí, a los 4 minutos y medio de película, comprendió que lo que estaba empezando a balbucear era una sanata y la ajustició sin miramientos. “La verdad es que no tengo idea de en qué consistió la Rolling Thunder Revue. Fue algo que ocurrió hace 40 años. Antes de que yo naciera.” Y se ríe.

Flamante estreno en Netflix, Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story es el segundo documental que Martin Scorsese dedica al coloso de Duluth, Minnesota. El anterior, No Direction Home, es de 2005 y representa un acercamiento en forma de gigantesco crisol al Premio Nobel de Literatura 2016. Aquella revisión maratónica cubría los comienzos de Dylan, hasta la época del célebre accidente de moto (que tal vez no haya sido tal; el propio Dylan reconoció que le sirvió para salir de la luz pública), en 1966. Para esa época Dylan se bajó también de los escenarios, regresando ocho años más tarde con esta Rolling Thunder Revue, que debería su nombre a una breve sucesión de explosiones que el músico dice haber escuchado una tarde. Las debe haber escuchado también dentro de sí: si algo caracteriza al Dylan de estos conciertos es la fiereza de su interpretación, su escena de dientes apretados. Como si necesitara ametrallar sus canciones.

En octubre de 1975, una vez concluida la grabación de su álbum Desire, Dylan emprendió una serie de ensayos en un estudio neoyorquino. Para ello convocó a algunxs de lxs músicxs que lo habían acompañado en ese disco, sumándoseles poco después otros, entre ellos T-Bone Burnett. Más tarde apareció por los estudios gente como Joan Baez, Roger McGuinn de The Byrds, Mick Ronson –guitarrista y arreglador del disco de Bowie The Spiders from Mars– y la cantante y actriz Ronnee Blakley, que venía de aparecer en Nashville, de Robert Altman. Ninguno sabía bien para qué lo habían convocado. Dylan contactó también a su amigo Allen Ginsberg y a los dramaturgos Jacques Levy y Sam Shepard. El primero, que había colaborado con las letras de Desire, estaba allí con la misión de filmar todo eso. El segundo debía escribir el guion de una película, pero en su lugar terminaría publicando unas crónicas sobre la gira, editadas en castellano. 

La gira se inició el 30 de octubre de 1975 en la ciudad de Plymouth, la misma en la que desembarcaron los pioneros británicos llegados a Estados Unidos en el siglo XVII. ¿Un paralelismo buscado? El documental de Scorsese no investiga ese dato. Con lo que sí establece una vinculación es con los Estados Unidos de los 70. En las primeras imágenes transcribe fragmentos de los festejos por el Bicentenario (julio 1976) y alocuciones en las que Richard Nixon retoma la idea del “destino manifiesto”. Otras vinculaciones con ese tiempo y lugar son menos explícitas, pudiendo hallarse en el ardor de Dylan en escena una cifra de la época.

De hecho, el documental de Scorsese no se limita a ser un mero rockumentary, como sí lo fue The Last Waltz, tres años posterior a esta gira. Si el registro de los conciertos de despedida de The Band no salía de los límites del teatro y casi ni se ve al público, cuestión de concentrarse en lo que sucedía en escena, en esta ocasión Scorsese (como ya había hecho en No Direction Home) inscribe a la gira en relación con la comunidad recién formada, a la que podría llamarse “familia Dylan”. El autor de Tarántula viene de casi una década de ausencia de los escenarios, está haciendo un comeback musical (los aplaudidos Blood On the Tracks y Desire, luego de Planet Waves), viene de una separación dolorosa y se dirige a una conversión religiosa que le alienará buena parte del favor de crítica y público. En medio de todo esto arma una familia alternativa, integrada por quienes lo acompañarán on the road durante casi un año.

On the Road: una de las escenas más elegíacas de Rolling Thunder Revue es la evocación de Jack Kerouac que Dylan & Ginsberg hacen junto a la tumba del autor beat. Queda fijado allí uno de los orígenes posibles de Dylan, el de la beat generation, que tiñe su poética. Otro origen es el musical, el de los comienzos, cuando el autor de “Ballad of a Thin Man” hacía folk acústico. Como forma de religar con esa etapa, durante la gira Dylan comenzaba la segunda parte de los conciertos con un set de seis temas junto a Joan Baez, iniciado por supuesto con ellos volviendo a armonizar “Blowing in the Wind”. El efecto es buscado: primero se oyen las voces con el telón bajo, y recién unos segundos después éste se levanta, dejando ver a ambos. 

El resto es el más puro rock and roll estadounidense. Rock and roll de guitarras (en ocasiones hay tres en escena, más alguna acústica y una pedal steel guitar), marcadas raíces de blues y rhythm and blues, cortes hirientes y un mood general que hace honor al nombre de la gira. Dylan y su grupo circunstancial suenan realmente como una tormenta eléctrica. El líder enronquece como en medio de una batalla, aprieta las frases entre los dientes y escupe las letras como proyectiles envenenados. 

Pero como queda dicho, esto no es un mero rockumentary. Las presentaciones de una punta a otra del país se ven tamizadas por el perfume del detrás de escena. Noches en los bares, diálogos robados, momentos inimaginados, los traslados en el magical bus que conduce el propio Dylan, violando todas las reglas no escritas del rock’n’roll circus y confirmando que esto es un trip familiar. “Son los primeros conciertos de rock que veo en mi vida, y me arrepiento de no haberlo hecho antes”, dice un chofer de uniforme. “Los músicos y el público parecían dos baterías que se alimentaban entre sí”. Quién pudiera expresarse de modo tan definitivo como ése.